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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una economía que mata

En el mundo hay 821 millones de personas que sufren hambre crónica, seis más que el año pasado

Arroz a la hora de la comida en una escuela de India.
Arroz a la hora de la comida en una escuela de India. Christian Ender (Getty Images)

Es para no creérselo. En pleno siglo XXI en el mundo hay 821 millones de personas que sufren hambre crónica. ¡Seis millones más que el año pasado! Es decir, uno de cada nueve habitantes del planeta. El 98% de ellos viven en países en desarrollo y el 70% son mujeres. 

Hablamos de personas que carecen de los recursos y servicios básicos para tener una vida mínimamente saludable: alimentación, salud, vivienda, educación, asistencia sanitaria; pero también de capacidades, posibilidades y derechos básicos para producir, para vivir con dignidad… 

También sabemos que 42 personas poseen la mitad de la riqueza del mundo y que el 1% de los habitantes del planeta acumula tanta riqueza como el 99% restante. Esto se llama desigualdad e inequidad. 

Tenemos asombrosos niveles de crecimiento económico, medios tecnológicos y recursos financieros. Tenemos posibilidades casi infinitas de producir alimentos para muchos más de los 7.500 millones que somos… ¿Tenemos derecho a aceptar la existencia de ese ingente número de hambrientos, que sigue aumentando? 

La erradicación de la pobreza es uno de los mayores retos que enfrenta la humanidad. En 1992, la Asamblea General de la ONU instituyó el 17 de octubre como el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, para promover mayor conciencia entre los ciudadanos, los gobiernos y la comunidad internacional sobre la necesidad de tomar medidas para erradicar la pobreza y la indigencia en todos los países. 

Desde la responsabilidad personal, no podemos eludir el deber ético de la solidaridad, compartiendo nuestros bienes para lograr mejores condiciones de vida para los más pobres y promover su dignidad. Tenemos la posibilidad de colaborar económicamente con proyectos de seguridad alimentaria, nutrición y lucha contra el hambre, a través de alguna Organización No Gubernamental de Desarrollo (ONGD). 

Debemos exigir a nuestros políticos que diseñen un modelo de desarrollo en cuyo centro esté la realización de la persona

Pero las respuestas personales y el trabajo de las ONGD no son suficientes porque sus impactos son limitados. Hoy sabemos que la extrema pobreza se debe, en gran medida, a la propia organización del sistema económico a nivel global. El papa Francisco ha llamado a esto la “economía que mata” (Alocución a un grupo de empresarios, Roma, 4 de febrero de 2017). Es la economía que coloca el beneficio económico sobre el derecho de las personas a la alimentación, que hace aumentar las desigualdades entre los seres humanos y produce “descartados”. 

Los expertos nos dicen que los conflictos violentos y las perturbaciones derivadas del cambio climático afectan más a los más vulnerables. También sabemos que el actual sistema de producción de alimentos a nivel mundial está beneficiando a unas pocas manos y priva del derecho a la alimentación a millones de seres humanos; que los cultivos dedicados a la fabricación de biocombustibles compiten con la producción de alimentos y afectan de manera especial a los más pobres; que el acaparamiento de tierras cultivables en países pobres por parte de algunos inversionistas y gobiernos priva a millones de campesinos de sus medios de vida; y que la especulación financiera con los precios de los alimentos también afecta a los más pobres… 

Y también sabemos que se pierden o desperdician al año 1.300 millones de toneladas de alimentos, suficientes para alimentar a 3.000 millones de personas… Se pierden en los países pobres por falta de infraestructuras para su procesamiento y almacenamiento; y se desperdician en los países ricos en el proceso de comercialización y consumo: en los supermercados, los comedores escolares, los hospitales, los restaurantes, los hogares… 

Ante esta situación, no podemos quedarnos cruzados de brazos ante la mayor vergüenza de nuestra civilización… Además de lo que personalmente podamos aportar, debemos exigir a nuestros políticos que se empeñen en diseñar un modelo de desarrollo en cuyo centro esté la realización de la persona, que priorice el bien común y la armonía con la naturaleza. 

Si no es así, llegará 2030, y 2050, y estaremos igual. Y seguiremos permitiendo que millones de personas sigan siendo víctimas de la inequidad, la voracidad y el acaparamiento. 

Waldo Fernández es miembro del Área de Educación para el Desarrollo de Manos Unidas. 

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