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“Ha muerto Carmen y tantos otros a los que despido con un abrazo no dado”: la crónica de una superviviente

La sección 'Historias de la pandemia' cierra con una selección de siete testimonios de lectores que se han curado o que miran hacia adelante a pesar de la pandemia

Ilustración de Denís Galocha.
Ilustración de Denís Galocha.

EL PAÍS termina con esta selección de cartas la serie de historias personales enviadas por los lectores sobre la pandemia. Cientos respondieron con sus relatos y experiencias a la invitación de la Redacción.

Estoy aislada en una habitación de hospital sin poder salir y sin que nadie pueda venir a verme. La ventana de la habitación me comunica con el exterior. Desde la cama veo un cielo azulado con pinceladas de nube y una mimosa un poco deslucida, que se perfila en el cielo aportando verdes y amarillos. Alguna gaviota atraviesa ese fragmento de cielo de vez en cuando, gritando con estridencia marinera a los cuatro vientos. Veo también una grúa. Si me levanto veo más, veo un edificio en construcción, no sé si es la futura estación de autobuses o un edificio aledaño. Veo la ETB y sus enormes antenas parabólicas posadas sobre el tejado, como naves que llegaron del espacio. Y si me asomo un poco más veo ambulancias aparcadas y un poquito de hierba, muy alta. La hierba sigue creciendo a pesar de que el mundo se haya parado, afortunadamente la primavera no entiende de paradas.

El sonido también me conecta con el exterior. Las voces de las enfermeras enviándose instrucciones unas a otras, “Pásame unas tijeras porfa, ¿tenéis mascarillas a mano? ¿quién está en la 108?”. Los ruidos de carritos atravesando el pasillo, los timbres y las ambulancias. Desde el silencio de mi habitación escucho todo lo que pasa fuera. Sé que Mercedes les está poniendo difícil el día. Sé que la tratan como a una niña pequeña y le piden con amor maternal que deje de portarse mal, pero Mercedes no atiende a razones, por demencia, por miedo o simplemente por mala leche, quién sabe. Sé que ha roto el empapador y lo ha desperdigado por el suelo, Sé que se ha quitado el pañal y ha orinado en la cama. Sé que al cambiarle las sábanas y limpiarlo todo de nuevo se ha vuelto a orinar. Sé que las enfermeras corren desesperadas porque hay mucha gente a la que atender. Cuánta dedicación y cuánto amor. Aplaudo en silencio, ¡qué bien nos cuidan!; a Mercedes, al señor de la habitación contigua que tose-tose-tose, sin parar y hasta a la señora maleducada, a ella también la cuidan bien.

—¡Socorrooooo! ¡socorrooooo! Cuando salga de aquí no me voy a olvidar de vosotras, ¡y a ti te voy a ver!, sí, a ti, ¡puta! Yo me voy a mi casa, que yo tengo casa. ¡Qué hago yo en este cuchitril! ¡La madre que me parió! Y a ver qué almohada me ponéis, que me vais a poner una almohada vieja como yo. ¡Que me pongáis una almohada buena! ¡La madre que me parió! ¡Vagas, que sois unas vagas!, que cobráis por no hacer nada.

Aplaudo la profesionalidad de la enfermera, que va y le contestan con dulzura: “Cariño estate tranquila que todo va a ir bien”.

—¡Qué cariño, ni que cariña! — responde; a mí no me llames cariño, que no me conoces de nada. ¡La madre que me parió!

Aplaudo en silencio la paciencia de los profesionales que nos cuidan.

Y está Carmen, a la que también llaman cariño, sin recibir respuesta, y sé que es mayor y sé que está muy enferma.

La lectora, en el hospital.
La lectora, en el hospital.

El hospital es tiempo de espera. Esperar a curarse. Esperar a que venga el médico y ponga palabras a nuestros miedos. Esperar a que nos tomen el pulso y la temperatura, a que nos saquen sangre o a que nos chuten los medicamentos. Esperar el cambio de sábanas, la limpieza de la habitación, el aseo y el camisón limpio y planchado. La limpieza produce bienestar. Las blancas sábanas en la cama recién hecha producen bienestar. El hospital es tiempo de espera. Esperar a que entre una persona enfundada en plástico y coloque una bandeja sobre la mesilla, con táperes precintados que anuncian arroz con verduras y merluza a la “ondarresa”.

Aquí las horas parecen también enfermar, caminando lentamente, arrastrando los minutos con dificultad. El tiempo no es siempre el mismo, nos engañaron. El tiempo acompaña a la vida y baila con ella al ritmo que esta marca. La enfermedad enferma al tiempo y lo ralentiza. La felicidad en cambio marca un tempo más rápido –allegro, vivace, presto– y las manecillas giran alegres, dando vueltas y vueltas, y un-dos-tres, y un-dos-tres, al son de un vals festivo. El hospital es tiempo de espera y yo espero – tempo lento, largo, larghissimo-— y van pasando los días.

Ingresé un viernes a la noche con un cuadro de neumonía covid-19. Un “cuadro” desconocido. Arte moderno a falta aún de ser comprendido. Llevo unos cuantos días aquí. Hoy es martes y es un día triste, hoy ha muerto en el hospital de Basurto una mujer llamada Carmen. He escuchado muchas veces su nombre, pero nunca su voz. Solo sé que cada vez que entraban a atenderla todo eran palabras de cariño, Carmen cariño, Carmencita, hola Carmen bonita ¿qué tal estás? Acaba de morir. He oído a la enfermera, como la llama: “Carmen, Carmen”. Veo sin ver que la zarandea un poco queriendo despertarla. Y lo he sabido, no he necesitado oír más que ese nombrar su nombre para saber que Carmen se ha dormido para no despertar nunca más. La enfermera ha salido de la habitación y ha llamado a una compañera: “Que creo que... que entres a mirar porfa...”. Luego el silencio. Y lloro su muerte. Me gustaría poder abrazar a su familia y decirles que Carmen ha muerto en paz y dignamente. Decirles que a pesar de estar sola en la habitación ha estado bien atendida, como lo estoy yo, y que ha recibido mucho amor, como lo estoy recibiendo yo. Me gustaría decirles que yo perdí a mi madre a finales de 2018 y que también se llamaba Carmen. Me gustaría decirles que yo tampoco pude estar con ella en su último momento, pero saber del amor que recibió me reconforta. Y para reconfortarles a ellos me gustaría que supieran que su Carmen también ha recibido amor en estos sus últimos momentos. Estoy segura de que Carmen, sin conocerla, ha sido una madre amorosa, una abuela querida y una buena persona, como lo fue mi madre. Y de repente pienso que la vida me ha traído hasta aquí por algo, y de repente pienso que soy afortunada porque respiro. He llegado hasta aquí para sentir el amor en su dimensión más grande y eso me convierte en afortunada. Hoy ha muerto Carmen y tantos otros, a los que despido con un abrazo no dado, pero no por ello menos intenso. Descansen en paz.

Pasados unos días me dan el alta. Al salir de la habitación veo ese pasillo desconocido que la fiebre me impidió ver con claridad el día del ingreso. Lo atravieso despidiéndome emocionada. Sé que detrás de cada puerta alguien espera, siente, recuerda. Me despido de todos ellos sin palabras. Una enfermera galáctica me espera en la entrada, atusándose un moño inmenso. Con una maniobra que ni la más virtuosa ingeniera aeroespacial conseguiría, redondea el moño, sujeto por un bonito gorro quirúrgico y envuelto a su vez en papel film transparente. Las manos con guantes. El cuerpo enfundado en un mono de plástico blanco. El calzado envuelto en bolsas de plástico, atadas con cinta a los tobillos. Pienso en la princesa Leia.

—Tu hijo te espera fuera— me dice.

Fuera mi marido me abraza sin hacerlo, con una sonrisa. Hola, le digo, me acaban de confundir con tu madre, debería de teñirme el pelo. Reímos. La hierba del pequeño jardín que bordea el pabellón Revilla está recién cortada y me anuncia que el mundo ha empezado a rodar de nuevo, y un-dos-tres, y un-dos-tres.

“No sabemos si volveremos a verte, pero ha sido muy grande haberte conocido, papá”

Federico Fernández Andrés | Madrid

Federico Fernández Álvarez era el menor de seis hermanos, nació en Madrid en el año 1932, con la República. Prácticamente al nacer enfermó de poliomelitis, lo que le imposibilitó andar. Recordaba cómo su madre, de muy pequeño, le llevaba al hospital. A los pocos años falleció su madre, a la que tuvo un cariño especial, y con cinco años lo trasladaron a Valencia por la Guerra Civil, allí estuvo ingresado en un hospital hasta el final de la guerra. Contaba que rezaba para que le dieran de comer en el hospital.

Volvió a Madrid tras la guerra a vivir con su padre y hermanos a su antigua casa. Como todos trabajaban él cocinaba para ellos y su padre, salía a la calle a jugar a gatas porque no podía andar. En los partidos de fútbol se ponía de portero lo que le permitía integrarse con el resto. Desgraciadamente su padre, aficionado taurino y alcohólico, se ocupaba poco de sus hijos y se volvió a juntar con otra mujer con dos hijos que también se daba a la bebida y con la que tendría otros dos hijos. Él lo pasó muy mal en su etapa infantil y hablaba poco de ello, su mente tuvo que pasar página para seguir adelante.

Según se fue haciendo mayor se sometió a varias operaciones que le permitieron andar de forma autónoma. Aprendió el oficio de zapatero.

Con su pandilla de amigos salía por el barrio. Conoció a su esposa porque, con otros amigos, recitaba canciones en el patio donde vivía ella. Finalmente se hicieron novios y se casaron. Como tenían muy pocos medios, las fotos de la boda las hicieron en el patio de vecinos. Fueron a vivir a casa de su suegra, conviviendo con una hermana y la madre, donde se alojaron en una habitación. Allí tuvieron dos hijos. Dormían los cuatro en la misma habitación, el matrimonio en una cama doble y los hijos en una litera. Se quedaron en esa casa hasta que pudieron alquilar una vivienda en el centro de Madrid, en Malasaña. La reformaron y con el paso de los años pudieron adquirirla en propiedad.

Le gustaba mucho viajar y debido a la infección auditiva de su hijo menor, en los meses de agosto viajaba Alicante. En un principio se alojaban en una pensión, viajando en un sidecar con su esposa e hijos. Más tarde adquirió su primer coche, adaptado para minusválidos porque una pierna no podía moverla prácticamente. Lograron integrarse perfectamente en un grupo de madrileños que se colocaban en una zona de la playa, debajo de los antiguos pabellones de vestuarios.

Alternó su trabajo de zapatero con el de repartidor de prensa en Abc. Con el paso del tiempo pudo adquirir un local en el mismo edificio de su vivienda y allí montó su propia zapatería hasta que se jubiló. Pudo pagar el coste de los estudios de sus hijos, llegando ambos a licenciarse en Derecho.

Debido a que su esposa tenía bronquitis crónica tuvo que cuidar de ella hasta que falleció. Ya por dicha época se ayudaba de un bastón para andar y debido a que le comenzaron a fallar ambas piernas tuvo que andar con muletas, haciéndolo durante varios años y viviendo de forma autónoma en su propio piso.

A partir de los 83 años y debido a que no tenía suficiente fuerza en sus brazos tuvo que manejarse en silla de ruedas, pero pudo mantenerse en su vivienda, asistido por cuidadoras.

Federico ha demostrado una capacidad impresionante de supervivencia y superación, ya que pese a las dificultades que encontró en su vida salió adelante de forma ejemplar.

Pese a las terribles circunstancias que le tocó vivir, mantuvo una honestidad increíble, siempre cuidó de su familia, tanto de sus hijos y esposa como de sus hermanos y sobrinos, ha sido muy querido en los lugares donde vivió y viajó y es muy difícil encontrar alguien que pueda decir algo malo de él.

De profundas convicciones de izquierdas, pero muy respetuoso con otras ideologías y con la religiosidad e ideas conservadoras de su esposa (mantiene aún en su vivienda las imágenes religiosas de esta), es seguidor y socio del Atlético de Madrid y del fútbol en general que siempre le ha encantado y ha sido un conductor excelente. Con 81 años se examinó del carnet, dando muestras de gran destreza en la conducción de su vehículo.

Federico Fernández Álvarez.
Federico Fernández Álvarez.

Siempre ha mantenido su peinado hacia atrás y su bigote, recordándole su esposa siempre qué presumido era. Ha ayudado a todo lo que ha podido y ha visto en malas circunstancias y ha sabido ser muy respetuoso y nada ambicioso y estar por encima de comportamientos negativos, manteniendo en todo momento una ética admirable. Le encantan los niños y es especialmente entregado a ellos.

Tiene 88 años, pero aún se conserva físicamente en buenas condiciones, en Malasaña era conocido como el zapatero del barrio. Pensionista, por su forma de ser no ha llegado a alcanzar un patrimonio económico destacado, pero su patrimonio humano es demasiado grande, merece seguir viviendo a pesar de estar ingresado desde hace 20 días, justo el Día del Padre, en el Hospital Fundación Jiménez Díaz de Madrid por un posible ictus y haber sido diagnosticado con coronavirus.

Carta que le escribí a Federico Fernández Álvarez cuando nos dijeron que estaba a punto de fallecer por el coronavirus.

Papa, lo siento, no estoy pudiendo ir a verte y poder echarte un cable, ayudarte en lo que sea, decirte veinte mil veces que te queremos mucho, lo que la gente se acuerda de ti o contarte que podremos volver a hacer cosas juntos o cómo es la habitación que te hemos preparado o hablar de cómo está la política, no sé, muchas cosas. Sinceramente ir y pillarlo me da un poco igual, ojalá me pudiera sustituir por ti, te imaginas entre los dos nos turnaríamos, tú has pasado una parte de la enfermedad y saldrías y ahora me tocaría a mí y entre los dos venceríamos al virus, el problema es la gente que me rodea.

Cuando falleció mamá, prometí que intentaría estar pendiente de ti, lo he hecho muy a medias pero bueno, me asombró cómo la cuidaste a pesar de tu minusvalía. Me pareció increíble cómo ibas al Hospital en coche o en taxi con lo que te costaba subir las escaleras, solo un peldaño era muy difícil para ti, y allí estabas todos los días, y estabas a veces sin hablar porque sabías que con tu presencia bastaba y aunque intentabamos hacer turnos, en realidad quien estabas eras tú. Tu entereza de espíritu y de ánimo fue increíble.

Y sí que me he dado cuenta durante todo este tiempo y durante mucho tiempo atrás que nos has querido proteger y que pudiéramos salir adelante con nuestros planes de vida, que estudiáramos, que viajáramos, que emprendiéramos proyectos, muchos que posiblemente ni entendías, pero te daba igual, bastaba que fuéramos felices. Siempre antepusiste nuestra felicidad a la tuya, qué grandeza, qué ejemplo de vida.

Ya no sé si despedirme de ti o darte muchísimos ánimos para seguir adelante, solo deseo que no sufras y que llegado el último momento sea dulce para ti.

Mereces mucho más quizás de lo que la vida te ha dado, pero también me alegro de lo que has vivido y disfrutado. Si nos dejas será muy duro para mucha gente, quizás más de la que imaginas porque no podrán volverte a ver en tu balcón, saludando a tus vecinos, divirtiendo a los niños o tomando el sol. Será tu balcón porque tú lo conquistaste para siempre.

Aquí yo y tu silla de ruedas, demasiado desconsolados... No sabemos si volveremos a verte, pero ha sido muy grande haberte conocido, papá. Gracias por todo.

Finalmente, tras más de tres meses aislado primero en el hospital y luego en una residencia medicalizada logró salvar su vida. Actualmente se ha recuperado y vive con nosotros en una habitación que le hemos preparado. Comienza a rehacer su vida.

Un pinchazo salvador

Eduardo Costabel | La Pampa (Argentina)

Hace algún tiempo entrando al edificio del hospital viejo llamó mi atención ver debajo de la escalera un extraño cilindro metálico que parecía estar preparado para contener adentro a una persona. Di varias vueltas a su alrededor y estuve un rato para entender de qué se trataba; hasta que caí en la cuenta de que era un antiguo pulmotor (pulmón de acero). Atravesado por la emoción, acaricié aquel fierro viejo con unción, porque el pulmotor fue protagonista de una historia que quedó grabada a fuego en mi recuerdo y en el de mucha gente de mi generación. Volví en ese momento a mis seis o siete años, cuando la poliomielitis cruel e implacable, pasó por nuestra ciudad. El sobrino de Juanita, una vecina de la cuadra, había caído enfermo. Recuerdo a mis viejos conversando en el living de mi casa con el médico de la familia, el Dr. Garmendia, los tres con cara de preocupación. Yo le pregunté a mi mamá qué pasaba que no podíamos salir a jugar a la vereda. Me colgó una bolsita en el cuello, con una pastilla adentro de olor muy intenso que se llamaba alcanfor y me explicó que todo era para tratar de evitar que nos enfermáramos de lo mismo que el sobrino de Juanita. Había desamparo y angustia, pero nada para defenderse.

La situación era grave, había casos mortales y hacía falta un pulmotor que era lo que podía salvar la vida de aquellos niños que, por la enfermedad, entraban en insuficiencia respiratoria y estaban en alto riesgo de muerte. Inmediatamente se movilizó un grupo de padres, entre los que estaba mi papá, y se formó una comisión para juntar fondos a fin de comprar un pulmotor para Santa Rosa. Con la inestimable ayuda de don Alfredo Dalmiro Otálora y su Propaladora Argentina se instaba a todas las familias a colaborar con la colecta, cada uno dentro de sus posibilidades. Todas las tardecitas, don Alfredo leía los nombres y agradecía a las familias que se iban sumando. En poco tiempo se logró juntar el dinero necesario y se compró el pulmotor. La comisión de padres, en un acto más que sencillo, hizo entrega del mismo a las autoridades provinciales de aquella época. En esa ocasión, le tocó decir unas palabras a mi papá (aún conservo ese mensaje, escrito con su Olivetti, en una hoja ya amarillenta por el paso del tiempo). Allí él dijo, “estamos defendiendo lo más sagrado que tenemos: la vida de nuestros hijos”. Y luego hizo una prolija rendición de cuentas, hasta con centavos de lo que se había gastado y también del excedente, el cual se entregaba en ese momento a las autoridades para que lo destinaran a la lucha contra la poliomielitis.

Poco tiempo después llegó la vacuna que el neoyorquino hijo de inmigrantes rusos Jonnas Salk había desarrollado en los Estados Unidos. Todos los chicos fuimos llevados a la Asistencia Pública a recibir el “pinchazo salvador”. Un poco más adelante, Albert Sabin presentó al mundo sus gotitas milagrosas, que montadas en algo tan simple y cotidiano como un terrón de azúcar, nos ponían a salvo de aquella desgracia. Ahí, nuestros padres empezaron a sentir alivio.

Varios amigos o conocidos de mi edad quedaron con secuelas definitivas y aún hoy, cuando los veo luchar para caminar con sus bastones canadienses, siento bronca porque la vacuna llegó apenas un año después que ellos se enfermaran.

Hoy, el recuerdo de aquel vetusto pero heroico cilindro de hierro, que hace unos años encontré arrumbado y olvidado en un rincón del Hospital, me llevó otra vez a aquellos días de miedo y desamparo. La misma generación que siendo niños, fuimos el blanco de aquella cruel epidemia. Paradójicamente volvemos a serlo ahora, en que el grupo de riesgo para este nuevo flagelo somos los que ya pasamos los 60. Y seguramente volveremos a sobrevivir. Así como pudimos antes, ayudados por nuestros padres, hoy lo haremos cuidándonos o siendo cuidados por los jóvenes mientras esperamos al nuevo Jonnas Salk del S.XXI que nos traerá una vacuna. Ojalá pronto podamos volver cómo hace 60 años a la Asistencia Pública, a recibir de nuevo, un pinchazo salvador.

Ayuda

Daniel Cerrato Murillo | Madrid

No puedo decir su nombre. Bueno, poder, sí puedo, pero no quiero. Le da urticaria. En un mundo donde todo es fama, nombre y cámaras, él quiere ser silencio. Pero yo no puedo callarme. Siempre he sido muy expresivo, y esto no me lo quiero guardar. Le llamé el otro día. Hacía siglos que no hablábamos. Y, así, como quien no quiere la cosa, sin ningún alarde de protagonismo, como si un niño me contase que se ha comprado una bici nueva (con lo que le gustan a él las bicis), me cuenta que ha estado yendo de voluntario al Miguel Ángel, el hotel de lujo con spa que durante los peores días del coronavirus ha servido de cobijo para un buen número de personas. Y entonces, no puedo evitarlo, me lo puedo imaginar, porque le conozco un poco.

Sale de su casa, que está por el centro. Va solo, como tantas veces que sale a repartir mantas a los pobres que están durmiendo en los túneles de plaza España, como pude verle en Salamanca con mis propios ojos mientras le acompañaba. Madrid rezuma ruido y el silencio hace que las cosas más pequeñas suenen más grandes y que el graznido de cualquier pajarraco sea el único concierto. Madrid reposa sin reposo en las trincheras del hogar, donde el virus nos confina para aprender más de nosotros, de la vida, del tiempo y del cuidarnos. Camina por las calles desiertas de un Madrid poblado. El metro, desolado de silencios, lleva en sus bocas el grito callado de quien está perdiendo a alguien, de quien lo está sufriendo directamente y de todas las personas que están sosteniendo, de forma callada y anónima, como él, la Vida con mayúsculas.

Apenas un transbordo y una breve caminata le separan de lo que se va a encontrar. Siente un frío extraño por dentro. Él no puede permanecer en las trincheras, siempre fue soldado de dar un paso al frente y, en su alma, además del temblor, late el ansia de estar ahí para los demás. No sabe muy bien a qué va allí, el deseo le empuja, pero, por otro lado, sí sabe para qué va, para estar, simplemente para estar. En un mundo donde todo se compra y cuesta algo, él abandona la calidez de su confortable hogar para dejarse bañar por la incomodidad de quienes están jodidos. Y digo jodidos porque mal es corto para expresar algo tan terrible. Estar con mayúsculas. Estar para el otro, sin más, sin recibir nada a cambio, pero recibiendo todo, porque somos las personas el regalo más preciado las unas para las otras.

No lleva nada. Apenas una libreta, un libro y un rosario en el bolsillo, por si acaso. Y, sin embargo, lleva lo único que precisa para hacer magia como solo él sabe hacerla: él mismo, su voz aterciopelada que tantas veces calmó mis prisas de joven por atrapar la vida, su amor por la humanidad y su fe, y, sobre todo, las ganas de estar ahí. En un mundo donde estamos en tantos sitios y en ninguno, él va “solo” a estar ahí.

Las calles desiertas devuelven el eco de sus pasos mientras se va acercando al hotel reconvertido en hospital improvisado. Siente las llamas de un Madrid que arde en un fuego callado en el estremecimiento y la herrumbre de las calles. La incertidumbre de saber qué encontrará le impulsa y le tiene aterida, a la vez, el alma.

Cuando llega, es el personal sanitario quien le recibe. Le estaban esperando. Le tienen preparado un EPI para él. Mientras le ponen capas y más capas para protegerle -aunque se siente desnudo por dentro y no sabe qué le espera-, él no deja de tener mil sensaciones que se entremezclan, porque en esa mezcla entre la excitación, el dolor y la alegría tranquila sucede la vida. Cuando tiene su “disfraz”, como él le llama, porque siempre fue muy de Chaplin, sobre todo de aquel discurso en El último dictador, es el mismo personal de enfermería quien le sugiere qué personas han pedido hablar con él.

Va pasando por las habitaciones. Solo dice: “Hola, soy sacerdote, ¿qué tal?”, y todo lo demás nace solo. Esas personas, que contaban con la inestimable pero escasa compañía de las heroínas y héroes que son el personal sanitario porque estaban desbordados, entonces, sienten algo tan básico como es el contacto con otro humano y unas ganas, y una escucha. Horas, minutos, que, siendo nada en tiempo, son todo en el idioma de la vida.

De todas las historias, que darían pie para mil libros, porque así es el tesoro de la vida de cada persona, me rescata una: la de aquel hombre de Sudamérica, padre de familia que, tras hablarle de su mujer e hijas, con lágrimas en los ojos, le decía, con alegría, que había vuelto a nacer tras haber estado inconsciente un tiempo. Mientras se lo cuenta, se pone de pie, casi a modo de ritual, y le dice, con la algarabía del que ha aprendido a montar en bici por primera vez: “Mira, tengo piernas, puedo andar. He vuelto a nacer. Bendito seas”. Y él, testigo presente y casi mudo del milagro, siente que se le escarapela el alma, al ver que, en medio de la tormenta, el alma de la gente amanece como puede en cada día siendo sol hasta para la noche más negra.

Tras varias horas de escucha incansable, de nuevo el rito, pero al revés, del desprotegerse. Está como fuera de sí, conviviendo con la extrañeza de lo nuevo, pero con los ecos aún de las historias resonándole en los oídos y en el pecho, asombrado de que le cuenten y se abran a él. Él, al que ni siquiera conocen, un humano más que ha sentido una llamada distinta.

Él, un él anónimo, pero con rostro concreto y nombre, no defiende una fe, ni una bandera. Solo la vive. Él, ese él que podríamos ser cualquiera de nosotros, pero que es él, también está temblando por dentro, y, en esa escucha de dolor, siente que recupera su propia alma, como siempre ha hecho. Él no es el reflejo de un algo vacío. Él, a la energía que le impulsa y que otros llaman Universo, Mahoma o Buda, le llama Dios. Es un fraile, desnudo de alma, vestido con ropas normales y, con ese apenas nada, nos está hablando de la grandeza del ser humano. Casi al estilo de Viktor Frankl en aquella trinchera del campo de concentración, donde, mientras cavaban, vio a su mujer en el montículo del hoyo que hacían, hecha pájaro cantándole, él se hacía pájaro, esperanza, abrigo, brisa, y noche para las estrellas que le regalaban la historia de sus vidas. Su voz no eran palabras. Su voz era el silencio; sus odres, sus oídos, su mirada, sus ojos, a través de los cuales atisbaba, por encima del mar de mascarillas, las almas de todas esas personas que estaban atravesando la oscuridad del dolor y que, a pesar de ello, le hablaban de que habían renacido, que tenían piernas, que se les había dibujado lo esencial ante sus ojos: el valor de las cosas sencillas y ordinarias.

Mientras se vuelve a casa, en un taxi porque ya no hay metro que le lleve a su hogar de ahora, vuelve a darse cuenta, una vez más, de que siempre el virus de la vida, del amor y de la escucha tiene más fuerza que el del odio, y cuán necesario es rescatar al desamor del desamor, especialmente el que sentimos por nosotros mismos, y qué regalo y sorpresa es cada otro que el camino nos regala, y en el que él ve el rostro de Dios, que, quizá, no sea más que el nombre común de la suma de las almas de todos los hermanos que conformamos la Humanidad.

Se acuesta. Y en el firmamento de sus ojos llenos de lágrimas por el dolor recogido y el agradecimiento por haber podido acompañarles, solo puede sentir el privilegio de estar vivo y de poder seguir, de forma anónima, hasta el último de sus días, siendo oído, escucha, mano, amigo, abrazo, y qué más da el hábito que lleve cada cual, si al final, cuando esto pase, como decía el padre del Zazen en Japón, Dogen, sólo nos quedará, en la soledad de nuestro lecho, el fruto de nuestras obras. El sueño le sorprenderá despierto, soldado de primera línea en cada batalla que la vida pida, ahora en un Madrid desierto, en cuyo silencio resuena, también, además del dolor, la historia de este hombre que dice que lo único que tiene es su pobreza.

Y yo, que le conozco y no quiero callar, aunque su nombre calle, escribo esto, con el alma en las letras, porque, como él me dijo una vez, ya hay muchos dedos señalando a la oscuridad y me parece que es importante que esta historia se sepa, aunque sea de manera anónima, porque las personas somos ecos y él, para mí, es el eco de la humanidad que necesitamos escuchar, y no otras voces que dividen y palmean.

Él, un fraile que huye de los aplausos, hoy nos da ejemplo de vida y de Vida con mayúsculas. Y por eso escribo su historia. Para que, leyéndola, muchos sean inspirados. Gracias. A todos por resistir en la trinchera que nos haya tocado, a todos quienes habéis sostenido el mundo mientras no podíamos, y a ti, frailecillo anónimo que, como aquel que tanto te encanta, desde la celda más oscura, escribiste la luz con tu silencio.

Por tantas cosas te amo…

“Este curso se acaba. Los profesores seguiremos educando”

Fernando Cabrero Rubio | Mérida

Viernes, nos vamos a casa tras la jornada de clases de los colegios e institutos. Lunes, seguimos en casa, comienza la educación en tiempos de pandemia. Martes y jueves sigo amarrado a la silla descifrando en la pantalla cómo emplear los programas específicos de enseñanza online que parece serán mi día a día a partir de hoy y hasta que acabe el curso. Pronto llega el parón de semana santa. Me servirá para ponerme al día. Mi alumnado anda casi tan perdido como yo y detecta mis pocas habilidades, pero tienen paciencia para que les sea de utilidad, mientras yo ayudo con lo que voy aprendiendo sin parar al alumnado que se desenvuelve peor que yo. Es una cadena, una correa de transmisión en la que no hay más motor que el de cada docente y sus capacidades. No hay ayuda de las administraciones educativas , enfrascadas en plantear normas absurdas que aumentan la burocracia y crean confusión. El apoyo de los compañeros/as es esencial, la ayuda de mi hija fundamental, servicio técnico.

Una vez que puedes empezar sacar el cuerpo del engranaje virtual puedes adquirir perspectiva y comenzar a crear materiales, a recuperar la iniciativa, a ser más creativo, a reinterpretar complicidades con el alumnado, a ir dominando la situación, a volver a ser educador y a ampliar las miras de lo que ocurre, a ser más social a pesar de la alarma. Los libros de texto han cogido polvo, el ordenador ha dicho basta, el reloj ya perdió sus manillas, el calendario cambió los días de sitio, la terraza se ocupó de hortalizas, la poesía recuperó su lugar entre el grupo de amistades, la creatividad se abrió paso entre rendijas de desescaladas con mascarillas. Las administraciones y cargos educativos siguen al margen de la realidad y siguen sin preguntar por lo necesario, por lo importante a quienes seguimos educando en el encierro. Ya se van terminando los aplausos tan merecidos, los perros van dejando las aceras a personas que van cambiando de fase. El aprendizaje continúa, la comunicación se restablece, las mascarillas siguen. Se comienza a hablar del curso que viene y continúan los cambios de criterios, pero algo está claro: hay que bajar las ratios de las aulas, hay que invertir en educación pública de calidad. Aquí en Extremadura, eso se acompaña con la medida contraria: se anuncian recortes importantes de plantillas de profesorado. Más incongruencia. Mientras, la retrasada selectividad mantiene al alumnado de segundo de bachillerato encerrado y repasando un mes más de lo normal, una tortura interminable. Han tenido que renunciar a su viaje de fin de curso, no han tenido graduación de despedida de su instituto para celebrar su paso a la mayoría de edad y sus posibles nuevos estudios. Menos mal que en noviembre pudieron ir algunos a recuperar el pueblo abandonado de Umbralejo durante una semana.

Ahora este curso se acaba y seguimos sin saber cómo será el siguiente. Nuestro colectivo de enseñantes seguiremos educando, nos reinventaremos de nuevo, haremos de informáticos/as, de educadores/as, de mediadores/as, de tutores/as, intentaremos relativizar lo que pase haciendo preguntas que nos lleven a respuestas colectivas que solucionen en lo posible las dudas planteadas, los problemas existentes y las hipótesis que fomentan la curiosidad natural de quienes quieren conocer de forma positiva sobre su vida: nuestras alumnas y alumnos.

Incertidumbre laboral

Carlos Espinoza | Barcelona

Una semana antes del inicio de la cuarentena me quede en el paro, perdí el segundo trabajo que había conseguido en el año 2019, el primer trabajo de aquel año fue marcado por un ERE, donde no se pagaron los sueldos de enero y febrero, posteriormente toda la plantilla fue despedida. Volviendo al presente, cuando las noticias sobre el covid-19 eran cada vez más intensas en Europa, decidí hacer el borrador de la renta, pues por ley estoy obligado a declarar si he ganado más de 14.000 € al año entre dos pagadores. El resultado fue que tengo que devolver a hacienda 1.300 € aproximadamente.

Sin trabajo y con una deuda que afrontar, se me presento un trabajo por obra y servicio en el Hospital del Mar, en el cual ayudo al personal sanitario en labores de organización de material, recepción y entrega de pruebas de pacientes covid-19.

Sigo trabajando turnos de 12 horas, con un día de descanso cada día, viviendo experiencias nuevas, rodeado de sentimientos encontrados, optimismo, fatiga, llantos, aplausos, incertidumbres, sonrisas, expresiones de desconcierto, miradas temerosas y amables. Entre todo esto el saber que esta labor que cumplo hoy en día es pasajera, que el dinero que habré ganado, lo tendré que pagar a hacienda, por que no les interesa si una persona cobra o no cobra, importa el que figuraba como contratado y ese año obtuve poco más de 14.000 €.

Declaro mi desconsuelo por la incertidumbre laboral, porque tendré que buscar trabajo en el sector del diseño, que va de la mano del mundo cultural y el panorama no es el mejor en este momento. Y también declaro mi agradecimiento al personal sanitario que cada día lucha con los materiales disponibles y quedan estupefactos cada mañana al ver como la gente sale a correr o hacer deporte.

“Ya no soy la rara que llevaba mascarilla”

María Jesús Urra Canales | Villaviciosa de Odón (Madrid)

“¿Qué tal llevas el confinamiento? ¿Qué tal el finde encerrada?” Fenomenal, igual que siempre. Cada día he contestado esto a todo el que me ha preguntado con resignación. El confinamiento me ha ayudado a que mi círculo comprenda mi día a día desde hace más de dos años, cuando me diagnosticaron una enfermedad reumática autoinmune que ha reducido mucho mi calidad de vida, me limita muchísimo la movilidad y ha hecho que mi vida se convirtiera en un confinamiento eterno, sin poder tomar un refresco con amigos en la barra de un bar, sin poder ir de compras o incluso ir al cine o a la playa.

Hace dos años comencé mi tratamiento inmunosupresor y, desde entonces, ya utilizaba mascarilla y gel hidroalcohólico ante la incredulidad y miradas extrañas y juiciosas de los ciudadanos que me cruzaba, y evitaba las multitudes y encuentros con enfermos bajo los comentarios de mi círculo cercano, restando importancia a lo que hacía y a veces, incluso, pensando que exageraba, por no hablar de lo pesada que era al lavarme tanto las manos.

Estos días me han ayudado a que puedan comprender por qué lo hacía, ya no soy la rara que llevaba mascarilla o usaba un gel de alcohol al salir del hospital o al salir de algún espacio público, he podido aconsejar a amigos y familiares, como experta en la materia, cómo poder llevar esto con relativa normalidad, les he enseñado que no hay que frustrarse, sino aceptar la situación, les he animado a entender que se puede, y se debe, aprender a ser feliz con esta nueva vida, con estos cambios que el destino nos obliga a incluir de repente en nuestro día a día, les he ayudado a ser más generosos, más comprensivos, más empáticos. Y yo me he sentido, por primera vez, comprendida, una más entre tantos ciudadanos con mascarilla, los vecinos ya no me miran y nadie se aparta de mí en el hospital porque llevo mascarilla, mis amigos o familia no comentarán cuando me vean usando el gel de alcohol y mi vida será más normal gracias a esta nueva normalidad a la que todos se han visto obligados a adaptarse.

Durante estos dos años de encierro en casa al que me había visto obligada, y con tantas cosas, eventos y momentos que me he tenido que perder, la frase más repetida ha sido “¡Qué bien lo llevas! ¿Cómo lo llevas tan bien?” y mi respuesta siempre ha sido “Porque soy una afortunada, tengo un equipo de médicos que se desvive por ayudarme, hay gente que está muchísimo peor que yo y lo más importante de pasarme la vida en el hospital es que cada vez que voy, salgo de él y lo puedo contar”. Esta misma frase también encaja perfectamente a esta nueva situación, todos los que hemos estado encerrados estos días en casa tenemos que estar felices y dar las gracias porque podremos contarlo a nuestras futuras generaciones, porque estar en casa tanto tiempo sin salir puede parecer horrible, pero es muchísimo peor la alternativa que teníamos, que era estar en el hospital, en Ifema o, muchísimo peor, en la morgue.

El destino ha seguido haciendo de las suyas y, casualmente, el pasado 2 de mayo, día en el que todos los adultos pudimos volver a salir a la calle, a pasear o hacer deporte, tenía lugar el Día Mundial de la Espondilitis Anquilosante, enfermedad que sufro y que hace que muchos de los que, por fin, podíamos salir, no pudiéramos hacerlo y siguiéramos nuestro confinamiento habitual. Yo pude bajar media horita y, aunque tuve que parar cinco veces a sentarme, me volví a sentir la mujer más afortunada del mundo, mientras otros compañeros de enfermedad siguen todavía sin poder salir de sus casas.

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