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El dolor de los nietos que han perdido a sus abuelos en la pandemia: “Me costó mucho que no me dejaran despedirme”

Más de 92.000 mayores de 70 años han fallecido de covid en España desde marzo 2020. Suponen el 84,3% de todas las defunciones

Nydia sujeta una foto de su abuelo, Mariano, fallecido el pasado enero, en su casa en Majadahonda, Madrid.
Nydia sujeta una foto de su abuelo, Mariano, fallecido el pasado enero, en su casa en Majadahonda, Madrid.Andrea Comas

A Nydia aún le escuece el recuerdo de que no se le permitió despedirse de su abuelo Mariano. Tenía 91 años, estaba vacunado con las tres dosis y falleció el pasado 18 de enero, en una planta covid del Hospital Puerta de Hierro de Majadahonda (Madrid). Murió sin despedirse de sus seres queridos, pues la clínica les prohibió el paso. La familia insistió e insistió en verlo, pero el protocolo anticovid del centro era claro: Mariano debía permanecer aislado. Oficialmente, la causa de muerte fue covid. Pero su nieta, Nydia de 40 años, afirma que el personal del hospital se lo encontró muerto porque se le había caído el tubo de oxígeno al que estaba conectado, o se lo había quitado, y nadie se dio cuenta. Ahora, con el paso del tiempo, Nydia se cuestiona por qué aceptó el “no”, por qué no “tiró la puerta” y abrazó a su abuelo una vez más. “Me costó mucho que no me dejaran despedirme”, asegura. Y añade: “El duelo en estas condiciones es muy complicado”.

Es ley de vida que los abuelos, en algún momento, dejen de estar. Pero la pandemia ha hecho que muchos nietos de varias generaciones pierdan a sus abuelos prematuramente y, en muchas ocasiones, sin poder despedirse de ellos. El abuelo de Nydia es uno de los 92.486 mayores de 70 años que han fallecido de covid desde el inicio de la pandemia hasta el 19 de julio, según los últimos datos del Instituto de Salud Carlos III. Esta población supone el 84,3% del total de las muertes desde marzo de 2020. Pero los datos de los últimos tres meses apuntan a que las personas que mueren por covid son cada vez más mayores: los fallecidos que superaban los 70 años suponen desde marzo el 88,4% de todas las defunciones.

Los expertos en duelo señalan que el luto de cada nieto es una experiencia individual y que tiene que ver con el tipo de relación que tenían con ese abuelo o abuela. No obstante, Javier Yanguas, gerontólogo y director científico del Programa de Mayores de la Fundación la Caixa, explica que, dentro del duelo particular de cada uno, se repiten algunas emociones. “Sientes que perdiste a un cuidador y que en algunos casos era incluso el nexo de la familia. Alguien que te iba abriendo camino por la vida y te ayudaba a constituirte como persona. Alguien que te daba seguridad, presencia, cariño y límites”, resume. Yanguas destaca que estas emociones son aún más chocantes cuando quien se enfrenta a esta pérdida es un niño pequeño. “En el caso de los críos, en muchos casos es la primera vez que se enfrentan a la fragilidad, la vulnerabilidad, al hecho de que la vida es finita”, subraya.

Este abanico de emociones se da además en un contexto de pandemia, en el que los procesos de duelo se han visto agravados por varios factores, según explica Sara Losantos, responsable del área de psicología de duelo de la Fundación Mario Losantos del Campo (FMLC). Como la falta de despedidas: “Participar en ritos y despedirse del cuerpo del ser querido nos hace más conscientes de la realidad. Sin esto, ese pensamiento mágico que niega la muerte se puede adueñar de nosotros”, señala Losantos. Otro ha sido la sensación de que son muertes que llegaron antes de tiempo y que podrían haber sido evitadas: “Esto añade dolor al que ya hay por la pérdida y eso será algo que hay que aceptar y también procesar. Además, puede desencadenar reacciones de impotencia, sensación de injusticia y enfado”, destaca la psicóloga.

Desde los primeros casos a principios de 2020, la atención a las víctimas de la covid ha ido adaptándose a las circunstancias de cada ola. Cuando las autoridades sanitarias y la propia sociedad comenzaron a reaccionar a la primera ya era demasiado tarde: entonces se vivieron probablemente los momentos más dramáticos, cuando no había personal ni camas suficientes para atender a todos, cuando los ancianos morían en las residencias sin atención médica. Esto no se volvió a repetir de forma tan descarnada. Solo la tercera ola, en enero de 2021, volvió a poner al sistema en una tensión tal que hubo que priorizar la atención de unos pacientes sobre otros en las UCI. Los protocolos se fueron adaptando para hacerlos más humanos a medida que íbamos comprendiendo cómo se transmitía el virus, pero eso no ha evitado casos como el de Mariano, que es más una excepción que la norma en 2022, después de más de dos años de la irrupción de la covid. Estos son tres casos de tres abuelos a los que el coronavirus se llevó en cada uno de los años de la pandemia.

Mariano, enero de 2022. “¿Qué es lo que más echo de menos de él? Todo”

Nydia reconoce que la pérdida de su abuelo ha sido especialmente difícil por cómo murió. Ella era consciente de que su abuelo materno era mayor y arrastraba desde “hace 15 años o así” un fallo renal que lo había dejado con solo un riñón, que solo filtraba el 5%. “Yo entendería y aceptaría [su muerte] si él se hubiera muerto de otra manera”, dice Nydia. Su familia llevó a Mariano al Hospital Puerta de Hierro la tarde del 15 de enero porque pensaban que podría tener una hemorragia interna. Resultó no ser el caso, pero durante los días que estuvo en urgencias le hicieron una prueba de coronavirus y dio positivo. En ese momento, lo aislaron en la planta covid del centro. Allí nadie lo podía visitar ni hablar con él por teléfono, ya que su propio móvil estaba sin batería y el fijo de su habitación, desconectado. La familia llamó “cientos de veces” a la planta en la que Mariano estaba, pero se colgaba siempre al primer tono.

Pasaron 48 horas sin saber nada de él ni sobre su estado. Hasta que el martes 18 de enero, la médica de Mariano llamó a la madre de Nydia, sobre las tres y media de la tarde, para decirle que estaba muy mal. Que solo quedaba “un halo de esperanza”. Desesperada, Nydia fue al MediaMarkt más cercano y compró un móvil con un altavoz y auriculares. “Era un teléfono que cualquier enfermera podía poner en la mesilla cerca de él, no hacía falta ni que se lo sujetaran, y así por lo menos podríamos hablar con él”, explica. Sobre las cuatro y media de la tarde, lo consiguió. Sin saber que sería la última vez, habló con su abuelo. “Me dijo que no entendía por qué le estaban tratando así, que estaba atado, que tenía mucho frío, que tenía mucha sed. Él realmente era una persona muy dura, no se quejaba nunca, pero en ese momento lo que transmitió fue que estaba muy mal”, cuenta.

A las dos horas de esa llamada, el personal del hospital se lo encontró muerto, desconectado del oxígeno que necesitaba para combatir la covid y una infección respiratoria que avanzaban a la par. La familia pudo por fin entrar a la habitación, y Nydia recuerda que “debajo de su camilla aún estaban las esposas de tela con las que lo habían atado”. Para ella, es inconcebible que él mismo se pudiese haber arrancado de la nariz el cable del oxígeno estando atado, pero sí ve probable que se le haya caído y que no hubiese sido capaz de recolocarlo, precisamente porque tenía las manos atadas a la camilla. Según Nydia, la explicación que le dieron sobre por qué su abuelo estaba atado fue que lo hicieron “para salvarle la vida”. “Me dijeron que les ataban para que no se quitaran el oxígeno”, dice.

“Cuando protesté y luego hablé con la médico, ella me reconoció que fue, según sus palabras, “un agujero del sistema”. Que efectivamente esta gente está ahí, sola, incomunicada, ellos no les pueden vigilar y hay veces que estas cosas pasan”, relata la nieta. “Luego, en mi cabeza, yo iba repasando todo lo que habíamos hecho preguntándome: ¿qué es lo que hemos hecho mal? Te sientes muy culpable”, confiesa Nydia. Esa culpa, explica, “es por no haber reaccionado contra el hospital en ese momento, por no haberme enfrentado a ellos y haberle podido acompañar, ayudar, impedir que pasara frío, sed, miedo, dolor y que muriera atado y sin oxígeno”. “Me da la sensación de que le he fallado, de que tenía que haber sido más valiente en ese aspecto”, añade. “Lo bueno que tiene el tiempo es que rebaja la angustia. Todavía me duele, pero no de una manera tan aguda”, admite. El abuelo Mariano tenía tres hijas y ocho nietos. Nació en 1930, era médico, de Madrid y bromista. “¿Qué es lo que más echo de menos de él? Todo”, dice su nieta.

Patricia Martínez Muñoz y su abuelo, Patricio, hace unos treinta años en una casa de la familia en la Playa de Los Narejos (Murcia).
Patricia Martínez Muñoz y su abuelo, Patricio, hace unos treinta años en una casa de la familia en la Playa de Los Narejos (Murcia).

Patricio, febrero de 2021. “Nadie pudo acompañarlo cuando murió”

El abuelo paterno de Patricia Martínez Muñoz murió de covid el 12 de febrero de 2021, en el Hospital de Molina, en Molina de Segura (Murcia). Tenía 88 años. Falleció sin vacunarse, pues la vacunación para mayores de 80 años fuera de las residencias arrancó la semana del 15 de febrero, tan solo unos días después de su muerte. Al igual que Nydia, Martínez tampoco pudo despedirse de su abuelo. “Nadie pudo acompañarlo cuando murió”, lamenta. “Eso es lo que más rabia e impotencia me da”. Ella llevaba sin ver a su abuelo Patricio desde antes de Navidad de 2020. “No recuerdo ni en qué ola estábamos, pero habían aflorado otra vez los contagios y decidimos no juntarnos para las Navidades”, precisamente para que no se contagiara ni él ni su abuela. Por aquel entonces España atravesaba la tercera ola de la covid.

El abuelo Patricio era murciano y huertero, y para Martínez, un padre más. Cuando el padre de Martínez falleció hace nueve años, su abuelo se convirtió en su figura paterna principal. “Era como un vínculo más que tenía con mi padre y, ahora que han fallecido los dos, eso va desapareciendo”, lamenta. Ha pasado casi un año y medio desde la muerte de Patricio y Martínez sigue notando su ausencia. “Cuando quedamos en familia, no es lo mismo”, dice. “Sé que ha fallecido, pero para mí todavía es como si no hubiese ocurrido. Una cosa que no ves es como que no ocurre”, reflexiona.

A Martínez, que tiene 36 años, le gusta visitar el barrio La Purísima Barriomar, en Murcia, donde nació y vivió su abuelo. Allí, donde su abuelo pasó gran parte de su vida, cuidando de su huerto, una pasión que consiguió inculcarle a su nieta. “Voy de vez en cuando a la zona y estando allí siento que tengo a mi familia, a mi abuelo, a mi padre”, dice. Además de ese trozo de terreno, Martínez guarda una azada suya como recuerdo de las horas que pasaban juntos tendiendo a las plantas.

Patricia Martínez Muñoz y su abuelo, Patricio, en el primer cumpleaños de Martínez Muñoz.
Patricia Martínez Muñoz y su abuelo, Patricio, en el primer cumpleaños de Martínez Muñoz.

María Juana, abril de 2020. “Nunca imaginé que no asistiría al funeral de mi abuela”

Cuando la abuela de Daniel Cortés murió a finales de abril de 2020 en Casar de Cáceres, acababa de cumplir 95 años. Se llamaba María Juana, era viuda desde hace más de 20 años y tenía cuatro hijos, 11 nietos y siete bisnietos. “Era una mujer muy cariñosa. Como muchas otras, fue una mujer de esa época, ama de casa y cuidadora de toda la familia”, cuenta Cortés, el nieto más pequeño. María Juana murió en una residencia de mayores, seis semanas después de que la covid se declarara una pandemia el 11 de marzo de 2020.

“Estaba en una residencia porque hacía meses que necesitaba más atención. Se encontraba perfectamente, pero no queríamos que siguiera viviendo sola, porque vivió sola hasta los 93″, explica Cortés. Cuando salió el primer positivo de covid en el centro, su abuela se contagió y estuvo casi tres semanas ingresada. “Durante esas semanas, no la pudimos ver. Cada tres o cuatro días llamaba el médico para decir si estaba bien o no. A veces, estábamos cuatro días sin saber nada. Si no te llamaban, dabas por hecho que seguía viva, pero estaba allí completamente sola”, cuenta.

Un par de días antes de que muriese, la familia de Cortés pudo hablar con María Juana por videollamada. Pero Cortés no tuvo esa oportunidad. “Estaba en Badajoz y había decidido trabajar a destajo para olvidarme de cómo estaba mi abuela”, confiesa. “Su muerte era algo para lo que llevaba preparándome mucho tiempo. Para lo que no estaba preparado era para no despedirme de ella”, dice el nieto. Cuando murió María Juana, España estaba en pleno estado de alarma y confinamiento, por lo que Cortés no pudo volver a su pueblo. “Nunca imaginé que no asistiría al funeral de mi abuela. Por todo eso, me costó mucho aceptar que había fallecido”, admite. “Tardé mucho tiempo en ser consciente de que eso de verdad había pasado. Uno de los días que marcan tu vida, porque pierdes a un pilar, y ni siquiera estás. Estás aislado, a 100 kilómetros”.

Cuando Cortés va al pueblo y pasa por la casa de su abuela, se le sigue haciendo raro ver la puerta y las ventanas cerradas. “Ahí es cuando me doy cuenta de que ya no está”, dice. “Estoy muy agradecido porque he tenido la suerte de compartir con mi abuela casi 28 años de mi vida. De tenerla muy cerca, durante muchos años. Lo mejor que me podía dejar es el tiempo que ha compartido conmigo, lo que me ha cuidado, todo lo que me ha querido”. De María Juana aprendió muchas cosas: entre ellas, la importancia de la frase “lo bien hecho, bien parece” o cómo cocer arroz. “Lo cocino como lo hacía ella”, asegura el nieto.

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