Crimen de El Molar: cuando el asesino machista acaba con todo
Los llamados homicidas suicidas buscan el control absoluto, según los expertos
Fausto acabó con la vida de su mujer, mató a su hija y se suicidó, según la principal hipótesis de la investigación abierta el martes por la Guardia Civil, tras hallar tres cadáveres en una vivienda de El Molar, en Madrid. Todo se destapó cuando los bomberos, que iban a extinguir un fuego en la vivienda, encontraron los tres cuerpos. Es un caso de violencia machista muy extremo, en el que el agresor no acaba solo con su mujer o ataca a los hijos —en una variable conocida como violencia vicaria, en la que busca hacer daño a la mujer donde más le duele—, sino que acaba con todo, incluida su casa y su propia vida. ¿Cómo de común es este patrón? ¿A qué responde que además se suicide?
El forense Miguel Lorente, que también es ex delegado del Gobierno contra la Violencia de Género, lo encuadra en un concepto llamado “homicidio suicidio”, que explica así: “Acabo con lo que es mío, acabo con mi huella y me suicido para no responder por mi crimen”. Lorente considera que esta forma de actuar “se da más en parejas que aún conviven y en casos donde el agresor castiga más con violencia psicológica en lugar de física. Ellos mantienen un control muy estrecho sobre sus parejas, lo que facilita que sea menos percibido también por el entorno”. En el caso de El Molar, los vecinos recalcaron que no habían visto ni oído nada.
“No había denuncia, no solo legal, sino tampoco de la gente cercana, no había grandes broncas. La violencia psicológica es más sibilina, pero hay que entenderla no solo como humillación o insulto, sino como parte del control, del manejo de la situación. El hombre controla el mundo en el que vive”, añade Elena Hermo, psicóloga de la Asociación de Asistencia a Víctimas de Agresiones Sexuales y Violencia de Género. Subraya que en este caso, el hecho de que la vivienda estuviera en llamas puede explicarse con “ese intento de control total: las mato, me suicido y quemo la casa”.
Tanto Hermo como Lorente advierten de que no son situaciones tan infrecuentes. Lo que ocurre es que las estadísticas no reflejan bien esa realidad por una cuestión de plazos. España empezó a contabilizar a las asesinadas por violencia de género de forma oficial en 2003 (con el caso de El Molar serían ya 1.083 mujeres). Los hijos a los que también matan se contabilizan desde 2013 y solo se consideraron víctimas directas de violencia machista desde 2015. Son ya 37 menores, 38 con Isabel, la hija de la pareja de El Molar, que tenía 11 años.
Los datos oficiales muestran cómo hubo 218 hombres que se suicidaron tras asesinar a sus parejas o exparejas. Es decir, uno de cada cinco agresores machistas después acabó con su vida. Y otros 143 (el 13%) lo intentó. Esa actuación, como señala Lorente, puede esconder, por un lado, que no quieren responder por su crimen y, por otro, que ya no encuentran motivos para vivir.
“Puede ser que la vida deja de tener sentido para ellos, pero me parece importante señalar que en este caso el hombre no acaba con su jefe ni con un compañero del taller [el presunto asesino era mecánico chapista y acababa de pasar por un ERTE]”, señala Yolanda Bernáldez, psicóloga y presidenta de la Asociación de Psicología y Psicoterapia Feminista. Bernáldez subraya que, aunque los procedimientos o las conductas de los agresores machistas sean diferentes —atacar a la mujer, a los hijos o arrasar con todo—, “la causa es la misma: ejercer el poder que creen tener sobre la vida de las mujeres. Nos miden como objetos de su propiedad, a los que arrebatar la vida. Por eso atacó a su mujer y no a sus compañeros. Por eso quemó su casa y no el taller”.
Dominio y miedo a la sanción penal
La psicóloga experta en igualdad y violencia de género Ángeles Hernández Pachón explica que la violencia machista se ejerce en diferentes formas y grados, pero el objetivo siempre es el mismo. “Esta tragedia no es una acción puntual, sino el final de una serie de agresiones contra la mujer con el objetivo de perpetuar el dominio sobre ella. La idea de pertenencia justifica para el agresor el derecho a decidir sobre su vida y sobre su muerte”. La acción violenta de terminar con sus vidas, sostiene Hernández Pachón, tiene el fin de castigar, dominar y decidir sobre todo lo que el agresor siente que le pertenece: su mujer, su familia y su espacio. “Persigue mantener el orden patriarcal como fin principal, más allá de las propias muertes y los daños ocasionados”, añade. “Es difícil poder entender, desde el punto de vista psicológico, las emociones del agresor para cometer un acto como este”, zanja la experta.
“El agresor se suicida después de acabar con la vida de las víctimas, por tanto, se entiende que el suicidio no es el objetivo principal, sino secundario al asesinato”, indica la psicóloga, que considera que ese acto puede responder al miedo a la sanción penal y social, pero también puede entenderse como la finalización de la propia tarea de dominación y control que el agresor ha venido ejerciendo. “Si el asesinato se produce como la expresión del machismo, el suicidio también. Sería como otra forma extrema de dominación, en la que el asesino suicida lanzaría un mensaje a la sociedad de sanción machista y de conducta heroica para mantener la norma patriarcal”.
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