“Solo podemos comer una vez”
El aislamiento golpea a los inmigrantes más vulnerables: familias, vendedores del ‘top manta’ y lateros que viven al día se encierran en espacios minúsculos sin dinero para comer
Linda y sus tres hijos de 17, 12 y 10 años cuentan los días de confinamiento en la semioscuridad de una habitación de la periferia de Madrid. Los cuatro comparten una cama de 1,30, racionan la comida y juegan al parchís para acelerar una cuarentena cada vez más angustiosa. Su alquiler, de 250 euros al mes, no les permite usar el salón, el dinero se acaba y en su última visita al supermercado solo pudieron comprar pan. Le duele el cuerpo de dormir tan apretada, su hija pequeña se queja y la ansiedad le oprime el pecho. “Hay días que solo podemos comer una vez. Estoy muy preocupada. Imagínate cómo estaríamos si alguno de nosotros tuviese el virus”, cuenta esta madre nigeriana en una videollamada. Su hijo de 12 años envía poco después un audio. Ruega que no se les identifique, no quiere que sus compañeros de clase sepan que vive así.
Linda y sus hijos vivían en esa habitación hace casi dos años, pero antes de que el virus parase todo las cosas eran algo más fáciles. Ella encadenaba contratos temporales de limpieza, la pequeña estudiaba en un internado de monjas, comía cinco veces al día y solo venía los sábados y los domingos. Los hijos mayores estudiaban, realizaban actividades extraescolares y comían fuera de casa. Dormían casi igual de juntos e incómodos, pero tenían la calle y el fin de semana para disfrutar de la vida en familia. De un día para otro, su aislamiento es doble y ha pasado a ahogarlos. “No sé qué vamos a hacer. Desayunamos leche y pan. A veces solo pan”, describe desde la habitación, mientras su hija mayor aprovecha para dormir en la cama vacía. “Esto es terrible”, lamenta.
El confinamiento está siendo una experiencia traumática para cientos de inmigrantes vulnerables que vivían al día antes de la crisis. El decreto de alarma se ha cargado de un plumazo sus ingresos y enfrentan la cuarta semana de cuarentena sin dinero, encerrados en habitaciones minúsculas o en pisos donde no cabe un solo colchón más. Algunos no tienen papeles y temen ir hasta al supermercado. Otros no saben dónde pedir ayuda.
Mamadou Ndiang, un senegalés de 43 años, comparte piso en el barrio madrileño de Usera con otros ocho hombres, la mayoría vendedores ambulantes. En el salón hay tres colchones para que duerman seis de ellos. Comparten baño y hacen turnos para cocinar las provisiones que les quedan. “De momento tenemos en el congelador pollo, carne y cordero, pero estamos guardando la comida porque no sabemos cuánto va a durar esto. Todos estamos sin dinero ahora mismo”, explica.
El apartamento de Ndiang no tiene calefacción y la cocina funciona con bombonas de butano que no saben cómo van a comprar. “Yo vendía zapatos, mochilas, bolígrafos y gorras en el metro. Mi sueldo dependía de la suerte, hay meses que ganaba 300 y otras veces 700, pero ahora no tengo ni saldo para hablar con mi familia”, explica por teléfono. “Estoy muy preocupado porque no tengo nada. He llamado a un amigo para que me preste dinero pero no puedo ni ir a su casa a buscarlo”, lamenta Ndiang, que llegó a Canarias en una patera en 2008. La convivencia, todos juntos y a todas horas, no es fácil. “Antes cada uno se iba a buscar la vida, pero ahora estamos todos aquí metidos. “Es complicado", asegura. "Cualquier cosa de la casa, como la limpieza o el orden, puede ser un problema”.
La casa de Julhas Uddin, en el madrileño barrio de Lavapiés, con cinco habitaciones y un baño, es más espaciosa, pero alberga 12 bangladesíes. Son algunos de los lateros que hasta hace menos de un mes salían cada noche por las calles del centro de Madrid a vender cerveza. Antes apenas tenían tiempo para comer y dormir, pero ahora, obligados a quedarse en sus habitaciones, sufren. Cada día de espera complica su supervivencia. “Estamos muy preocupados porque no sabemos cómo vamos a pagar los 150 euros que debemos cada uno del alquiler. No podemos”, lamenta Uddin, de 33 años. El confinamiento tiene además un impacto directo en hogares a miles de kilómetros de distancia. Las familias se han quedado sin sustento. “Tengo allí a mi mujer y mi hijo de tres años, a mis padres y a una hermana. Desde que llegué hace año y medio podía enviarles unos 500 euros al mes, pero ahora es imposible”, lamenta. “Ellos también están preocupados”.
Las asociaciones, superadas por las peticiones
La asociación Karibu presta asistencia al colectivo subsahariano, pero no consigue cubrir las necesidades que ha desatado esta crisis. “La precariedad de los migrantes, que ya eran un colectivo vulnerable, se ha agravado. Han perdido sus trabajos y conviven familias enteras en casas muy pequeñas o habitaciones. No todos hablan el idioma, no tienen papeles, temen salir al supermercado por miedo a la policía... El aislamiento así es muy complicado”, explica Nicole Ndongala, directora de la asociación.
La asociación Valiente Bangla ha donado a Uddin y sus compatriotas bolsas con arroz, aceite, cebollas y patatas, pero son provisiones para una semana. La comunidad bangladesí tampoco está en condiciones de ayudar mucho más. La mayoría de sus miembros, dueños de tiendas de alimentación y locutorios, han echado el cierre, cuenta el presidente de la asociación, Mohammad Fazle Elahi. “Lo están pasando muy mal”, alerta. “Estos días me han llamado por lo menos 200 personas porque no tienen dinero para comprar comida”.
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