Un mundo sin hombres
La ausencia de padres, maridos o amantes en la literatura escrita por mujeres nos interpela
Para matar al padre es conveniente tener uno y la nueva literatura que llega a las librerías contiene una asombrosa ausencia de padres, de hombres en general. Y decir “contiene” es ya un acto deliberado de subrayar la embarrada experiencia que supone una carencia. Sería excéntrico nombrar las infinitas cosas y personas que no tenemos a mano porque no son nuestras, declararse rencoroso o incluso indiferente ante la incomunicación impuesta por un ser ajeno. Que Jude Law o Jon Snow no nos hagan caso por más que aspiremos a ello no es ni doloroso ni siquiera interesante. Pero si la ausencia pesa como una piedra en la mochila es porque su artífice importa, porque el sujeto nos debió pertenecer y no lo hace y porque no estar no significa no existir. Existe, pero su existencia quedó arrancada de la nuestra. Y eso sí es doloroso o, al menos, literariamente interesante.
Hora de centrarnos. Viene esta reflexión a cuento de una pregunta que avanza a medida que las mujeres vamos accediendo al mundo literario que fue mayoritariamente masculino y comenzando a normalizar una presencia que acompaña otros progresos (progresos) hacia la igualdad. Durante demasiados siglos, el retrato de las mujeres en literatura fue construido e inmortalizado por hombres. El de los hombres, qué duda cabe, también. Madame Bovary, Anna Karenina, la Regenta, Lolita y la mayor parte de los personajes femeninos de nuestra formación literaria fueron creaciones grandiosas que pintaron mujeres apasionadas, románticas, entregadas con devoción al amor como único motor de vida o víctimas de la represión feroz de su época. Objetos de amor o desamor, en suma. Mujeres de usar y tirar o de las que merecían algo más. Hubo también ludópatas desternillantes como la abuela de El jugador de Dostoievski, idiotas dignas de recibir su merecido como Las preciosas ridículas de Molière y muchas bobas engañadas por los donjuanes de turno. Las mujeres amaban o no amaban, engañaban o eran engañadas y este era frecuentemente el sentido de sus existencias en la ficción. En la realidad, en muchas ocasiones tenían que adoptar nombre de hombre para convertirse en escritores de pro: Fernán Caballero, George Eliot o George Sand fueron pseudónimos prácticos para Cecilia Böhl de Faber y Ruiz de Larrea, Mary Ann Evans o Aurore Dupin.
Y no es esto un cuestionamiento de aquellas creaciones, ni de su calidad ni de su temática, ni una ignorancia de la existencia de algunas (algunas) mujeres reconocidas en la historia, sino un camino para llegar a la siguiente pregunta: Y ahora que la proporción de mujeres autoras se va normalizando en las ofertas editoriales y ya que la imagen de la mujer fue construida mayoritariamente por hombres surge la curiosidad: ¿qué tipo de hombre está pintando la mujer? La respuesta merece un estudio académico que excede este artículo, pero se pueden dar ya algunas pinceladas.
Este curso, al calor de la ola feminista y el MeToo, se ha vivido la gran eclosión de firmas de mujer en todas las editoriales, especialmente con temáticas relacionadas con la nueva indignación. Los libros que abordan las dudas en torno a la maternidad, la desigualdad o la violencia de género se suceden en las librerías como lo hicieron los libros sobre la crisis en los años peores de la recesión. Y eso puede distorsionar un tanto la balanza, la respuesta a esa pregunta, pero también puede funcionar.
Un repaso a los libros más interesantes de este curso —y los hay en gran cantidad, los siguientes sin duda lo son— nos permite algunas conclusiones rápidas. Los padres biológicos son personajes fugaces en las vidas de las protagonistas, a ratos molestos, extemporáneos, difíciles de encajar en infancias pegadas a madres molestas, pesadas, insoportables, sí, pero al fin y al cabo protectoras y presentes. El “biopadre” de Aixa de la Cruz en Cambiar de idea (Caballo de Troya) es una figura tan aparentemente inexistente en el día a día como presente en el relato que suponen sus memorias. Alba Carballal, que ha firmado una mordaz mirada de nuestras desgracias más cómicas en Tres maneras de inducir un coma (Seix Barral), elige a un madurito pegado a una madre abandonada por su padre como protagonista para centrar una trama divertida que viene a girar en torno a un nuevo (padre) postizo. Elisa Victoria borda el desencuentro de la niña protagonista con su padre separado de su madre, la incomodidad de sus cuidados, el sentimiento forzado y el alivio de regresar a las berenjenas fritas y el humo de la abuela fumadora y salvadora en Vozdevieja (Blackie Books).
Otro de los libros más destacados de la temporada, Cárdeno adorno, de Katharina Winkler (Periférica), convierte la violencia de un padre en poesía de lectura rápida, por su capacidad de atrapar al lector. “Nos cuidamos unos a otros. Madre nos cuida de padre, padre nos cuida de lobos”. Y nadie cuidaba a la madre. Edurne Portela también aborda la violencia sutil de un hombre contra su pareja en su última novela, Formas de estar lejos (Galaxia Gutenberg). O Karina Sainz Borgo prescinde absolutamente de padre alguno en la exitosa La hija de la española (Lumen).
No puede faltar aquí Lectura fácil, de Cristina Morales (Anagrama), que sin ahondar en ausencia de padres ni hombres en general centra su inteligente historia en cuatro mujeres con varios grados de discapacidad que luchan por su autonomía (ellas solas, ellas autosuficientes, ellas libres) en lo que se convierte en una mirada ácida y disparatada de nuestro mundo reglado y convencional. La bisexualidad es aquí una forma (otra forma) de autonomía e independencia que también vamos a encontrar en Aixa de la Cruz o en Permafrost, de Eva Baltasar (Literatura Random House), otra de las novelas imprescindibles de este curso.
La temática desborda y recorre generaciones y es leitmotiv en edades distintas, desde la benjamina millennial Alba Carballal (1992) a las ochenteras Aixa de la Cruz (1988), Sainz Borgo (1982), Morales (1985) y Elisa Victoria (1985) o las setenteras Winkler (1979), Baltasar (1978) o Portela (1974).
En resumen, se diría que los hombres retrataban a las mujeres amantes y que las mujeres están retratando a los hombres ausentes acaso porque no están, o acaso porque su ausencia es el retrato más preciso de la vida. Hemos pasado la vida construyendo imaginarios de mujeres fabricados por hombres, en suma. Y, cuando nos ponemos manos a la obra, resulta que estamos tan cojas y mancas como ellos, con una configuración esquemática de un mundo hecho añicos. ¿O no?
@bernagharbour
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