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“Es la primera vez que he pasado miedo en mis más de 20 años como funcionario de prisiones”

EL PAÍS selecciona otras cuatro cartas de los lectores con sus historias de la pandemia

DENÍS GALOCHA
DENÍS GALOCHA
Juan Luis Escudero Pérez
L'Hospitalet de Llobregat -

EL PAÍS publica una selección de las historias personales enviadas por los lectores sobre la pandemia. Cientos han respondido con sus relatos y experiencias a la invitación de la redacción.

Es la primera vez que he pasado miedo en mis más de 20 años como funcionario de prisiones en Cataluña. ¡Y mira que he vivido situaciones de conflicto al límite!

Cuando se declaró la pandemia decidí renunciar a mi liberación sindical e incorporarme a mi centro penitenciario de Jóvenes de Barcelona. Pero lo mío no tiene mérito. Mis compañeros y compañeras son los verdadero héroes, acumulando turnos de 15 y 24 horas seguidas sin desfallecer. Nadie se acuerda de ellos porque, como siempre, son los grandes olvidados en los servicios esenciales.

Nos dieron una mascarilla de tela, otra quirúrgica y una especie de cono no homologado. Al principio nos dijeron que no las utilizáramos porque “intimidábamos a los internos” y ahora son obligatorias para trabajar. Pero nadie abandonó el servicio porque los internos dependen totalmente de nosotros.

Recuerdo que un día, en el módulo en el que trabajo, uno de los internos dio positivo al hacerle la PCR. Vinieron unos sanitarios vestidos de astronautas para llevárselo al Pabellón Penitenciario Hospitalario de Terrassa. Los funcionarios íbamos protegidos con mascarillas de tela y aguantamos 24 horas sin desfallecer. Luego llegas a casa e intentas no tener contacto con tu mujer y tus hijas pequeñas, pero resulta imposible mantener las distancias en un piso de L’Hospitalet de Llobregat.

Juan Luis Escudero.
Juan Luis Escudero.

Más tarde se reincorporó Elena, una funcionaria que había estado más de un mes recluida en su casa con su marido, al que contagió sin poder evitarlo. Me dijo que se encontraba tan mal que una noche se levantó y empezó a escribir su testamento ante la atónita mirada de su esposo. Pero lo superó y allí estaba de nuevo trabajando en la prisión.

Una noche al volver a casa, cuando no había ni fases y la ciudad de Barcelona estaba confinada a cal y canto, me pararon los Mossos d’Esquadra. Al explicarles de dónde venía, me saludaron en plan militar. Pero el reconocimiento es también para esos policías que se han jugado el pellejo en la calle por todos nosotros.

Y fuimos avanzando de fases sin tener ningún motín ni revuelta pese a que los internos tenían suspendidas todas las comunicaciones con sus familiares. Nadie reconocerá el titánico trabajo de unos profesionales penitenciarios que hacen de educadores, psicólogos, juristas, asistentes sociales, maestros, monitores y vigilantes. Son esenciales, pero invisibles para la sociedad y, lo que es peor, para los políticos.

Las residencias que salvaron vidas

Mercedes Crespo Andrés / Madrid

Mi madre hace 11 años que vive en una residencia, voy a verla cuatro días en semana. Tener a un familiar en una residencia no es desocuparse de él, es tenerlo mejor atendido. No hay una fórmula perfecta para cuidar a nuestros mayores, lo único seguro es que el cariño y la compañía hacen tanta falta como la medicación.

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En la residencia de mi madre, el 8 de marzo nos dijeron que durante unos días no podríamos ir. Esa tarde le di un montón de besos y le prometí que pronto volvería. Los primeros días de confinamiento no dejaba de recordar la cantidad de besos y achuchones que había dado a mi madre y que en ellos podía ir el virus. Nadie sabía nada y no imaginábamos que un beso podía ser mortal.

Los días fueron pasando y mi madre seguía bien. Desde la residencia no dejaron, ni un solo día, de llamar e informar de cómo iba todo.

Cuando a las 20.00 salíamos a aplaudir, yo lo hacía por todos los que estaban velando por nosotros y en especial por las personas que estaban cuidando a mi madre. Mientras yo teletrabajaba para no correr riesgos, los trabajadores de la residencia se exponían. Mi madre no dejó de tener cuidados y atenciones. El equipo médico trabajó titánicamente para que no entrara el virus. El personal de planta que cuida de ellos tuvo que confinarlos en las habitaciones y tuvieron un trabajo que, si de normal es un no parar, entonces era mucho más complicado, pero no se dieron por vencidos. Desde la oficina nos llamaban para decirnos cómo estaban. Tenían que llamar a casi 200 familias diarias y no solo nos daban la información, también nos daban ánimos y nos atendían con ese cariño que no se paga con nada.

La madre de la lectora.
La madre de la lectora.

El lunes por fin pude ver a mi madre, después de tres meses sin hacerlo. Nunca habíamos estado tanto tiempo separadas. Cuando me vio, con una sonrisa maravillosa, dijo: “Mi niña”. Fue un momento emocionante de esos que no se olvidan. Mi madre sufre un deterioro cognitivo severo, pero está claro que, a pesar de eso y de tener que llevar media cara tapada por una mascarilla, una madre siempre sabe que somos una parte importante de ellas.

Ha sido triste ver cómo en los medios de comunicación solo hablaban de los muertos de las residencias y nadie contaba que también había otras residencias que estaban salvando la vida de nuestros padres.

Desde aquí mi agradecimiento público a todo el equipo de los Nogales Puerta de Hierro y a todas las residencias que nos habéis ayudado a salvar a nuestros mayores.

Nicaragua, el país donde todo se hace diferente

Reinaldo Manuel Plasencia / Jinotepe (Nicaragua)

Nicaragua es un país igual o diferente a otros. Tan igual y diferente a otros en cosas buenas y no tan buenas. Al menos es lo que yo creo.

Eso sí, tenemos un Gobierno muy particular. Y no es solo el hecho de que el presidente y la vicepresidenta sean marido y mujer, que despachen desde su casa, la que a su vez es también la sede de su partido político.

Lo más diferente de este ya inusual Gobierno es que “aquí siempre se hacen las cosas de manera diferente”, tal y como me dijo un funcionario cuando nos ponía objeciones por una investigación que habíamos hecho en varios países de Latinoamérica.

“Aquí siempre se hacen las cosas diferentes”, es algo que resuena a diario en mi cabeza. Y quizás sería maravilloso si el “hacer diferente” significara “hacerlo mejor”. Pero yo tengo mis dudas.

Por mi trabajo me han encomendado que haga un seguimiento y reporte diario de cómo evoluciona la pandemia por este lado del mundo. Al inicio había dificultades para encontrar datos actualizados y confiables. A estas alturas del asunto se me ha hecho algo muy fácil, los Gobiernos han abierto sitios online donde puedes encontrar toda la información disponible de manera ágil y amena. Pero hay una gran excepción: Nicaragua.

Seguir la evolución de la pandemia usando los comunicados de mi Gobierno es un ejercicio de lujo para mis neuronas. Y es obvio que se han convertido en una inspiración inagotable para memes.

Pero no es solo el asunto de seguir los casi inexistentes casos, según el Gobierno. Lo peor es el hecho de vivir varias realidades al mismo tiempo. Hay mañanas que inicio con un Skype con gente de España, Guatemala, Bolivia y El Salvador, y en esos lugares la gente está confinada, con dificultades para acceder a pruebas de la covid-19, trabajando desde casa y lidiando con toda la familia encerrada y sin perspectivas de que la situación termine.

Mientras tanto, todo el mundo desea saber cómo es que en mi país hay tan pocos casos, cuales son los planes de contención, y se aterrorizan ante la posibilidad de que tenga que ir a trabajar a mi oficina.

Terminada la reunión, me tomo un tiempo para ver mis mensajes de WhatsApp. Allí me cuentan que hay gente cayendo al suelo de manera fulminante, los familiares de pacientes sospechosos de coronavirus no tienen información suficiente y son acosados por adeptos al Gobierno, ha habido entierros sigilosos y vigilados por la policía, hoy habrá una enésima concentración del Gobierno para celebrar cualquier cosa, se han disparado las muertes por “neumonía atípica”...

En fin, aceptar que la realidad de Nicaragua es la correcta, es aceptar que aquí todo se hace diferente y que hasta la covid-19 ha decidido sumarse a ello. De seguro en algún momento sabremos sus razones y mientras tanto hay mucha gente que nos cuidamos para no abultar las estadísticas de “neumonía atípica” y porque aquí, si te mueres, pues te mueres. Al final, hay algo en que somos iguales al resto del mundo.

Historias que dan fuerza

Manuel Paiva Escobar / El Quisco (Chile)

A mi hermano Kike le diagnosticaron un cáncer de estómago, sumado a esta fatalidad, el país vivía un estallido social. La ciudad de Santiago de Chile era como un monstruo que se devoraba a sí mismo. Saqueo y destrucción.

Yo acostumbraba escribir historias por WhatsApp para entretener a mi familia, pero este WhatsApp otrora amigable y coloquial, se vio invadido ahora de mensajes incendiarios, como si del joker se tratara no solo había que quemarlo todo, sino quedarse y verlo arder.

Con los meses el estallido social dio la bienvenida a una epidemia mundial, como bien lo describió Leila Guerrero, columnista del diario EL PAÍS: “Este virus, nos ha inoculado el miedo al otro, hasta la médula”. En nuestra familia este miedo empezó a crecer como un moho en el corazón. Yo pensaba al igual que Leila, que escribir sobre el virus era como respirar aire viciado. Sentí entonces el llamado (usando un lenguaje militar) a elevar la moral de la tropa, devolverle a mi familia el optimismo y la esperanza. Sobre todo porque estos mensajes por redes sociales los leía mi mamá de 82 años que, con angustia, notaba que era de la población de riesgo.

La familia de Manuel.
La familia de Manuel.

Pero los mensajes pesimistas no daban tregua, los primeros muertos, los despidos masivos, la cuarentena que pasó a ser cuarenpena. Además, los mensajes informativos sobre la epidemia gracias a larvas humanas dieron paso a noticias falsas y alarmistas. A pesar de todos mis esfuerzos a veces las malas noticias parecían un tsunami que amenazaba con arrastrarme. Mi hermana tuvo que cerrar su restaurante y mi sobrino su gimnasio. Luego otro golpe, mi hermano Kike hizo metástasis y su cáncer estomacal paso a tumor cerebral.

Mi familia se hallaba abrumada por la ansiedad del presente y por el miedo al futuro. Pero de pronto… Todo cambió, como por milagro, la operación fue un éxito y la recuperación rapidísima. Esto insufló vida a la familia, volvieron las sonrisas. Mi hermana se reinventó y se dedicó a la venta de artículos de aseo. Mi sobrino paso a dar charlas motivacionales. Y yo en lo mío, escribiendo historias lúdicas y absurdas, dando un poco de aire a la asfixia cotidiana. Como en la última historia en que simulaba una entrevista a mi hermano sobre su operación al cerebro.

—Cuéntanos Kike, detalles de tu operación.

—Bueno... Cachilupi (mi alter ego). Como no era mi primera operación, sabía que tenía que alejarme de la luz, jajaja. Te revelaré algo inédito Cachilupi, en realidad quien operó... fui yo.

—¿Y qué sentiste Kike en ese momento?.l pabellón los médicos me aseguraron que no podían hacerlo, que debían respetar estrictamente los protocolos: “Distanciamiento social, mínimo un metro”. Así que, yo debía operarme.

—¿Y qué sentiste Kike en ese momento?

—Me vi al borde de un precipicio, veía a los doctores oliendo la sangre, como una jauría sedienta, esperando que me inmolara delante de ellos, vi todo perdido. Pero gracias a que los médicos me dirigieron, lo logré.

—¡Qué alivio Kike! Pero para serte sincero, no me sorprende esa actitud exagerada de los médicos. En España, por ejemplo, querían tomar preso al cantante Sergio Dalma por cantar Bailar pegados si es bailar. Lo acusaron de incitar a la desobediencia civil…

Todas estas historias, que fueron muchas más, lograron el éxito anhelado. Infundieron fuerza y ánimo en la familia, luego otros integrantes del WhatsApp se fueron uniendo con mensajes de autoayuda, remedios mapuches... Algunos de estos mensajes fueron como rocío en tierra seca, como el poema de Mario Benedetti: “Cuando la tormenta pase, y se amansen los caminos y seamos sobrevivientes de un naufragio colectivo”.

O este otro de K. O’Meara: “Y la gente se quedó en casa y leyó libros y escuchó y descansó y se ejercitó e hizo arte y jugó y aprendió nuevas formas de ser y se detuvo y escuchó más profundamente, alguno meditaba, alguno rezaba, alguno bailaba, alguno se encontró con su propia sombra y la gente empezó a pensar diferente”.

Eso precisamente fue lo que pasó en mi familia y nos hizo comprobar que el humor y “las buenas vibras”, pueden ser más contagiosas que la peor enfermedad homicida.

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