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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La caja de resonancia de la angustia vital

Muchos jóvenes tienen muchos amigos en las redes sociales y muy pocos a los que les puedan pedir un abrazo

Un joven pasea mientras escucha música.
Un joven pasea mientras escucha música.OSCAR CORRAL
Milagros Pérez Oliva

De un tiempo a esta parte no hay día en que no aparezcan nuevos datos y alertas sobre el aumento de la patología mental en niños y adolescentes. Las cifras son preocupantes y en todas las estadísticas aparece la pandemia como el parteaguas a partir del cual se disparan los ingresos por trastornos de la conducta alimentaria, crisis de angustia, ansiedad, depresión o tentativas de suicidio. Ciertamente la pandemia fue una especie de laboratorio social en el que se tensaron muchas cuerdas. El miedo a lo que pudiera ocurrir y el aislamiento social hicieron mella en el equilibrio mental de muchas personas, pero ¿por qué más entre los jóvenes y adolescentes?

Habrá que ver la evolución futura para determinar si la pandemia ha sido un factor de riesgo puntual o, por el contrario, ha actuado como el líquido del revelado fotográfico, haciendo emerger malestares ocultos relacionados con el tipo de sociedad que les ha tocado vivir. Cualquier cambio, y especialmente si comporta incertidumbre, ha de impactar más en quienes viven un momento de tránsito vital como es la adolescencia. Y también influye, sin duda, el clima general de pesimismo que vivimos. Quienes al estallar la crisis financiera de 2008 tenían doce años, habrán vivido tres crisis seguidas antes de cumplir los 30 y encaran un futuro incierto marcado por la emergencia climática y energética. Pero otras generaciones de jóvenes han vivido también tiempos difíciles. Mucho más difíciles, incluso, con guerras y penurias materiales que no tienen parangón con lo que hoy ocurre. Tiene que haber, por tanto, factores específicos de este tiempo que puedan explicar la mayor vulnerabilidad mental de estas generaciones.

Uno de los elementos diferenciales es el nuevo ecosistema comunicacional, que ha cobrado mayor importancia precisamente durante la pandemia. Se ha escrito ya mucho sobre los efectos de las redes sociales, y las vulnerabilidades que generan. La pandemia las ha acentuado todas: la dependencia psicológica, la ansiedad por estar siempre conectado, la depresión que acompaña a cualquier conducta adictiva, los trastornos del sueño, la angustia de estar perdiéndose siempre algo o el sufrimiento por la imagen corporal. Fue muy revelador el informe interno de Facebook que revelaba que el 40% de los jóvenes con problemas de autoestima en Estados Unidos y Reino Unido empezaron a sentirlos al empezar a utilizar Instagram.

Las relaciones interpersonales siempre requieren un mayor esfuerzo, pero también ofrecen un mayor retorno. Las redes facilitan un tipo de interacciones superficiales, sin compromiso pero también sin el amparo que ofrece el vínculo sólido que implica compartir la vida con el amigo, la conexión emocional del contacto personal. Muchos jóvenes tienen muchos amigos en las redes y muy pocos a los que les puedan pedir un abrazo.

La angustia es siempre una respuesta defensiva a una sensación de opresión. Y la adolescencia es una edad de preguntas y angustias existenciales. ¿Merece la pena vivir? Si se lanza esta pregunta al vacío de las redes, lo más probable es que la respuesta sea un eco, el que genera la propia pregunta en otros adolescentes tan angustiados o más. Lo más probable es que la caja de resonancias que conforman los algoritmos que gobiernan las redes amplifique la angustia y refuerce las razones para suicidarse a quien expresa ideas suicidas, razones para no comer a quien ya cree que come demasiado o motivos para odiar su cuerpo a quien ya se encuentra a disgusto con él. En este ecosistema, es más fácil que los trastornos de la vida se conviertan en trastorno mental.

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