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La crisis del coronavirus
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sobre todo el silencio

Me pregunto qué sería de mí sin haber tomado nota de lo que avisan los maestros en los libros: ejercer el principio de desconfianza hacia el poderoso

El Paseo de la Castellana, en Madrid, vacío.
El Paseo de la Castellana, en Madrid, vacío.Ricardo Rubio (Europa Press)

El silencio, sobre todo el silencio. Como si hubiera renovado la propiedad de su origen, que es la de dejar las cosas, el mundo, de manera intacta. Desde la ventana de mi apartamento en Elizondo, en el valle del Baztán, percibo este silenciamiento sobre los tejados, y al fondo unos abetos oscuros y una cresta de nieve que ayer no estaba. Uno mismo siente en su interior esta especie de dilación que se obra cuando la decisión ha sido tomada: apostar por la lentitud. Es el modo de poder observar con detenimiento. Porque cuando unas calles y un paisaje permiten entender una quietud extrema, se parecen de manera asombrosa a los renglones de una página. El impulso que me ha llevado a leer de nuevo la Carta a Lord Chandos, de Hugo von Hofmannsthal, ha sido para entrar de lleno en esta inmovilidad que nace de un sentimiento de salvación, que es lo que uno desea para sí, pero también para aquellos que están aguijoneados por el dolor que ha enfermado nuestros días. Procuro mirar a lo lejos, como un marinero.

Pese al aislamiento impuesto, mi quehacer apenas ha cambiado. Siempre los libros, la escritura, la música. Y la austeridad. Llevo años escuchando a los músicos franco-flamencos, y desde hace un tiempo estoy centrado sobre todo en Josquin Desprez —ahora mismo está sonando—, un músico nacido a mediados del siglo XV en la región francesa de Henao, sobre el que preparo un libro. Es lo que me ocupa ahora, en estos momentos. Sorprende cómo esta polifonía de voces alcanza a tomar la forma de lo que se ve desde mi estudio. Ayer terminé de leer un libro sobre Juana de Castilla —no me gusta llamarla Juana la Loca— porque estuvo en relación con músicos que conocieron o supieron de la música de Josquin. A ella, sin embargo, el compositor que más le gustaba era Pierre de La Rue, quizá el más melancólico de todos. Al hablar de esto podrá pensarse que la mía es una existencia inhibida; en ningún modo, todo lo contrario, porque no hay una hora en la que no deje de conmoverme por las adversidades congénitas que contaminan el exterior, ni de lamentarme al ver cómo la mordaza del dinero hace que las vidas se malgasten y apaguen de la forma más miserable, como el ascua de ningún fuego.

En el pequeño pueblo donde vivo suele repetirse esta frase: “Lan, lan eta lan”. O sea: “Trabajo, trabajo y trabajo”. Es lo mismo que decir: hablar poco y hacer. Y lo aplico con rigor para no sucumbir a este amaño ruin que es la realidad, que todo lo cifra en la abundancia. Es, sin embargo, sepámoslo, una saciedad emponzoñada. Tengo una viola que cuelga de la pared, pero el ánimo no me alcanza para tocarla. Es la preocupación por el engaño que se está tramando a nuestra costa: tratan de convencernos de que, después de este azote vírico, todo será distinto. Una nueva época, limpia, sin tacha. No es verdad, no será así. Me pregunto qué sería de mí sin haber tomado nota de lo que avisan los maestros en los libros: ejercer el principio de desconfianza hacia el poderoso o, mejor dicho, al que se comporta como tal. Por eso vuelvo a poner Mille regretz de Josquin.

Ramón Andrés es poeta y ensayista, autor de Diccionario de música, mitología, magia y religión y No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio (Acantilado).

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