Hombres que pierden el control
El mayor peligro aparece cuando el maltratador percibe que ya no tiene el dominio sobre la mujer que pretende tener subyugada
No se dejen confundir por la ambigüedad de este titular. La violencia machista, y especialmente la que mata, no es un estado de enajenación en el que un hombre pierde el control de sus actos, alguien que fuera de sí mismo se ofusca y agrede. Incluso en el caso de palizas o agresiones súbitas, frecuentes en la relación con un maltratador, esa pérdida aparente de control no deja de ser un ritual que sirve a dos propósitos: dar satisfacción íntima a su ansia de dominación y provocar en la víctima un estado de pánico insuperable, de parálisis. No hay nada peor que no saber cuándo te caerá el próximo golpe o qué nimiedad le hará estallar de nuevo. Ese mecanismo repetido de violencia arbitraria y caprichosa provoca en la víctima una inseguridad extrema, un sinvivir permanente, una alerta angustiada que la debilita y la deja sin defensas.
De modo que no, ni siquiera en esos casos hay que caer en la trampa de pensar que el hombre maltratador ha perdido el control. Mucho menos todavía en las muertes planificadas. Los asesinos saben perfectamente lo que hacen, calculan sus movimientos e incluso si, como en el caso de Tenerife, hay cierto grado de improvisación, son en todo caso conductas racionales y con pleno dominio de la situación.
Lo que sí han perdido estos hombres es otro tipo de control: el que ejercen sobre la mujer que consideran de su propiedad y que pretenden subyugada porque de ello depende su propia identidad. Esa pérdida de control es el desencadenante de un proceso mental que puede acabar en el asesinato. O, como en el caso de Tenerife, en la violencia vicaria. Más que quitarle la vida a la mujer sobre la que ha perdido el control, lo que le importa al maltratador es provocarle un dolor insoportable de por vida, aunque sea a costa de matar a los hijos, a los que puede sacrificar porque también los considera de su propiedad. De eso va la cultura machista.
¿Cuándo hay que salir corriendo? A la primera bofetada, si es posible. Pero si ya se ha entrado en el bucle del maltrato, una señal de peligro extremo es cuando el hombre expresa de algún modo que le importa más el control que la vida. Incluso que su propia vida o la de sus hijos. El “te mato y me mato”. En ese punto, muchas mujeres ya han perdido la capacidad de reacción y en este caso la actitud del entorno es crucial. Pero algo falla en la capacidad de reacción social ante el maltrato porque solo el 2% de las denuncias provienen del entorno de la víctima.
El hombre maltratador no nace. Se hace. Y la mentalidad machista que lo impulsa se crece con los aplausos que recibe Plácido Domingo. O cuando ve que alguien famoso, como Diego El Cigala, es detenido por lo mismo que él hace. Y se refuerza cuando desde las tribunas políticas, Vox pone en cuestión la veracidad de las denuncias y presenta a las feministas como comandos de guerra que quieren arrebatar a los hombres su posición de dominio. Los maltratadores no soportan perder el control. Eso es lo que lleva a algunos a matar. Y cuando uno mata, otro se siente legitimado para hacerlo también. Al maltratador dispuesto a matar no le hacen ninguna mella las velas encendidas. A quienes sí deberían interpelar esas velas son a las personas que están en el entorno de la víctima. Las que saben que algo va mal y no se atreven a ayudarla. Por no inmiscuirse, por miedo a complicar las cosas o incluso porque la víctima no quiere. Es difícil intervenir, pero cuando la violencia machista mata y se cobra tantas víctimas, deja de ser un asunto de la esfera privada.
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