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Diario Viral
Crónica
Texto informativo con interpretación

Nos acordaremos de este planeta

El espacio en las casas se contrae. Tienes la misma mesa para los deberes, para comer y para un puzle de 1.500 piezas del mapa del mundo, muy propio

El confinamiento ha detenido el tráfico acuático en Venecia y el agua se ha vuelto transparente.
El confinamiento ha detenido el tráfico acuático en Venecia y el agua se ha vuelto transparente.andrea pattaro (afp)
Íñigo Domínguez

Mira que le había dado vueltas a la cuarentena, pero hasta ayer se me había escapado el secreto que encierra: la libertad. Pensamos que somos ciudadanos libres porque estamos acostumbrados a vivir así, pero en la práctica ahora estamos todos en libertad condicional. Tuve una iluminación al leer que han enviado a más de 2.000 presos a casa para que cumplan allí la condena. Pero como no hay pulsera electrónica para todos les llaman al fijo de vez en cuando, a ver si están. Que ya es algo, porque tú llamas al número del virus y ni te llaman, a ver cómo estás. Pero sin ser quejica, lo útil ahora es comparar, como siempre: para estos reclusos estar así en casa es estupendo. Es más, es aún mejor que para nosotros, porque saben que los demás están igual, no hay diferencia.

Llevamos días de sigiloso choque con la autoridad. El primer día circulaban vídeos de policías enviando gente a casa. A un pescador, un ciclista. La gente se mosqueaba: ¿no se puede ir en bici? ¿ni pescar? Si estás a tu bola, no haces nada malo. Esta fricción es nueva, a ver dónde llega, aunque somos un pueblo muy obediente. Pero ya te llegan historias de gente pacífica un poco alucinada. Un conocido salió en Madrid a dar una vuelta a la manzana con su hijo, porque no podía más, y topó con un agente. Lo mandó para casa, con esta frase: “¿Es que no ve que los niños son como las ratas en la peste?”. Delante del chaval. A mí me habrían acabado arrestando. Como a los más de mil detenidos que llevamos. Supongo que tenemos que tranquilizarnos todos. Los días más duros coinciden, además, cuando creemos habernos ganado el derecho a cabrearnos.

Son curiosísimos los sutiles contrapesos de la convivencia, lo vemos sin salir de casa. Por ejemplo, hay una secreta satisfacción cuando el otro pierde los papeles y grita, sobre todo si tú lo has hecho antes, como un empate. Amigos que están solos añoran la compañía. Quien no lo está, a ratos pagaría por estarlo. Al fin y al cabo, una de las máximas aspiraciones del ser humano es que le dejen en paz. En esto hay un misterio para la ciencia: los libros tienen un magnetismo que atrae no solo al que lee, sino a los demás, que de pronto sienten unos deseos irrefrenables de interrumpirle. No ocurre con otros objetos. Uno puede cortar patatas una hora y nadie le molesta. Aunque basta que estés solo para desear que alguien te interrumpa. Un amigo que ha salido del hospital ha dado las gracias al personal “por conseguir que las sonrisas traspasen las mascarillas”.

El espacio en las casas se contrae. Tienes la misma mesa para los deberes, para comer y para un puzle de 1.500 piezas del mapa del mundo, muy propio. Es extrañamente relajante, detienes un rato la mirada en un ángulo muerto de Siberia. Repasas la línea internacional del cambio de hora, las minúsculas islas de los mares del sur. “Nos acordaremos, de este planeta”, dice el precioso epitafio de la tumba de Leonardo Sciascia. Ahora, encerrados, somos más conscientes del mundo en que vivimos, y de lo que significa estar vivo. Ver el agua cristalina en los canales de Venecia, una profundidad de siglos hasta ahora cegada, te hace pensar que hemos sido un poco guarros.

Estamos atrapados desde hace días en el mismo paisaje que vemos en la ventana. Yo tengo algo de perspectiva, mucha gente tendrá un pobre espectáculo. Sabes que el mundo está más allá, pero los edificios te cortan la visión. Esta tensión tiene algo poderoso. Giacomo Leopardi debía de sentir algo parecido hace ahora 200 años. Era un joven taciturno, con joroba, enfermo crónico, que solía subir hasta una colina de su pueblo, donde un seto no le dejaba ver el horizonte. Pero el choque de sus sensaciones íntimas y de lo que imaginaba detrás, era una sacudida. Lo describió en uno de los más bellos poemas italianos, El Infinito, que concluye: “… y lo eterno me invade, y las estaciones muertas, y la presente y viva, y el sonido de ella. Así en esta inmensidad se ahoga mi pensamiento: y el naufragar me es dulce en este mar”. En italiano es muy bonito, y para una vez que se puede citar a Leopardi: “...e il naufragar m'è dolce in questo mare”.

Bajo la monotonía de estos días terribles palpita una vitalidad arrebatadora, el deseo de que esto termine, porque terminará, y el cúmulo de propósitos que nos hacemos, de vivir mejor la vida, de no dar importancia a lo que no la tiene. Naturalmente olvidaremos todo en la primera resaca, que será mundial, pero algo quedará. Escríbanlo en un papel en la nevera, para acordarse.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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