Tren a la nueva normalidad
En un trayecto de larga distancia la mitad de los asientos están vacíos, hay más silencio y los pasajeros llevan comida
El tren de Madrid a Pontevedra va medio vacío. Pero yo he preguntado antes de entrar, en Chamartín, si va lleno, y me dijeron que “completamente”. También pregunto si puedo ir con acompañante. “Si su acompañante y usted fuesen juntos en la cola, les habría puesto juntos”, dice la encargada del control. “Juntos en la cola” es una antigua expresión que se utilizaba para señalar a aquellos que hacían fila uno pegado al otro, de forma que, al llegar a ventanilla, se producía un momento de cortesía: “Pasa tú”, “no, por favor, pasa tú”. Las colas de ahora son de uno en uno y separados por dos metros, así que la del tren Madrid-Pontevedra se extiende por media estación en forma de culebra que no se sabe si vamos a subirnos a un tren o a empezar una conga.
A lo que se refiere la encargada del control es que mi acompañante y yo deberíamos haber ido consecutivamente y avisándola a ella de que el otro venía detrás. No lo hicimos, pero zanjé la cuestión diciendo que, ya en el tren, preguntaría a mi compañero de asiento si no le importaría cambiarse.
Soy un ser de la vieja normalidad que acaba de aterrizar en la nueva de tal manera que, cuando salgo a la calle, siempre me parece que está detrás de mí Eduardo Mendoza tomando notas como si fuese su inocente Gurb. El tren arranca medio vacío así que supongo que en Segovia, y paradas sucesivas, se subirá la gente que falta, y cuando alguien entra en el vagón hago el ademán de levantarme de mi asiento para ofrecerle el de al lado, por si es el suyo. La vieja normalidad era que antes llenabas el asiento del acompañante de cosas con el objetivo de disuadirlo y que se sentase en otro lado y ahora, de la forma más tonta, invitas a alguien a sentarse hasta que en Puebla de Sanabria, con el tren igual de vacío (“se subirá medio Ourense cuando lleguemos allí”, pensaba yo), reparo en que el tren ya va lleno, al 50% de su capacidad, con la separación reglamentaria. Hay gente así y casi siempre soy yo.
Sin cafetería
Es obligatoria la mascarilla durante todo el viaje (si alguien se queja recordadle que, en lugar de siete horas sentado con las piernas estiradas, podía estar las mismas horas pero trabajando en un hospital), no hay servicio de prensa, la cafetería está cerrada… “¿Hay máquina de chuches o algo?”. “No, lo sentimos. Agua y zumo en el vagón de la cafetería”. 14.30, sin comer y sin desayunar. El tren llegará a las 22.15.
Una de las costumbres que se impondrán en la nueva normalidad será la de leer los mails. Todos, también los de Renfe, ésos que se mandaban a la papelera antes de abrir. Allí se avisa de la media hora de antelación con la que hay que presentarse, que no se puede hablar con otros pasajeros ni hablar por el móvil “en la medida de lo posible”, de la disciplina militar con la que hay que bajar del tren respetando el orden de asientos y la distancia de seguridad, de que el tren se está limpiando tras cada trayecto con desinfectantes como el PQ-67, mezcla de alcoholes y amonio cuaternario. Con él se desinfecta lo que podemos tocar, desde pulsadores, bandejas, apoyabrazos, baños o pasamanos. Y a partir del 1 de junio, el tren se cerrará cinco minutos antes de la salida. Si usted no es muy aficionado a ver el mail, Renfe envía también un SMS con la información. Y, dentro del tren, la megafonía informa cada poco de la situación “excepcional” y las nuevas medidas.
En un tren de larga distancia hay más —mucho más— silencio que antes, no hay alcohol, se llega antes (apenas hay subidas y bajadas en las paradas), hay más variedad de olores (la gente normal se ha traído su propia comida; yo llego mordiéndole un brazo a un revisor, otra cosa que me entero de que no se puede hacer) y lo que no cambia es la meseta, ésa de la que dijo Quico Cadaval al salir de A Coruña y adentrarse en Castilla: “Aquí sí que baja la marea”.
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