La vida de los que se quedan
Javier Salvador mató a su mujer y fue a prisión. Al salir, asesinó a su abogada y se suicidó. Esta es la historia de los tres hijos a los que dejó sin madre y al cuidado de los abuelos
Los niños entraron un día en una habitación con los álbumes familiares. La abuela asomó la cabeza sorprendida: “Estaban muy callaícos”. Recortaban la figura del hombre de algunas fotografías y tapaban su cara con pegatinas de colores en otras. Así siguen hasta hoy esos álbumes, como una sucesión de imágenes de bebés sonrientes a los que cuida una mujer rubia y joven, la madre, que está muerta. El padre es un hueco recortado y sin rostro: fue el asesino.
Javier Salvador mató en 2003 a Patricia Maurel, su mujer y madre de sus tres hijos. Ingresó en prisión, se celebró el juicio y quedó en libertad tras 14 años entre rejas. Y lo volvió a hacer. En enero de 2019 mató a otra mujer, Rebeca Santamalia, la abogada que le defendió en el juicio de su primer crimen y con la que mantenía una relación sentimental. La asesinó en Zaragoza, huyó a Teruel y se tiró por un puente. Aquello fue un alivio para todos, cuenta la abuela. Se acabó vivir con el miedo de cruzárselo. Se acabaron las estrecheces. Con su muerte llegó una pensión de orfandad absoluta que antes no les habían reconocido porque los niños seguían teniendo padre.
Los hijos de Patricia Maurel son ahora tres jóvenes de 24, 22 y 19 años, tres huérfanos que no están contabilizados entre los 242 hijos e hijas sin madre que ha dejado la violencia machista desde 2013, casi un millar de muertas a manos de sus parejas o exparejas desde 2003. Normalmente, en los periódicos, se leen las historias de cuando las matan. Pocas veces se puede leer la vida de los que se quedan. Este es el relato de esa vida, contada por la abuela de los niños a dos metros de la urna con las cenizas de la asesinada.
El salón de la casa de Híjar (Teruel, 1.709 habitantes) es el santuario de Patricia Maurel, que tenía 29 años cuando la mató su marido. Su retrato sonriente y con flequillo, una instantánea de cuando se fue de viaje aún adolescente. Más fotos de los niños, criados gracias a los sacrificios de los abuelos, Teresa Conte y Andrés Maurel. Ambos tuvieron que reponerse pronto de la vida contranatura que queda tras enterrar a una hija: había que sacar adelante a aquellos tres niños que hoy casi vuelan por su cuenta. Los dos mayores entran y salen del salón para saludar a la visita y comen con su tío en la cocina. La pequeña llama a la abuela desde Zaragoza, donde está estudiando. Teresa accede a contar la historia de esos tres lustros entre el asesinato de su hija y el suicidio de su yerno con la condición de que los chicos salgan sin nombre y no aparezcan en las imágenes. El asesino le dio mala espina desde el principio.
Patricia Maurel tenía solo 14 años cuando empezó a salir con Javier Salvador, un joven huérfano cinco años mayor que ella con fama de pendenciero, siempre metido en peleas. Él pidió permiso a la familia para salir con ella, les rogó una oportunidad para enmendarse. Se hizo constructor y ganó mucho dinero. Se casaron. Empezaron jóvenes a traer hijos al mundo. Salían los fines de semana. Todo eran caprichos para los niños, motos eléctricas tamaño bebé, hasta un poni para cada uno.
En los periódicos se leen las historias de cuando las matan. Pocas veces la vida de los que se quedan. Este es el relato de esa vida, contada a dos metros de la urna con las cenizas de la asesinada
Él quería a su esposa cuanto más cerca mejor, a ser posible metida en casa. Pero ella, como su madre, era una mujer demasiado activa para quedarse encerrada.
A Patricia Maurel —una mujer rubia, guapa, resuelta y sociable— le ofrecieron presentarse de candidata por el PP a las elecciones en La Puebla de Híjar, el municipio vecino, en el que nació su marido. Salvador la mató tres días antes de los comicios. Aquella tarde, los niños estaban en casa de los abuelos mientras Maurel repartía propaganda electoral. Él se presentó en la casa, muy nervioso, diciendo que le habían mandado mensajes en los que le avisaban de que era "un cornudo". La abuela le ofreció una tila: "Si llego a saber lo que iba a hacer, le echo veneno". Salvador recogió a su esposa en un bar, la llevó a un descampado. Le descerrajó 11 tiros.
Al entierro, un día antes de las elecciones de 2003, acudió un puñado de políticos. La familia no volvió a saber nada de ellos después de aquel día: "Vinieron a hacerse la foto y se acabó", critica la abuela. El abuelo se quedó sin empleo porque trabajaba para su yerno. No había pensión para los niños porque aún tenían padre y porque la madre no había cotizado. Las de huérfanos absolutos, cuando se quedan sin progenitores y que se calcula en función de lo que tributaron, no les correspondía. Las ayudas de 600 euros para hijos de asesinadas por violencia de género se acaban de aprobar tras años de negociaciones en el Congreso, y están empezando a tramitarse ahora.
La abuela cayó en una depresión tras el asesinato. Estuvo un mes en un psiquiátrico. Perdió 18 kilos. Se repuso por su otro hijo y por los tres nietos, a los que la hermana del asesino intentó adoptar. Aún toma pastillas.
No había ayudas oficiales para ellos. La trabajadora social apenas consiguió rascar 50 euros al mes por niño. Hubo muchos inviernos sin calefacción en la casona de fachada amarilla de Híjar. Se acabaron los caprichos. Empezaron los milagros. El pueblo se volcó con esta familia.
Las monjas de la ermita les mandaban llamar cuando les llegaba algún cargamento de comida para caridad. La responsable de la residencia de mayores les ayudó a comprar ropa deportiva para los niños. La vecina echó una mano con los regalos de Reyes: una muñeca gigante para la niña que no se podían permitir. La atención psicológica —desde el ambulatorio y el colegio de los niños— fue gratuita y decisiva para poder salir adelante. El abuelo consiguió pronto trabajo en una fábrica. "Echaba más horas que un reloj para sacar a los niños a flote", cuenta la abuela. Dos abogados, que militaban en el PP, se ofrecieron voluntarios y siguen con ellos a día de hoy. Nunca les han cobrado un euro: "Ya son como familia".
Al entierro acudió un puñado de políticos. Fue un día antes de las elecciones. “Vinieron a hacerse la foto y se acabó”, cuenta la abuela. No volvió a saber de ellos
A diferencia de otros huérfanos de violencia machista, a los que el resto de familias suelen hacer el vacío, estos chicos han contado siempre con el cariño del vecindario. Salvo en una ocasión. La niña tenía apenas cuatro años. Volvió llorando del colegio. Se había peleado con otra que le dijo: "Tu padre mató a tu madre".
Algunas pesadillas fueron soñadas y otras de verdad. Los dos nietos mayores tuvieron que ir con los abuelos a un vis a vis con el asesino apenas un mes después de enterrar a Patricia Maurel. Hubo cinco visitas así, unas por exigencia del juez y otras porque los niños querían ver al padre. La más pequeña solo le visitó una vez. El hombre les regalaba cocacolas y decía a sus hijos que él había hecho cosas mal pero la madre muerta también. La abuela se sentaba en la habitación y lloraba mientras lo escuchaba.
Javier Salvador tenía también derecho a una llamada semanal desde la cárcel. Le tocaba siempre cogerlo al niño mayor. El mediano se escondía en el baño. La pequeña corría a la casa de abajo. Un día, los tres hermanos dejaron de querer verle. La abuela le dijo que cortara. Y ya no llamó más.
Nunca más se cruzaron con él. Ni cuando le dieron permisos temporales para salir ni cuando quedó en libertad provisional. A Salvador le impusieron una orden de alejamiento tras abandonar la prisión. No podía entrar en Híjar. No lo hizo, pero la familia seguía con el miedo en el cuerpo. Él vivía en Zaragoza. El nieto mayor, que ya trabaja, va mucho con su tío por allí. La pequeña cursa una carrera en esa misma ciudad gracias a una beca de la Fundación Soledad Cazorla para huérfanos de violencia de género. "Si lo ves, te cambias de acera", le repetía a menudo la abuela.
La abuela cayó en una depresión tras el asesinato. Estuvo un mes en un psiquiátrico. Perdió 18 kilos. Se repuso por su otro hijo y por los tres nietos, a los que la hermana del asesino intentó adoptar. Aún toma pastillas
La mañana del pasado 18 de enero, oyeron la noticia en la radio y empezó a correr de un teléfono a otro. Javier Salvador se había suicidado después de matar a la abogada Rebeca Santamalia, la mujer que había llevado su caso. Toda la familia se enteró temprano.
El hijo mayor y la pequeña llevan tatuajes en recuerdo de Patricia Maurel. La abuela se ha tatuado también su nombre como si fuera una pulsera en la mano derecha. El abuelo y el tío de los niños llevan su cara retratada en la espalda. Todos se acuerdan de ella tanto como se olvidaron de él. La chica mandó un mensaje en cuanto supo que su padre había muerto: "Hoy es el día más feliz de mi vida".
Embargados y bajo vigilancia policial
Uno de los tragos más duros fue cuando los Maurel se enteraron de que Javier Salvador iba a salir por primera vez de permiso. "Loquica, me volví loquica", dice la abuela, llorando por la hija muerta y el asesino en la calle. Disfrutó de varios permisos. Cada vez que pasaba, les avisaban y ponían a la Guardia Civil a vigilar los alrededores de su casa y del colegio de los niños, después, del instituto. También les avisaron cuando salió definitivamente aunque entonces ya no tenían vigilancia policial. La sentencia le obligaba a no pisar Híjar. Al miedo y las penurias se sumaron las deudas. Javier Salvador, constructor, había fundado una sociedad que puso a su nombre y al de su esposa. Cuando entró en prisión empezó a acumular impagos. El banco fue a por todo lo que poseían tanto él como su mujer. Los abuelos tenían un apartamento en Peñíscola, a nombre de sus dos hijos, que fue embargado porque él rechazó desde la prisión insistentemente firmar para desvincularse del inmueble. Por recomendación de los abogados, renunciaron a su herencia para no heredar también sus deudas.
Este artículo se publicó en la edición de papel de EL PAÍS el pasado 26 de mayo.