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Hablan los menores de los centros de acogida: “No es qué he hecho. Es qué me han hecho a mí”

Varios adolescentes tutelados, provenientes de familias desestructuradas con problemas de drogas o de alcohol, explican cómo es su vida diaria, de qué se quejan, por qué se fugan y por qué se sienten estigmatizados

Tres de los menores que participaron en este reportaje en una ciudad indeterminada de España.
Tres de los menores que participaron en este reportaje en una ciudad indeterminada de España.F. U.
Antonio Jiménez Barca

Cada uno de los 35.883 menores que, según el Observatorio de la Infancia de 2020, vive en centros de protección o en familias de acogida en España, carga una biografía distinta y difícil. La mayoría procede de familias desestructuradas, con padres adictos a las drogas o al alcohol, con dolencias psicológicas. El caso de las menores tuteladas por la Comunidad de Madrid que acabaron hace meses explotadas sexualmente por redes mafiosas en los peores barrios de la ciudad demuestra hasta qué punto estos menores heridos por el abandono se encuentran expuestos a lo peor y constituyen probablemente la parte más vulnerable de la sociedad. Ellos se quejan, además, de que se les estigmatiza cuando solo son víctimas. Suman 35.883 historias muy duras. Aquí sólo caben ocho.

Abel (17 años): “Estoy en centros desde los 12 años porque mi madre tenía problemas con la droga y con el dinero. Mi padre se fue de casa un día cuando yo tenía cuatro. Se fue a por tabaco y ya no volvió nunca. Yo estaba con mi tío, mi padre dijo ‘ahora vuelvo’ y no volvió. Yo también he tenido problemas con las drogas. He estado en cuatro centros distintos. En uno, cuando llegaba tarde, me dejaban sin cenar. En otros me pegaban. Y me escapé. Estuve fugado seis meses en Madrid, a mi bola. Tenía 16 años.”

Ana (16 años): “Yo entré en un centro porque desde pequeña mi padre me maltrataba. Y hace dos años, cuando mi padre me puso otra vez la mano encima, mi hermano lo denunció. Los servicios sociales decidieron que tampoco estaba segura con mi madre. Así que un día, hace seis meses, me fueron a buscar los de servicios sociales, de malas maneras, cuando yo estaba en el instituto, a la vista de todos. Y me trajeron aquí. A veces, me fugo para estar con mi madre”.

Sara (15 años): “Fue hace unos meses. Había hablado con una amiga que estaba en un centro y le pregunté que qué tal. Yo estaba de acogida en casa de una tía mía. A los profesores les dije que no estaba bien. Y ellos vieron por las notas que algo me pasaba. Y preguntaron en mi familia de acogida, en casa de mi tía. Yo tenía mis pruebas, las fotos. Me había buscado la vida para demostrar la verdad. Porque un maltratador nunca dice: ‘Sí, la he maltratado’. Los de los servicios sociales me avisaron de cómo sería todo. Pero yo ya estaba convencida de lo que quería hacer, quería volver a mis notas, a estar bien, tener un futuro. Y me vine al centro. Lo más duro fue que en el instituto donde yo iba desde pequeña, tuve que explicar por qué ya no estaba en mi casa. Los educadores me preguntaron si quería cambiarme de instituto y al principio dije que no. Pero luego, te vienen recuerdos, te da ansiedad por ver que ese es el sitio en el que te sentabas cuando eras pequeña, por creer que te vienen a buscar. Y me cambié. En Navidad. Empecé como nueva y a nadie le importa si voy a un centro o si no”.

Azul (16 años): “Mi padre lo tuvo que aceptar. No le quedó más remedio. Yo había estado en dos familias de acogida, tutelada por Servicios Sociales. Después la tutela pasó a mii padre. Pero él no podía manejar sus asuntos y lo pagaba conmigo, por así decir. Ahora le están ayudando con un psicólogo. Voy a verlo los fines de semana”.

Sara: “Cuando tú dices que eres de un centro siempre te preguntan lo mismo: ‘¿Y qué has hecho?’. Y tú no has hecho nada. Te han hecho algo a ti”.

Abel: “No podía estar más tiempo fugado. Seis meses era mucho. Y me entregué a este centro. No me regañaron al entrar. Me pusieron la cena. Y me hablaron al día siguiente. Hice un trato con el educador, ahora estoy bien, hago mis cursos, uno de reparador de móviles, que no es lo mío, y otro de albañil, que sí me gusta. No me fugo. Me fumo mis porros fuera, pero nada más. Los educadores aquí me apoyan en todo. Esto tiene sus reglas, pero los educadores están ahí, intentan que te sientas bien. Son lo más parecido a una familia. Yo he tenido a mi familia, a mi madre, pero, en el fondo, no la he tenido, porque no he podido contar con ella, ni contarle mis problemas”.

Un menor, en su habitación, en un centro de Segovia.
Un menor, en su habitación, en un centro de Segovia. Andrea Comas

Azul: “Yo estoy en un centro especial, que se llama de alta intensidad [centro en el que se intensifican los controles por la vulnerabilidad de los menores y por el riesgo que corren]. Tiene muchas normas. Algunas absurdas. No te puedes dar un abrazo con tu compañero, porque es una ‘conducta sexualizada’. Los educadores nos establecen una rutina, todo tiene una hora. Hay muchos protocolos. El de mesa, por ejemplo, es así: tenemos que poner la mesa, comer cada uno en nuestro sitio asignado y quedarnos ahí hasta que todo el mundo acaba. Y luego, a nuestro cuarto. Si haces algo mal, pues reparación, que puede ser práctica o escrita. Práctica es que tú reparas lo que has roto. Escrita es que respondes a ciertas preguntas, por qué has hecho eso, cómo debes de actuar la próxima vez… Todas las normas son muy generales, nunca hechas para un caso concreto. Si un niño ha tenido problemas y pega un chillido, le hacen lo mismo que a otro que ha robado o lo que sea: una contención, que es que te tiran al suelo y te reducen. Es duro ver cómo hacen contenciones a tus compañeros, porque al fin y al cabo convives con ellos y estás 24/7 con ellos, comiendo con ellos, viendo la tele, riendo… Es muy duro e impactante”.

Pablo (16 años): “Yo en mi casa no quería hacer nada, no hacía los deberes, y ahora en el centro estudio, hago los deberes y saco buenas notas. Mi padre se emborrachaba y pegaba a mi madre. Y los educadores sabían lo que me iba a pasar en vacaciones si estaba en casa. Yo estoy muchísimo mejor en el centro a como estaba en casa”.

Noemí (18 años): “Llegué a los 12 años de Colombia, adoptada. Pero mi madre española no hizo carrera de mí. No se adaptó a mí ni yo a ella. Y a los 14 ingresé en un centro. Ahí seguí siendo un poco mala, seguí portándome mal”.

Lo más duro fue explicar en el instituto por qué ya no estaba en mi casa

Marta (15 años): “Si yo quiero, puedo salir con amigos o familiares, no estoy presa. Esto es un centro de protección, no de reforma. Pero para pasar la noche fuera, necesitamos autorización. Mi tutela la tiene la comunidad autónoma. Por eso, para ir al médico o para operarme, pues tiene que firmar mi tutor”.

Azul: “A mí me dan 15 euros a la semana de paga”.

Pablo: “A mí me dan más, 20, pero me apartan siete para guardarlos para cuando cumpla los 18 años”.

Sara: “A mí también me guardan dinero para cuando tenga los 18″.

Marta: “Siempre hay cosas que... Las circulares que nos dan en el instituto, por ejemplo. Siempre ponen padre o madre. Justo esta semana nos han dado una circular que yo no puedo rellenar, que pone padre o madre. Te hacen preguntas para una estadística: cuántos libros tenéis en casa, cosas así, y mi tutora no puede firmarla, porque no es real. A lo mejor tenemos 50 libros, en el centro, pero no es real. O te hacen cuestionarios: en qué trabaja tu padre o tu madre… Esas tonterías, ¿y tú qué pones?”.

Sara: “Los compañeros del instituto te preguntan: ‘¿Podemos hacer un trabajo?’. Y yo les respondo que estoy en un centro, tengo algunas normas y ya, pues te hacen la pregunta: ‘¿Qué has hecho?’. Y yo: ‘Nada, es por problemas familiares, que tal y que cual’. Nuestra situación es una cosa que se desconoce, si se normalizara más, pues estaría mejor y no pasarían estas cosas, con estas preguntas, que no sabes ni qué decir”.

Una menor recoge la comida en el centro de menores Juan Pablo II de Segovia.
Una menor recoge la comida en el centro de menores Juan Pablo II de Segovia. Andrea Comas

Pablo: “Yo muchas veces, sin querer dar explicaciones, las he tenido que dar porque si no se malinterpretaba. O en clase mismo, yo me siento muy incómodo cuando te preguntan qué tal con tus padres, qué tal el día a día, y yo tengo que contar lo que hago en el centro, y pienso que lo van a saber todo y te sientes mal. El otro día, para una cosa de medioambiente, nos preguntaron cuántas lavadoras poníamos en nuestra casa. Yo estoy en una unidad de siete personas, siete menores. ¿Y qué digo ahí? Me inventé que tres y ya”.

Sara: “Yo me he fugado una vez. No me castigaron mucho por eso: dos días sin salir y retirada de paga. Me fugué porque estaba nerviosa, en la calle vi a una persona que me produjo mucha ansiedad. Y no volví al centro. Me vine muy abajo, me encontré con un amigo y me fui con él. No es que me fuera de fiesta. En ese momento el centro me producía más ansiedad todavía. Porque, si hubiera ido en ese estado, me hubieran dicho, vamos a dar una vuelta con una educadora. Y a mí eso no me sirve de nada. Prefiero hacerlo sola, pasear, ir por ahí, escuchar música, me siento mejor. En el centro sientes que te vuelven a atrapar, no sé, es algo muy raro”.

Azul: “Yo me escapé hace seis meses, cuando llevaba tres en el centro y aún no tenía salidas programadas para ver a mi padre. Tenía todo el tiempo a un educador detrás de mí, como una sombra, y no podía hacer vida normal. Así que una compañera y yo dijimos: ‘¿Nos vamos?’. Y nos fuimos. Y estuvimos un día y medio por ahí, hasta que nos pilló la Guardia Civil. El castigo fue estar dos días encerradas en la habitación, con un educador pendiente, haciendo fichas de asignaturas”.

Raúl (41 años): “Yo me fugaba cuando tenía 12 años, cada viernes, para que no me entregaran a mis padres y tener que pasar con ellos el fin de semana. Una hora o media hora antes de que llegaran saltaba la valla y me iba por ahí, muchas veces a casa de un amigo del colegio. Su madre me acogía. Era —es, porque aún vive— una persona maravillosa e inteligente, que no hacía preguntas. Con mis padres tenía que ir a una chabola o a la calle. Había peleas todo el tiempo entre mi madre y la otra mujer de mi padre, que se mataban entre ellas. Se tiraban ceniceros o platos a la cara. Y mi padre, para separarlas, les pegaba”.

La droga te quita las penas y los problemas. Por eso cada día quieres más

Noemí: “Me fugaba constantemente, estaba fuera semanas, y ahí consumía: marihuana y hachís. Los educadores ponían una denuncia cuando estaba fuera 24 horas, pero la policía no me buscaba ya mucho, porque era perder el tiempo, decían. Aunque alguna vez sí que vi que llevaban una foto mía en el coche patrulla para ver si me veían. Me iba con mi pareja, que también consumía y que vendía drogas. Mi madre notó que empezaba a estar mal y me lo decía. Yo tenía una amiga en el centro, Julia, que hacía lo mismo que yo: se escapaba todo el rato, también iba con una pareja que consumía y vendía droga, se dedicaba al narcotráfico chiquito. Fumábamos mucho, las dos: ocho o nueve porros al día. La droga es como tu mano derecha, te quita las penas y los problemas. Por eso cada día quieres más”.

Raúl: “Aprendí a mentir. Me hice mentiroso. Una de las razones por las que me gusta escribir es porque yo me inventaba historias cuando iba con mis padres los fines de semana. Les mentía durante horas y horas, cada vez que veía que había un momento de tensión en que se iban a pelear. Llamaba su atención y me inventaba una historia, una historia de la hostia, como que había habido un incendio en el colegio, y así lograba que estuvieran pendientes de la historia y no se pelearan. Por un ratito”.

Sara: “El otro día estuvimos hablando en el centro de los casos de las chicas que salieron en la prensa. Y de la prensa en general. Y muchos niños estábamos de acuerdo en que por ser niños de centros sacan noticias que no sacarían si fueran niños de su casa. Por ser de centros es más fácil que salgan noticias cuando haces algo malo”.

Azul: “A mi centro han venido algunas chicas que han estado explotadas sexualmente por redes. Estaban en otros centros y han sido derivadas a este de alta intensidad. Y me han llegado a decir que estaban mejor en la calle que en el centro. Porque supongo que ahí tenían su dinero, sus cosas, se sentían más libres. Aunque supongo también que para la edad que tienen no era la libertad que les conviene”.

Abel: “Yo he conocido algunas chicas así en un par de centros. Empiezan porque quieren dinero. Para sus cosas. Quieren ropa cara, ir de fiesta. Y droga. Y un chaval, de fuera o de dentro del centro, las mete. Y para la chica, al principio es una tontería, pero cuando se quiere dar cuenta es una puta. La droga cuenta mucho. Al final todo el dinero es para la droga. No robas para comer. Robas para drogarte”.

Una cartel informativo en el centro de menores Juan Pablo II de Segovia.
Una cartel informativo en el centro de menores Juan Pablo II de Segovia. Andrea Comas

Noemí: “Yo noté que estaba al borde de un abismo. Pero algo dentro de mí hizo clic. Fue el día en que me detuvieron por desacato a la autoridad, por pegar a un policía. Entonces ya vendía droga junto a mi pareja. Toqué fondo. Y quise salir. Volví al centro. Me madre ayudó. Dejé a mi pareja, porque no encajaba con el cambio que yo quería dar, él me metía en muchos problemas, con él no estaba bien. Mi amiga Julia iba como yo. La diferencia es que ella no tenía a nadie. Su madre se dedicó durante un tiempo a la prostitución. Su novio la maltrataba, le pegaba. Él también había sufrido palizas de pequeño. El enganche de Julia con su novio era muy fuerte, como yo con el mío, como la droga. Una vez lo dejó, quiso cambiar, hacer lo mismo que yo. Vino al centro, tenía morados, arañazos, un esguince en el pie. Estaba feíta, delgada. Pero no contaba nada. Había que sacárselo todo con sacacorchos. Le daba miedo salir a la calle. Por si se encontraba con su novio. Al final lo denunció, se puso bonita, engordó, dejó de fumar hachís por un tiempo y dijo que iba a dejar la droga, que iba a portarse bien, pero algo sucedió, no sé, el dinero fácil, lo del esfuerzo le costaba mucho. No lo consiguió. Sé que tuvo tratos con una proxeneta conocida aquí, de veintitantos años, con muchos seguidores en Instagram, que tenía un piso, que se queda con el 50% del dinero”.

Raúl: “El pensar que a los 18 años me tenía que ir del centro cambió mi vida desde niño. Me dio una concepción del tiempo brutal. Las preguntas son siempre las mismas: Qué va a pasar conmigo, dónde voy a acabar, quién está ahí para ayudarme. Cada año que pasaba era una angustia mayor”.

Sara: “Angustia no, pero, bueno, sí miedo. Sabemos que no estamos completamente solos, aunque no tengamos familia. Hay talleres para aprender oficios, pisos de emancipación a los que puedes ir con 18 años”.

Por ser niños de centro sacan noticias que no sacarían si fueran niños de su casa

Abel: “Yo tengo miedo. Estoy haciendo cursos para cuando salga fuera, pero no es como otro chaval que tiene a su madre. Yo cuando salga estoy en la calle. Puedo ir a casa con mi madre, que vive con mi abuelo, pero, buf, no me conviene. Hace muchos años que yo no le pido nada a ella y que ella no me pide nada a mí. A mí me da miedo salir y verme en la calle”.

Noemí: “Yo estoy en un piso de la Cruz Roja para mayores de 18 años. Me estoy sacando la ESO en un curso para adultos. Con buenas notas. He perdido el contacto con Julia. No sé qué ha sido de ella”.

Raúl: “He arrastrado miedos y soledad toda mi vida. Miedo no solo a estar solo, sino a no entender la sociedad. Yo no sabía lo que era tener una familia. No tengo a mis padres, no los tuve, ni a mis tíos. Yo no tengo a nadie. A mi mujer le pasa algo y llama a su madre. Yo no. Miras para atrás y solo hay un centro. Nosotros no vivíamos la vida cotidiana de los demás, con sus alegrías y tristezas, para nosotros la vida era era centro, centro, centro, paredes. Tardé mucho en tener hijos. Tenía miedo. A que les pasara algo, a que me los quitaran. Y eso que mi mujer tiene un buen trabajo y yo también. Pero los miedos nunca se van. Cuando has conocido la desgracia…. La vida, en un porcentaje muy alto, es suerte. Y yo ya sé lo que es caer del otro lado”.

Abel: “Yo cuando salga no iré a Madrid. Es muy grande, ahí está mi familia. Yo quiero empezar en otro sitio. Quiero desaparecer del mapa, irme a otro lugar y formar una familia”.

Ana: “Yo sé que todo esto sirve de algo, te hace madurar, te hace ver que no todo es tan bonito, que no todo va bien en la vida. Yo quiero irme cuando salga de aquí. Porque estar aquí, en esta ciudad, me hace recordar todo lo que he vivido. Así que prefiero irme, empezar de cero y estar bien”.

Raúl: “A los 18 años me fui a Berlín. No hablaba ni una palabra de alemán. Era la soledad más absoluta. Pero con una diferencia: podía ser quien yo quisiera. Estuve cuatro años. Volví. Me ha ido bien. Pero, en fin… Los chicos como yo hemos crecido sin comprender bien por qué nos ha pasado lo que nos ha pasado, creyendo que todo lo demás es fantástico y tú eres un desgraciado. Creces pensando que tus padres te han rechazado o no te han cuidado bien, con sensación de culpa. Tú también te preguntas: ‘¿Habré hecho algo?”.



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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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