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Voluntaria para frenar un brote entre menores

Una trabajadora del Hogar Provincial de Alicante se confina 15 días con dos niños en acogida que dieron positivo

La auxiliar de enfermería Raquel Ozuna, en el Hogar Provincial de Alicante.
La auxiliar de enfermería Raquel Ozuna, en el Hogar Provincial de Alicante.jOAQUIN DE HARO RODRIGUEZ (EL PAÍS)
Rafa Burgos

El pasado 2 de abril, la Técnica en Cuidados de Enfermería (TCE) Raquel Ozuna (Madrid, 1976) comenzó su turno en el Hogar Provincial de Alicante, una institución social que pertenece a la diputación. Raquel, interina en bolsa de trabajo, cubría la baja de una compañera que había enfermado. Al mismo tiempo, sobre las diez de la mañana, llegaron los resultados de la prueba realizada a una niña de seis años acogida en el centro, Marina (nombre ficticio), que llevaba dos días con fiebre y diarreas. Positivo en coronavirus. La dirección del Hogar decidió que tres TCE harían turnos de 24 horas para cuidar de Marina. Ozuna, sin embargo, lo vio de otra manera. “Habrían sido tres personas que entraban y salían del centro, iban a casa, iban de compras”, recuerda. “Se habría ampliado el círculo de contagios”. Y se presentó voluntaria para quedarse ella sola durante toda la cuarentena. “Era la única forma de contener el virus”, sostiene.

Tras todo un día de deliberaciones y consultas, tanto la dirección como los sindicatos decidieron ceder a la petición de Raquel Ozuna. “Insistí en que era voluntaria, en que nadie me lo había ordenado”. Ella y Marina fueron alojadas en un ala que la dirección del centro había reservado para posibles casos de la covid-19. Al día siguiente, todas las personas que habían estado en contacto con Marina pasaron el test. Solo salió un caso más, el de Álex (nombre ficticio), otro niño de seis años en acogida, que también quedó confinado al cuidado de la TCE. Pasados 15 días, los tres salieron del centro sin rastro de infección. “Y no se ha registrado ningún caso más”, se enorgullece Raquel.

Raquel Ozuna, Marina y Álex ocuparon “un ala de una planta” en la que había “una habitación individual para mí, con baño”, cuenta la técnica, “y una sala grande con 10 cubículos separados y cuatro camas en cada uno de ellos”. Los menores confinados ocupaban dos. “Uno con sus camas y otro en el que puse dos mesas, una para comer y otra para jugar y estudiar”. En la primera se podían quitar la mascarilla. “La desinfectaba cada vez que la usaban, desayuno, almuerzo, comida, merienda y cena”. La segunda se lavaba con lejía una o dos veces al día.

La cuarentena fue muy dura. Ozuna cuidaba de dos niños de los que, por la ley de protección de datos, solo sabía “que sus historias no eran nada agradables”. “No se llevaban bien, al principio, venían con rencillas de fuera y ambos tienen mucho carácter”, declara. Y Marina, el primer día, “lloraba sin parar, desconsoladamente”. No tenían televisión. Solo el segundo día les proporcionaron unas tabletas, que usaron principalmente para estudiar y grabar vídeos para pasar el rato. “Al acostarme la primera noche, pensé ‘qué he hecho”, evoca Ozuna. “La pasé llorando, sobre todo por la incertidumbre”. Solo se lo había contado a su pareja, empleada de un centro geriátrico, que no recibió la noticia con agrado. Sus hermanas, amigos y compañeros tardaron algo más en enterarse. A su padre solo se lo contó al salir, “para no preocuparle”.

Cada día, Ozuna se enfundaba el equipo de protección individual (EPI) completo. “Mascarilla, uniforme, calzas, bata, gasas, gorro y doble guante”. Atendía a los niños, limpiaba, les ayudaba en las tareas, jugaba con ellos y recogía la comida y todo lo que viniera del exterior, como las tabletas. “Vivimos momentos muy gratos y muy duros”, refiere. Les explicó a Marina y Álex lo que les pasaba. “Que tenían unos bichitos que no se veían”. Y para que se relajaran, les dijo que ella tenía aún más. “Fue la mejor manera de que cobraran conciencia y no vieran que estaban encerrados con un adulto que solo trabajaba”, dice.

Pasaron los días. Los compañeros de Geriatría les hicieron asomarse por una ventana en una ocasión y les aplaudieron y los animaron. “Fue lo que me hizo aguantar esto y más”, asegura. Por medio de juegos, yoga, gimnasia y carreras por el cubículo, la relación entre Marina y Álex fue estrechándose. “Era mágico ver cómo se alertaban el uno al otro de las cosas que hacían mal, como tocarse los ojos o hablar sin taparse la boca al comer”. Al final, “han forjado una amistad increíble”.

Y tan duro como el principio fue el desenlace. Los tres dieron negativo en las pruebas. “El día antes, Álex preguntó si nos podíamos quedar hasta después de verano”, relata Ozuna, “y al despedirnos, la niña se echó a mis brazos”. “Cómo lloramos los tres”, ríe. Los dos menores volvieron a una de las plantas del centro, junto con sus respectivos hermanos. Raquel Ozuna, a casa con su pareja, “que ahora está muy orgullosa y me dice que soy una valiente”, con su gato y con una sobrina que vive con ellas. Le dieron un mes de libranza, que se alargará 15 días más, al menos. Pero está deseando volver a trabajar. “A mí lo que me vale es ayudar”, comenta, “por eso me hice TCE”. “Somos los que nos encargamos de las personas, no de sus enfermedades”, sentencia.

Menores, ancianos y refugiados

El Hogar Provincial de Alicante es una institución social que acoge niños en riesgo de exclusión social, indica el diputado provincial responsable del centro, Juan Francisco Pérez Llorca, mientras se les busca una familia de adopción o esperan el traslado a otro centro. Actualmente, tutelan a una veintena de niños. También disponen de una planta geriátrica, en la que conviven 93 ancianos. “Solo se quedaron los internos y trabajadores de estas dos secciones”, continúa Pérez Llorca, “y algún refugiado que no tenía dónde ir”. El resto de servicios, “la escuela, una residencia universitaria, un centro de formación y otro de deportes, cerraron a causa de la pandemia”, tras decretarse el estado de alarma.


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