Los que van a seguir usando mascarillas: “No me la voy a quitar. Es una salvajada que se relaje todo”
España levanta la obligatoriedad de usar el cubrebocas en interiores este miércoles, pero algunos seguirán usándolo. Por miedo a sufrir la covid, por tener un estado de salud delicado o para evitar infecciones por otros microorganismos
La mascarilla tiene los días contados. El Consejo de Ministros prevé suprimir este martes la obligatoriedad de usar el cubrebocas en interiores y, en cuanto esta directriz se publique en el Boletín Oficial del Estado al día siguiente, el miércoles, los españoles podrán entrar a cara descubierta en un restaurante o en un museo. Aunque habrá que seguir llevándola en los centros sanitarios, para visitas a residencias de ancianos, en farmacias, o en el transporte público. A falta de conocer los pormenores del BOE y nuevas excepciones que surjan, en los centros de trabajo queda la decisión en manos de los servicios de prevención de riesgos laborales.
En cualquier caso, habrá gente que seguirá utilizando la mascarilla dentro y fuera. Por obligación o porque sí, porque les da más seguridad, porque tienen miedo a sufrir la covid, porque tienen un estado de salud delicado o, simplemente, porque les resulta más cómodo y evitan infecciones por otros microorganismos, como la gripe.
“No voy a perder esta vida que me han regalado con el trasplante”
Joan Alba volvió a nacer el 20 de septiembre de 2017. Después de 48 años con una cardiopatía que lo mantenía al filo de la vida, un trasplante de corazón le dio “una segunda oportunidad”, sostiene. “No voy a perder esta vida que me han regalado. Yo no me voy a quitar la mascarilla y creo que es una salvajada que se relaje todo. La covid no se ha ido”, explica este vecino de Les Roquetes de Sant Pere de Ribes (Barcelona), de 53 años.
Para Alba la mascarilla “nunca fue un problema”. Tras el trasplante, estuvo un año moviéndose con ella a todas partes y, cuando las autoridades sanitarias ordenaron su uso obligatorio a causa de la pandemia, “ya estaba acostumbrado a llevarla”. Y ha cumplido —y cumple— a rajatabla: “Si voy a un restaurante, me la quito cuando como, pero me la vuelvo a poner entre plato y plato. Yo voy con una mascarilla FFP3 desde el primer momento y me siento protegido. A veces la gente se te queda mirando, cuando iba por la calle tras el trasplante me llamaban Michael Jackson, pero me da igual: ande yo caliente, ríase la gente”.
Antes del trasplante Alba sufrió cerca de una decena de fibrilaciones auriculares, infartos y taquicardias. Apenas podía moverse y ahora juega al tenis, al pádel y dice que, en el primer año tras la intervención, llegó a caminar 20 kilómetros al día. No quiere perder todo eso, “la calidad de vida y la autonomía” que tiene ahora: “Yo soy egoísta, miro por mí. Si la gente no quiere usar la mascarilla, el problema será de ellos. Yo seguiré protegiéndome y mi familia también es muy prudente. Yo interactúo poco, evito aglomeraciones y he creado automatismos, como poner la mano en lugar de dar dos besos cuando alguien viene a saludar”.
“Visito personas mayores. Tengo que llevar el cubrebocas por precaución”
En el casco antiguo de Casar de Cáceres, Vidal Arias, sacerdote de 57 años de la parroquia de la localidad, pasea su mano por los bordes de los bancos de la Iglesia. Vestido con el alba y la estola, susurra: “Ahora llega lo peor, cuando la gente se relaja”. Arias seguirá con la mascarilla durante algunos momentos de la eucaristía, como al dar la comunión, pero también durante su día a día. “Mi madre está enferma, en casa. Y también visito a enfermos y gente mayor. Tengo que llevarla puesta por precaución”, cuenta.
El párroco recuerda la angustia que sintió al no acompañar espiritualmente a las familias que perdieron a alguien. Las palabras del sacerdote reclaman una prudencia que contenga el regreso del virus, pero que no impida disfrutar de los días señalados del calendario, como las procesiones de Semana Santa: “Los feligreses tenían ganas de celebrarlas. Eso también es importante”.
“No es miedo, pero trabajo muy cerca de la cara de la gente”
Charo Meléndez, de 61 años, lleva 24 como maquilladora en Canal Sur Televisión. Tanto ella como el resto de compañeros de maquillaje y peluquería tenían claro que después del 20 de abril seguirían llevando la mascarilla FFP2. “No es por miedo, pero trabajamos muy cerca de los invitados y ellos no llevan protección. Es una forma de evitar contagiar y contagiarnos”, explica. En estos dos años de pandemia ella no ha enfermado por covid, aunque sí ha tenido que guardar cuarentena porque otra maquilladora se infectó.
Su decisión también ha sido avalada por la empresa, que les ha recomendado que sigan llevando mascarilla a partir del próximo martes. “Cuando estemos solos, como estamos habituados a trabajar juntos, nos la quitaremos, pero si hay que maquillar o peinar a alguien la llevaremos puesta”, puntualiza Meléndez. Ella recuerda la incomodidad que suponía trabajar con la pantalla de plástico en lo más duro de la pandemia. “Se nos empañaba el cristal”, dice. Desde que pudieron prescindir de ella siempre han llevado FFP2, y lo seguirán haciendo. “Hasta que la situación se normalice del todo”, apostilla Meléndez.
“El Gobierno se precipita, el virus aún no se ha ido del todo”
A Vicente Maya, su trabajo en el tanatorio de Casar de Cáceres nunca le había hecho pasar tanto miedo y desazón como los meses más mortíferos de la pandemia. “He levantado de la cama a decenas de ancianos muertos en las residencias por este virus. Parece mentira que se nos haya olvidado. El Gobierno se precipita, el virus aún no se ha ido”, explica Maya, a una semana de cumplir 61 años.
Dentro del velatorio, mientras recoloca unos cirios eléctricos, enumera anécdotas funestas de esas semanas, como apuntando que el sueño de este verano de respirar sin cubrebocas puede desembocar en una pesadilla el próximo otoño. “Yo no me la quito. No puedo obligar a la gente que venga aquí a que sigan siendo responsables. Esto no es una gripe como la gente piensa”, dice y enmudece por un momento. Y sigue describiendo salas llenas de ataúdes y camas vacías de hospitales.
“Si cojo la infección, se la puedo pasar a mucha gente”
Juan Vicente Vinseiro, de 42 años, trabaja como profesor de autoescuela de vehículos pesados en Palma. Seguirá llevando la mascarilla porque trabaja en un habitáculo cerrado con diferentes personas a lo largo del día. “Ahora mismo no me la voy a quitar. Por prevenir, por mí, por mis padres y los niños. Si lo cojo por culpa de alguien, se lo puedo pasar a mucha gente porque cada día estoy con diferentes alumnos un mínimo de 45 minutos con cada uno”, afirma.
Durante su jornada laboral, llevan las ventanas abiertas, siguen ventilando y desinfectando el vehículo cada vez que hay un cambio de alumno y se les pide que sigan llevando la mascarilla durante las prácticas. Pero toda precaución es poca, apunta Vinseiro. Para este profesor de autoescuela, la mascarilla ha resultado una herramienta útil en el trabajo desde que comenzó la pandemia porque todavía no ha pasado la covid. “He trabajado todo este tiempo, he tenido contacto, mínimo con 10 personas cada día, y no lo he cogido, así que la mascarilla me ha tenido que proteger”. Para él es una herramienta de protección “positiva” que tiene totalmente “asimilada”. “No le encuentro mayor pega”, concluye.
“Ni me la quito ni me la quitaré. Soy de alto riesgo”
María Antonia Pastor, de 65 años, está en lista de espera para un trasplante renal. A causa de una enfermedad autoinmune que le diagnosticaron a los 25 años, su riñón falla. De hecho, ya fue sometida a un trasplante hace 24 años, pero el órgano donado ha comenzado a achicarse y vuelve a sufrir una insuficiencia renal que la ha abocado de nuevo a la lista de espera para otra intervención y, mientras aguarda un nuevo riñón, tiene que someterse a un tratamiento de diálisis peritoneal en su casa. El escenario familiar, con su marido también trasplantado, es complicado y de quitarse la mascarilla ni se habla: “Ni me la quito ni me la quitaré. Mi marido y yo somos de alto riesgo”.
Ambos han pasado la covid de forma leve, pero eso no ha restado prudencia en casa: “No tengo miedo. Lo tenía antes de infectarnos, pero ahora ya no. Lo que tengo es respeto porque hay gente que ha estado muy mal y ha fallecido en diálisis”, explica Pastor. Se cuidan mucho, usando mascarilla y vigilando las salidas, apenas van a lugares concurridos, solo a pasear o a hacer ejercicio, pero nada de restaurantes ni multitudes: “No vamos a esos sitios porque es un riesgo que corres. Antes, de hecho, tampoco íbamos en bus o en metro, aunque ahora sí lo hacemos en horas donde hay poca afluencia de gente”, apunta.
“Somos un servicio público y tendremos que seguir usándola”
Para Eleazar Cortés, conductora de autobús de 34 años, la retirada de la mascarilla es un alivio. El uso de cubrebocas le provoca acné e inflamación en la piel. “Es horrible”, cuenta mientras acaricia su barbilla, levemente enrojecida. Pero, se lamenta, no podrá disfrutar de esta nueva realidad durante su jornada laboral. “Somos un servicio público y tendremos que seguir utilizándola. No tenemos más opción, pero es muy incómodo. Los conductores de autobús, de manera casi indispensable, tenemos que llevar gafas de sol. Y con mascarillas, siempre se empañan”, explica esta trabajadora. La ministra de Sanidad, Carolina Darias, ha adelantado, en una entrevista a EL PAÍS, que la mascarilla será obligatoria en el transporte público sin excepciones, para usuarios y conductores.
Los pasajeros, dice Cortés, apoyada en uno de los vehículos que maneja, son un problema adicional: “¿Crees que toda la gente llevará en el bolsillo una mascarilla solo para el bus? Al final, tendremos que pelearnos con los pasajeros para que se la pongan, y nosotros no somos guardias”. Esta conductora se resigna. “Por lo que nos han dicho, esto va para largo. Así que ¡ya me estoy comprando cremas buenas para la cara!”, exclama.
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