“Este maldito virus no consiguió que perdieras tu identidad”: carta de una lectora a su padre fallecido
En ‘Historias de la pandemia’ publicamos cuatro nuevas cartas de lectores de EL PAÍS que recuerdan a los seres queridos que han perdido
EL PAÍS publica una selección de las historias personales enviadas por los lectores sobre la pandemia. Cientos han respondido con sus relatos y experiencias a la invitación de la redacción.
Te atormentaba la pérdida de memoria, te atormentaba que tu cerebro no funcionara ni se activara como siempre lo había hecho, te atormentaba que no hubiera medicamento que pudiera arreglar tu cerebro, pero vivías y luchabas para vencer la dejadez de tu memoria. El 13 de marzo se nos cortaron las alas a todos y llegaste a comprender que era necesario estar separados aunque echabas de menos tus rutinas, ver a tus hijos y nietos. Tu memoria aprovechó el momento dejando aparecer lagunas contra las cuales luchaste y todo empeoró...
El lunes 23 de marzo comenzó tu tormento silencioso, maldito y sin escrúpulos que fue apoderándose de ti porque te vio débil, con fisuras. Por ellas comenzó a ocupar el camino que tanto esfuerzo te había costado recorrer. No se manifestó, tan solo se encargó de recorrer cada rincón de tu cuerpo para machacarte, para tirar por la borda todo el camino recorrido. Creo que en el fondo sabías que tu sitio en este mundo estaba llegando a su fin, pero no dijiste nada, no querías vernos sufrir y estabas cansado de luchar.
Cuando llegamos al hospital el pronóstico era crítico, muy crítico, incompatible con la vida dijeron los médicos. No pudimos verte, ni acompañarte en tus últimos minutos de existencia. Volví a casa dejándote en el hospital, cogí mi móvil y vi una de las últimas fotos tuyas que tengo. Estabas contento, sonriente, pletórico porque habías logrado terminar una maqueta del autobús de tu equipo de fútbol y tan solo pude decirte: “Papá, te quiero tanto que tan solo quiero decirte que si no puedes más y quieres marcharte, lo hagas tranquilo porque nosotros te echaremos de menos, lloraremos eternamente y nos costará la vida soportar tu ausencia, pero entiendo que quieras descansar y parar la lucha”. Estoy en paz porque te fuiste sabiendo quién eras, sabiendo el nombre de tus hijos y nietos. Este maldito virus no consiguió que perdieras tu identidad. No, no lo consiguió, pero te minó a lo grande. Para ti, para mí lo importante era no perder tu identidad.
Te quiero, Papá. Te quiero...
Vuela alto, Ángel
Sara Ramiro Ramiro / Manchester
Tu muerte me sorprendió a 1.446 km de casa. Y digo que me sorprendió, porque a pesar de tus 24 días en la UCI, yo nunca quise creer que de verdad estabas tan grave, que tu vida se apagaba consumida por el virus que lo destruye todo.
Siempre tuve la esperanza de que sobrevivirías, de que saldrías de la UCI y volveríamos a vernos y reírnos de la vida en tu casa o en la nuestra, aun cuando las noticias que llegaban desde España golpeaban mi teléfono, cada vez más crudas y con menos sentido. Con 48 años, joven, fuerte y sin patologías previas. Nunca creí que no volvería a verte.
La vida se ha parado para nuestra familia y yo aún me aferro al hecho de no haber visto tu ataúd, de no haberme despedido y así creer que cuando vuelva a casa, todo será como antes. Pero por desgracia, sé que no será así. Dicen que la sensación de irrealidad es parte del duelo, y que para mí es incluso más fuerte por las circunstancias que han rodeado tu muerte: estoy lejos de casa, no he podido viajar para abrazar a mi familia, no he podido decirte adiós. Dicen que puede ayudarme escribir una carta y decirte todas las cosas que nunca te dije y que me gustaría haber dicho antes de que te fueras para siempre. Pero no sé ni por dónde empezar. ¿Como despedirme de ti, si aún tengo la sensación de que esto no ha ocurrido?
No fue fácil tomar la decisión de no ir a casa cuando me enteré de tu fallecimiento. La profunda tristeza que sentía y la necesidad de abrazar a mi tía y a la pequeña, de ver a mis padres y a mi hermana y llorarte con ellos, me cegaban por completo. Decidir entre coger un avión y volver a casa para estar todos juntos (y correr el riesgo de contagiarme por el camino y llevar el virus a casa) o quedarme aquí, en el Reino Unido. Tomé la decisión más responsable y también la más dolorosa. A veces, mi corazón aún me pregunta si hice lo correcto.
Le debo un abrazo a mi familia y a ti una despedida. Dicen que de esta saldremos más fuertes, no sé si se refieren a dentro de unos años, cuando el dolor afloje y ya no nos desgarre el corazón a cada instante. Pero lo único en lo que yo pienso es en que en nuestra mesa siempre faltarás tú. Que no verás crecer a tu hija de 6 años y que es la alegría de toda la familia. Que la vida te ha arrancado demasiado pronto del lado de mi tía, a la que quiero como a una hermana. Que no volveremos a reírnos de lo ridícula que se ha vuelto la situación política española. Que nunca volverá a ser lo mismo pasear por Chamberí.
Ojalá desde ahí arriba puedas ver América y cumplir así tu sueño de cruzar el charco. Mientras nosotros, aquí abajo, cuidaremos de Patri y de tu niña siempre. Y, cuando en las noches estrelladas de verano, en el pueblo, una estrella brille más que las demás, le diremos que, desde ahí arriba, tú le sonríes y le mandas un beso.
Vuela alto, Ángel. Hasta siempre.
Un papel en el bolsillo de la chaqueta del abuelo Vicen
Víctor Gardeazabal Díez / Basauri
Basauri, marzo de 2020. El abuelo Vicen murió ayer. Nos avisaron de la residencia municipal. Sabíamos que su estado de salud había empeorado en los últimos días, pero no pudimos visitarle ni acompañarle. Las visitas estaban totalmente prohibidas desde que estalló la crisis sanitaria por el maldito virus, que ya había segado la vida de otros cuatro residentes, todos mayores de 85 años, como aitite.
A Vicen le faltó el aire y expiró. Solo. En la aséptica habitación en el que estaba aislado tras mostrar los primeros síntomas de la enfermedad.
Intxortas, Bizkaia, abril de 1937. Un pequeño grupo de gudaris del batallón Rosa Luxemburgo, desgajado de su unidad, se protege en un risco de las bombas lanzadas por los Savoia de la aviación fascista italiana. Después de varios días de lluvias intensas, que han convertido el frente en un lodazal, las tropas franquistas inician de nuevo la ofensiva. Por tierra y aire. Vicen y su compañero Larrun, un mocetón de Markina, consiguen llegar a rastras hasta otra trinchera. Hunden sus caras en el barro, con un trapo en la boca. Se tapan los oídos. Esta vez la explosión ha sido cerca. Vicen apenas puede respirar. Tarda unos minutos eternos en recuperar la consciencia. A su lado yace Larrun, con sendos hilos de sangre que le manan de la nariz. “Larrun gizajoa, que tu tierra vasca te sea leve”, le susurra Vicen a su amigo mientras le tapa el rostro con la rijosa manta militar que les proporcionaron en el colegio de los Escolapios de Bilbao, reconvertido en cuartel, antes de mandarles a pegar tiros.
El cinturón de hierro está roto. El batallón disperso y diezmado. Vicen, que nunca tuvo madera de héroe, decide tomar un camino entre pinos y siguiéndolo llega hasta Durango, un pueblo devastado por el ataque aéreo fascista. El caos es total. La guerra en Euskadi está perdida. El joven gudari decide tirar al río el viejo mauser, que prestó servicio en la batalla del Somme en 1916, y poner rumbo a Bilbao, a donde llegó por primera vez un caluroso día de verano de 1923.
Bilbao, agosto de 1923. Vicen, un mocoso de apenas 13 años de edad, se baja del destartalado tren en la estación de La Naja tras un viaje que se le hizo eterno desde el pequeño pueblo de su Zamora natal. Con ligero equipaje, como escribió años después su amado Antonio Machado. Era agosto y había romería en la Villa, inmersa en los festejos en honor a la virgen. Con curiosidad se acercó al bullicio. Nunca había escuchado esas melodías que salían de instrumentos desconocidos para él, cuyo sonido le resultaba demasiado estridente. Torpe por naturaleza, tropezó con un pequeño escalón y en su caída arrastró a una joven morena. Acababa de conocer a nuestra abuela Visitación, “la mujer más buena que ha pisado tierra”, como le gustaba decir a Vicen.
Zamora, principios del siglo XX. Hijo de padre desconocido —al parecer, un acaudalado tratante de ganado de la comarca, aunque la bisabuela Ascen nunca le habló de él—, el abuelo no fue a la escuela. Desde muy pequeño se vio obligado a trabajar como pastor y, tres veces a la semana, sirviendo en la mansión de un militar afín al general Primo de Rivera, llamado a convertirse en dictador de España tras un golpe de Estado. A pesar de no pisar el colegio, fue capaz de aprender a leer y escribir con ayuda de otra criada que trabajaba en casa del oficial primoriverista. Reme, que así se llamaba la doncella, le aficionó, además, a la lectura, sobre todo de los clásicos del Siglo de Oro. Pero lo que más le gustaba a Vicen era la poesía, sobre todo las milongas latinoamericanas.
Basauri, mayo de 1944. Vicen sale de la cárcel. Siete años por “colaboración para la rebelión” con obligación de presentarse todas las semanas en el cuartel de la Guardia Civil de Basauri, municipio cercano a Bilbao donde estableció su residencia tras contraer nupcias con la abuela Visitación. Eran tiempos duros de posguerra, pero en los que no faltaba trabajo debido a la necesidad de mano de obra para la reconstrucción de un país desolado y, en el caso de Basauri y el País Vasco, para aumentar la producción industrial. Así, con ayuda de un conocido del “bando vencedor”, Vicen entró a formar parte de la plantilla del fabricante de neumáticos Firestone.
Galdakao, abril de 2020. Hemos podido, por fin, incinerar los restos del aitite. Hasta el tanatorio de Galdakao se han acercado, con las restricciones impuestas por el estado de alarma, amigas y amigos de la familia para dar el pésame y acompañar en estos duros momentos. También la directora de la residencia donde pasó los últimos años de su vida. Con lágrimas en los ojos, se acerca a mí, a metro y medio, lo suficiente para alargarme un viejo papel que, me dice, encontraron en el bolsillo de la chaqueta del viejo gudari. En el mismo, escrito a lápiz, pero legible, una milonga que dedicó a nuestra abuela el mismo día de su tropezón en la romería de Bilbao:
“La mujer linda y jovial, de ojos negros y mirones, que va sembrando ilusiones y recoge desengaños. / La de atractivos extraños, / por su valor sin igual, que hace bien o que hace mal. / Con su presencia bonita, / Esta es botella exquisita / de Oporto de Portugal”.
Basauri, año coronavirus.
La canción de Paquita
Luis Miguel Polo Sanz / Madrid
Mamá, naciste el 29 de enero de 1932. Siempre nos decías que la abuela Guillerma te trajo al mundo a las cinco de la tarde.
De los años que transcurrieron hasta conocer al que luego sería tu marido me has contado unos pocos recuerdos. En especial, el de unos padres que respondieron con ternura a cualquier dificultad, haciendo de su honestidad y sencillez el más preciado patrimonio. De la guerra, te detienes un instante, con Madrid sitiado y algunos vecinos gritando ante la enésima batida de junkers alemanes:
—¿Es que no van a venir nunca los nuestros?
Aun así, en tu infancia es fácil imaginarte riendo. Siempre que ríes es algo notorio, contagioso. Es fácil imaginarte riendo. Y cantando.
La mayor de tres hermanos, en tiempos difíciles, ayudando en la portería. Sacaste tiempo para aprender mecanografía, taquigrafía y nociones de inglés y francés. El trabajo como secretaria en el despacho de exportación e importación vino a ser una muestra de tu valía, de tu entrega.
Eras preciosa, guapísima (no es amor de hijo, lo juro). Conociste al que sería mi padre siendo muy, muy joven, para no separarte ya nunca más de él.
Poco antes de la boda dejaste el trabajo. Normas sagradas de la dictadura: las mujeres casadas en casa, a traer hijos (cuantos más mejor) y a cuidar de ellos y del marido. Paquita, mamá, no pudiste ser una excepción. Tu presencia tan cercana, mientras mi padre alargaba las jornadas conduciendo el taxi, fue siempre mi punto de apoyo, mi referencia, mi cordón umbilical.
Mis hermanas y yo crecimos felices, fruto de ese matrimonio. En un piso muy pequeño, que daba a un también pequeño patio interior en el barrio de Chamberí. Siempre has dicho que el día que vine al mundo te las hice pasar canutas. Un día de junio, finales de los 50, a las cinco de la tarde.
Todo lo que nos diste en esos años vertiginosos rebotaba en cada una de las paredes de Covarrubias y nos envolvía, amplificando el cariño, día tras día. Mamá, Paquita, no te puedes imaginar lo que te voy a echar de menos... Y tu voz, de timbre tan especial, cantando coplas y zarzuelas mientras parecía iluminarse ese patio anodino.
He rebuscado entre fotos y cintas de video para agarrarme a ti, para que no puedas soltarte, pese a saber que nunca lo harás. ¡Cómo te quiero mamá, Paquita! No sé si te lo he dicho alguna vez, pero eres la mejor madre del mundo. Y te veo en bautizos, cumpleaños, bodas, aniversarios. Con los tuyos. Puedo sentir cómo el cariño que regalaste a tu marido e hijos ha llegado sin merma a todos tus nietos, a tus amigos y a tus hermanos, primos, sobrinos y sus hijos.
He encontrado discos de tu coro. Por unos años pasaste a ser una de sus voces soprano; sí. Para mí: Francesca Castafiore, grande diva. Yo aprovechaba para presumir:
—Esa es mi madre, la tercera por la izquierda, con su partitura y su vestido negro. ¿A que tiene una voz maravillosa?
Hace muchos años, 15 o quizá más, empezaste a decir adiós muy despacito, sin apenas ruido. Comprendiste la primera, aunque los demás le restábamos importancia, cómo tus gestos y palabras se movían en un mundo cada vez más confuso, un mundo vetado a la razón. Pero el alzhéimer nunca fue un obstáculo para seguir dando el cariño que sabías que necesitaba, que nunca he dejado de necesitar. Después de todos esos años se podía ver en tus ojos:
—Mamá, dime una cosa: ¿por qué eres tan guapa?
Hasta el último día has devuelto la mirada desde tu refugio, en esa silla de ruedas, con una sonrisa:
—¡Ay hijo mío!... Yo te quiero mucho. Yo contigo.
Y descubrí una forma de llegar a ese chiquito rincón de la memoria cuando pusimos el disco de zarzuelas. Fue como activar un resorte, una revelación:
—¡Callaos! —decías. —¡Es precioso!
Podíamos pasar horas con El Barberillo de Lavapiés, Bohemios o La Rosa del Azafrán: ¡es tan bonito escucharte! Paquita, mamá, Francesca Castafiore.
Sabes cómo me sentí el día que intenté convencer a tu Leandrito y a Maripili de que lo mejor era la residencia: él ya no te podía cuidar, había agotado sus fuerzas por cuidarte. Me culpé de abandono, de traición. Y tu respuesta fue el mismo cariño cada vez que me ponía enfrente de tu silla. ¡Cómo te quiero mamá, Paquita!
Dirás con razón que soy un egoísta, que tenías todo el derecho a poner fin a una vida ya privada de dignidad, pero es que no te imaginas como reconforta franquear las puertas de cristal de la residencia para saber que voy a abrazarte y llenarte de besos. Como reconforta saber que estás.
El día que pusieron un letrero que recomendaba evitar las visitas a personas en posible contacto con el coronavirus, me pregunté cómo haríamos para saber si lo habíamos estado. Al día siguiente, al regresar del trabajo, comprobé que todos los establecimientos regentados por orientales habían cerrado por vacaciones. Eran las cinco de la tarde.
Nadie nos advirtió de que aquella mañana de sábado iba a ser la última. No pude despedirme. Acepté el confinamiento oficial e incluso tu contagio con la esperanza de que se cumplieran las buenas noticias iniciales, con la esperanza de volver a estar juntos, hasta el día que sonó el teléfono de mi hermana, a las cinco de la tarde. El día en que te fuiste sin alguien que cogiera tu mano.
Ahora puedo imaginar, siquiera en ínfima proporción, el dolor de las personas que perdieron a sus seres queridos en paredones y cunetas para represaliados y no encontraron jamás sus restos.
Tuviste que partir sola. Nos privaron de un último abrazo, mamá. Siento no haber estado allí, contigo. Te lo debía, te lo debo. Pero nadie puede privarme de tu cariño. Ese cariño que prometo transmitir a quienes se me acerquen. Porque es así de especial, libre, generoso, sincero. Un cariño que se percibe desde el recuerdo de tu voz, mientras lo siento una y otra vez, en un bucle infinito, como si fuera una canción. La canción de Paquita.
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