Por qué no denuncian las maltratadas
Tres de cada cuatro asesinadas por su pareja o expareja no acudieron a la justicia. El miedo al agresor o a no ser creídas y el efecto sobre sus hijos frenan a las víctimas
Es un piso de paredes claras, lleno de cuartitos con sofás y dibujos infantiles. Está en el sur de Madrid, lejos del radar de los hombres que maltratan a las mujeres que una vez dijeron amar. Aquí, 15 especialistas atienden a más de un millar de víctimas y a sus hijos. Hay un patrón generalizado: “La mayoría de las mujeres que tratamos nunca ha denunciado”, explica la responsable de este servicio de la red integral municipal de atención a la violencia de género. Con terapia y tiempo les enseñan a intentar sobrevivir mientras se hacen fuertes para denunciar o para salir de la espiral de la violencia sin que medie un juez. Hay recomendaciones que sorprenden: “Si te pega, no te metas en la cocina. Allí hay cuchillos. Es un lugar mucho más peligroso que el cuarto de los niños”.
Desde que España aprobó una ley contra la violencia de género en 2004, el número de condenas crece, pero se ha resentido el número de denuncias. Hay una estadística negra que ha provocado preocupación y cambios. El número de asesinadas anuales apenas ha bajado —son 972 desde que hay datos oficiales, 44 en 2018—. Y tres de cada cuatro víctimas mortales no denunciaron. ¿Por qué?
“Si te pega, no te metas en la cocina. Allí hay cuchillos. Es más peligroso que el cuarto de los niños”.
La última macroencuesta de violencia contra la mujer muestra que casi la mitad de las mujeres agredidas no denuncian porque consideran que su caso no es suficientemente grave. La decena de especialistas y afectadas entrevistadas para este reportaje añaden que una vez han dado el paso, jueces y policías ponen en cuestión su palabra. Primero dudan ellas, después dudan de ellas. Las instituciones quieren corregir este problema y por eso el reciente Pacto de Estado contra la Violencia de Género incluye mejoras en la formación de los jueces y amplía la condición de víctimas a quienes todavía no han interpuesto denuncia, para poder protegerlas.
Dice la responsable del centro ubicado en Madrid, que pide anonimato porque ha recibido amenazas, que a las víctimas les frena el miedo o la vergüenza, la dependencia emocional y económica, la falta de confianza en los jueces o el temor a que sufran sus hijos. Raquel e Isabel son dos de las mujeres que acuden a este centro. Junto con Lucía, atendida por Famuvi (Federación de Asociaciones de Asistencia a las Víctimas de Violencia Sexual y de Género), detallan las piedras que se encontraron el camino.
Raquel: “Denunciar nos ha penalizado a mí y a mi hijo”
Miró a los ojos de su marido y le dijo: “Ya no quiero seguir contigo”. Y ahí, asegura Raquel, empezó su odisea. Era 2014. Durante un mes “subió el nivel de agresividad”. Ella dormía abrazada al bolso para evitar que le quitara más documentos, él se metía de noche en la cama e intentaba forzarla, de día la trataba a empujones. Raquel huyó con su hijo de dos años: “Me marché con el niño y con lo puesto”.
“Tras la denuncia, empieza el calvario. Se les pide que recaben pruebas, lo que no pasaría si fuera un robo”
Esta mujer alta y elocuente presentó una demanda de separación. Ni se le pasó por la cabeza denunciar. Fue a comisaría por recomendación de su abogado. Allí le dijeron que si no denunciaba ella, lo harían de oficio. Denunció, se activó el protocolo. Detuvieron al marido y al día siguiente se celebró un juicio rápido. Fue sobreseído por falta de pruebas.
“Las víctimas creen muchas veces que la denuncia es suficiente, pero ahí empieza el calvario. Se les pide que recaben ellas mismas pruebas de los delitos, lo que no pasaría si fuera un robo”, explica María Naredo, directora general de Prevención y Atención frente a la Violencia de Género del Ayuntamiento de Madrid. “Se ha consolidado la idea de que sufren violencia física, pero no se tiene en cuenta la psicológica o la sexual. En muchos casos se hacen juicios rápidos. ¿Y qué pruebas puedes conseguir en 72 horas? Es muy difícil acreditar una violencia habitual en tan poco tiempo”, añade.
Tres meses después, Raquel y su exmarido comparecieron en el primer juicio para resolver la custodia del hijo de ambos. Él solicitó la custodia compartida y la juez se la concedió: una semana con cada progenitor.
Uno de los días de intercambio, ella grabó con el móvil mientras le entregaba el DNI del niño. Quería dejar constancia de que le daba el documento. El exmarido entendió que el vídeo era sobre él. “Salió rabioso y gritando: ‘No me grabes, no me grabes’. Me persiguió escaleras abajo. Me empujó contra una pared. Me oriné encima del miedo”. Resultado: un esguince y cardenales por el cuerpo. Le pusieron una orden de alejamiento de 100 metros, pero no se revisó la custodia. No pueden estar cerca, pero tienen que intercambiarse al hijo. Ella pidió un punto de encuentro: “Me dijeron que no había plaza, que estaban saturados”. Desde hace un año, intercambia a su hijo con ayuda de una vecina.
Raquel hubiera querido verlo todo en una bola de cristal: “Habría hecho todo igual, por dignidad. Pero hace falta preparar a las mujeres para esto”
Raquel, que pide figurar sin apellido, acude a este recurso municipal para que las psicólogas le den pautas para tratar a su niño. No le puede ver un psicólogo infantil porque eso requiere también el permiso del padre. El Pacto de Estado incluye un cambio del Código Civil, aún no activado, para que los hijos de maltratadores con condena reciban atención psicológica sin necesidad de autorización paterna. “Tiene problemas de comportamiento, se ha vuelto agresivo, pero nadie lo ve. Haber denunciado nos ha penalizado a mí y a mi hijo”. Cuatro años después, asegura que le hubiera gustado verlo todo desde una bola de cristal: “Habría hecho todo igual, por dignidad. Pero ahora sé que hace falta preparar a las mujeres para esto. Decirles que cuando llegas a un juzgado te van a mirar con lupa y le subirán la autoestima al maltratador. Le harán sentirse impune”.
Lucía: “La familia me culpa a mí”
Le pasa a una de cada cinco víctimas y le ocurrió también a Lucía. Calló casi 30 años, entre otros motivos, por vergüenza: “Lo sufres tú sola. Frente a los amigos y la familia, fuerzas la sonrisa para que parezca que no pasa nada”, explica esta asturiana, que elige un nombre ficticio.
“Me pasé toda la vida tratando de que no se enfadara, porque si lo hacía el castigo era para mí”, asegura ella, en terapia con Famuvi por las secuelas del maltrato de su marido y por lo que vino después. “Si rompía un plato o lanzaba una botella contra un cristal, yo iba detrás como una imbécil a pedirle perdón. Cuando me hacía algo muy extremo, llamaba al 016, me desahogaba un poco, colgaba el teléfono y a seguir”. Hasta aquella tarde de hace siete años en la que ella llegó a casa de la calle con un regalo para un familiar. A él no le gustó y la echó del salón. Le tiró el bolso, arrojó el móvil al suelo y lo destrozó. Rompió una puerta, le pegó un empujón y ella salió corriendo. Era de noche. Entró en la comisaría cerca de su casa, llorando. Y puso su primera denuncia en una sala con más gente.
Aquella noche su marido durmió en el calabozo. Hubo un juicio rápido y el juez decretó una orden de alejamiento de dos años. “Mandé al hijo a ayudarlo en lo que necesitara. Lo echó tras decirle que nos iba a hundir”. El hundimiento, cuenta Lucía, empezó con la asfixia económica. Dejó de pagar las cuotas de la casa y su parte en la manutención de su hijo.
“Tenías que haberte separado como todo el mundo. No sé por qué tuviste que denunciar”, le decía a Lucía su familia
Acuciada por las deudas, Lucía entró en la lista de morosos. A esto se suma la incomprensión de sus allegados: “Tenías que haberte separado como todo el mundo. No sé por qué tuviste que denunciar”, le decían. “Mi familia me culpa a mí”. Pero lo que más le duele es el desprecio de su hijo. “A mí me maltrató mi marido, pero mi hijo sufrió más que yo. Le creamos un follón en la cabeza del que no sabe escapar. Ya es bastante mayor, pero aún no soporta que estemos divorciados y lo paga conmigo. Dice que la culpable soy yo. Se ha convertido en un nuevo verdugo”.
Isabel: “Me paralizó el miedo que le tengo”
Durante años, Isabel se sintió su marioneta. Le olía su cabello rubio cuando llegaba de trabajar para ver si tenía aroma de otro. Gritaba por la noche y despertaba a los niños si ella se negaba a tener relaciones sexuales. Isabel lo tuvo claro por primera vez hace una década, cuando empezó a conducir como un loco con toda la familia en el coche: él, ella, el niño y las dos pequeñas. Salieron temblando de allí y ella se marchó con sus padres. La convenció para volver: “Me dijo que no podía vivir sin mí, que se moría”. Pasaron tres años más. Isabel decidió divorciarse sin hacer ruido. Es una salida común, asegura la directora del recurso de la red municipal madrileña donde Isabel sigue una terapia como víctima: “La mayoría opta por separarse sin que salga a la luz para no enojar a la fiera”. Isabel lo hizo por miedo: “Me paralizó el temor que le tengo, más por mis hijos que por mí misma”.
“Lo que más cuesta explicar a las víctimas son las denuncias cruzadas o los casos en los que todo se les vuelve en contra”
Un día acudió con una vecina a entregar a sus hijos al exmarido. Él se bajó del coche y la amenazó. Lo denunció para pedir una orden de alejamiento. “Se archivó porque hubo testimonios opuestos: el de la vecina contra el de su nueva pareja. Me sentí indefensa. Crees que van a investigar, pero los jueces no se molestan”. Segundo intento. Acudió a la Fiscalía de Menores para denunciar que sus hijos también corrían peligro. “Lo volvieron a archivar, de nuevo por declaraciones contradictorias”, relata. Hace dos años, tras un informe psicológico oficial que dudaba de su condición de víctima, le dieron la custodia de los niños al padre.
“Esto es lo que más cuesta explicar a las víctimas, cuando hay denuncias cruzadas o en los casos en los que todo se les vuelve en contra”, explica Manuela Torres, abogada especializada en violencia de género desde hace 25 años. “Es devastador, como el mundo al revés. Vas a denunciar y resultas imputada o puedes llegar a perder a tus hijos”.
Isabel asegura que el informe por el que perdió la custodia de sus hijos hace dos años se hizo en apenas horas y que le han negado volver a revisarlo desde entonces. Solo los ve los fines de semana, pero asegura que seguirá peleando. Ya no tiene miedo.
La directora del centro para víctimas de Madrid explica así la evolución de las mujeres: “Cuando llegan, les digo que tienen un cubo de basura lleno y deben empezar a limpiarlo. Se asustan porque cuando lo remueven duele y huele mucho, pero al final se puede limpiar. De esto se puede salir”.
Isabel tiene una nueva pareja y otro bebé: “Ahora soy persona, autónoma, hago lo que yo creo. Espero encontrar un juez que revise mi caso para poder estar más tiempo con mis hijos. Voy a seguir peleando”.