La idea de un refugio
Nunca las condiciones físicas de mi cuerpo y las condiciones materiales de mi casa estuvieron tan presentes todo el tiempo, constantemente
Lo primero que pienso es que a quién le importa. A quién le importa esto. No difiere en exceso a lo que mucha otra gente pueda relatar. Me refiero, claro, a otra gente sin tragedias.
Lo esencial: cada día es domingo por la tarde. El tiempo se dilata, voy perdiendo masa muscular, a las ocho en el balcón saludo a una vecina octogenaria que me saluda, entusiasta, todos las tardes desde el otro lado de la calle. Durante el día no leo más que lo estrictamente necesario para poder realizar mi trabajo con cierta solvencia. Cobro la mitad por hacer lo mismo. En ocasiones una chica con aspecto nórdico trepa al tejado de su casa a fumarse un porro y no me ve observarla. Domingo. Domingo. Domingo.
Y después, en el péndulo de las noticias, los titulares que nos mantienen acorralados y culpables. El contagio del virus en las casas. Los muertos en las portadas. Los obituarios, las batallas y las guerras. Podríamos analizar el lenguaje informativo, pero ya habrá tiempo. O quizás deberíamos hacerlo, precisamente para ocupar el tiempo. Para matar el tiempo. Desollar el tiempo, dorarlo con un poco de mantequilla, tomártelo con un buen burdeos.
Acto seguido, la irrealidad. Esa es la oleada más angustiante. La sensación de apocalipsis que solo puedo comparar con la ficción y que me recuerda a ese chiste según el que toda realidad demasiado perfecta nos remite a un simulacro. Las tetas bonitas parecen operadas, el paisaje hermoso parece una postal y ahora la distopía real parece una película.
En medio de ese pensamiento la metereología da un parte del tiempo que contemplo desde mi ventana, que me dice que mañana toca granizo, pasado calor, y el siguiente lluvia. Me arrebujo en mi jersey. Dicen que hoy tenemos dieciocho grados pero no moverse da frío en medio de esta primavera exclusivamente digital.
Durante un par de noches veo obsesivamente vídeos del mar en YouTube. Cierro los ojos y oigo las olas. El otro domingo -no hoy, creo que en el domingo que fue ayer- viendo una película de época me distrajo una escena en un bosque: los troncos, el frío, el más que probable olor a musgo. No pude continuar con el hilo argumental, me perdí arrobada en ese bosque. Con el tiempo dejo de ver los vídeos del mar. Me recuerdan a una vida que no llevo.
De madrugada, el sonido de un goteo irregular me mantiene insomne: puede ser un radiador pero puede ser también una tubería, un escape de agua. Una vez estalló una tubería y vinieron los bomberos. Si ahora estalla una tubería en medio de la noche, quien vendrá, me pregunto. Y luego me da asco la necesidad constante de una autoridad competente, alguien que lo arregle todo, alguien que nos salve, alguien a quien entregarle nuestro dinero, nuestros datos médicos, nuestra esperanza, para así poder recuperar algo de cordura. Nunca las condiciones físicas de mi cuerpo y las condiciones materiales de mi casa estuvieron tan presentes todo el tiempo, constantemente.
Con la mañana llegan los asideros. Y la idea de un refugio. Pese a todo, cada día, en algún momento llega la idea de un refugio.
Lucía Lijtmaer, escritora y periodista, es autora de Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta (Anagrama, 2019).
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