La niña de mi casa
Debe de tener unos cuatro años, y para mí es el referente infantil del confinamiento, junto con los dos bebés de enfrente
Cuando miro a M. me siento como la bruja de Hansel y Gretel, porque sin más preámbulo me la comería. Rubita, con el pelo largo, preciosa y con cara de brava cría. La he visto crecer en el balcón, como quien dice, a mi lado, casi todos los anocheceres, primero intuyéndola y escuchándola y, más adelante, con el cambio de hora, en vivo y en directo.
Debe de tener unos cuatro años, y para mí es el referente infantil del confinamiento, junto con los dos bebés de enfrente, aunque más que bebés son toddlers (el castellano carece de una palabra tan exacta, creo), con una carga energética que atraviesa la calle. Me encanta cuando todos lucimos nuestros peluches.
A M. la conocí hace un año abajo, en la portería. El conserje anterior solía recibirla con un caramelo. Ahí venía ella, en su patinete (¿era una minibici?), con un casco tipo hormiga atómica. Lamento no haberle dedicado más tiempo entonces, aunque estaba pendiente, de oreja, de sus entradas y salidas del piso, contiguo al mío. Una vez su padre me preguntó si la nena me molestaba y le dije que no. “Es el sonido de la vida”, contesté sinceramente, sin saber que estaba lanzando una premonición. Verla al lado me tonifica. Enfurruñada, aburridilla. O bien lanzada, impaciente por aplaudir. El viernes, en cuanto el disc-jockey arrancó, nos marcamos ella y yo un bailongo de balcón a balcón.
Ojalá pueda salir muy pronto a practicar lo que sea que las criaturas necesitan hacer al aire libre.
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