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Coronavirus
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ficciones

Al menos hasta ahora, ha habido una bifurcación entre los enunciados y lo que de verdad se vivía en la calle

Un hombre con mascarilla sentado en un banco en Madrid.
Un hombre con mascarilla sentado en un banco en Madrid.Oscar J. Barroso (Europa Press)

No es una sensación agradable que tu hijo descubra de pronto que no eres todopoderoso. Yo, que estoy entre los privilegiados para los que vivir no es un drama diario, lo sentí por primera vez el otro día viendo el telediario, en el silencio sorprendido con que el mío recibió la noticia de que había políticos infectados a los que se estaba haciendo la prueba que a nosotros se nos había negado. Hace poco más de tres semanas, enfermó de una fuerte gripe junto a seis niños de su clase y la profesora de Matemáticas. Hasta una semana después, cuando caímos mi mujer y yo, no se me ocurrió que el hecho de que estudiara en un colegio italiano aportaba razones no tan remotas para la inquietud. No se tuvieron en cuenta porque no habíamos estado en China ni en Italia y eran los tiempos en los que todavía se negaba el contagio local. Sigo sin saber si mis sospechas eran fundadas, a pesar de que, entretanto, mi madre, de 81 años, también ha enfermado.

La realidad demenciada que estamos viviendo no lo es solamente por el ambiente de película distópica; lo es porque, al menos hasta ahora, ha habido una bifurcación entre los enunciados y lo que de verdad se vivía en la calle. Decían, si sientes síntomas no acudas al hospital, llama a los teléfonos habilitados; y luego resultaba que en esos teléfonos nadie respondía. Advertían: ponte mascarillas para proteger a los otros; y sucede que en las farmacias madrileñas ni hay mascarillas ni se las espera. Recomendaban: ante la mínima sospecha, aíslate. Pero cómo hacerlo, nos preguntábamos, si eres un empleado y tu empleador te espera. Los niños van a trabajar telemáticamente con sus profesores, pero resulta que aún hay cerca de 90.000 familias madrileñas para las que quedarse sin comedor escolar es un descalabro, ya que en ellos sus hijos realizan la comida fuerte del día. ¿Cuántas de ellas tienen ordenador en sus casas?

Desde la declaración de alarma se percibe un esfuerzo por acercar los enunciados a la realidad; sin embargo, seguimos olvidándonos de quienes no pueden quedarse en casa porque no la tienen, y el parte diario de infectados sigue siendo una ficción.

Mi hijo está a punto de cumplir 11 años y, como todos los niños, estos días está absorbiendo, protegido en su inocencia, cantidades ingentes de información que por fuerza lo harán menos inocente. Su madre y yo seremos menos poderosos a sus ojos, y eso está bien. Lo fortalecerá. Seguramente, el mundo le parecerá algo más hostil y crecer le dé un poco más de miedo. A veces pienso que eso será todo, y otras veces, cuando me atrevo a ser optimista, me digo que tal vez esta experiencia haga a toda su generación más solidaria y responsable que las anteriores, menos conformista y proclive a los individualismos inducidos y más consciente de la necesidad de reforzar lo colectivo mediante un pacto social justo. Ha sucedido en otras ocasiones en que la gente común ha tenido que unirse para ganar guerras o sobrevivir a derrotas convulsas. Ejemplos de que no debería ser imposible se advierten estos días en la seriedad concentrada de muchos madrileños, en la entrega de quienes están en primera línea, donde no hay tiempo para enunciados y las palabras significan exactamente lo que necesitan significar.

Marcos Giralt Torrente es escritor y premio Nacional de Narrativa en 2011.

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