Instrucciones para sentir
Las emociones, en la educación de los niños, necesitan nuestra atención y nuestra escucha, no que las diseccionemos. Hace falta para eso la capacidad de imaginar
“Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza”. Así comienza un célebre texto de Julio Cortázar, titulado “Instrucciones para llorar”. En la sección Instrucciones de su libro Historias de Cronopios y de famas, encontramos también “Instrucciones para subir una escalera” o “Instrucciones para dar cuerda a un reloj”, todos ellos microrrelatos en los que se sorprende al lector ofreciendo técnicas mecánicas y muy detalladas para realizar acciones banales, insignificantes, involuntarias o inconscientes. La inadecuación entre el lenguaje utilizado y la realidad del objetivo que se persigue es fuente de ironía, y crea un peculiar sentido del humor. Cortázar, amante del juego, utiliza este sencillo pero inteligente recurso para llamar la atención sobre lo que hacemos sin darnos cuenta, para demostrar lo ridículo o chistoso que puede llegar a ser el tratar de describirlo o enseñarlo.
Desgraciadamente, parece que nuestro mundo está perdiendo la inclinación a la ironía, y que la literalidad va por el camino de convertirse en la peor enemiga del pensamiento. En numerosos libros infantiles, manuales escolares y programas didácticos ocupa un lugar fundamental la llamada educación emocional. Se les presenta a los niños una serie de emociones básicas (que son seis, siete u ocho según la clasificación elegida), acompañadas de sugerentes dibujos o emoticonos, y se les explica en qué situaciones uno se siente alegre o triste, con miedo o con asco, para qué sirve la rabia, o qué hacer cuando uno está enfadado (con sugerencias tan útiles para un niño de cuatro años como “contar hasta diez”, “respirar despacio” o “pensar en otra cosa”). Proliferan libros infantiles en los que sus protagonistas, atribulados entre tanta emoción sin nombre, encuentran la felicidad clasificándolas en botes de colores (y aquí tampoco hay sorpresas, la rabia es roja, la tristeza azul y la alegría amarilla).
Lo más curioso de todo es que quienes escriben estos manuales e implementan tales programas educativos carecen del más mínimo atisbo de ironía. En lugar de jugar, se toman a sí mismos muy en serio. Pues lo que les enseñan a los niños (ese compendio de palabras abstractas que hay que saber reconocer según sus esquemáticas expresiones faciales) está basado en estudios científicos de primer nivel, y no cabe duda de que gracias a ello tomarán conciencia de sus emociones y llegarán a ser personas de éxito: pequeños expertos en teoría de la mente, habilidades sociales y empatía. Pues, por extraño que parezca, a los niños se les enseña la empatía con ejercicios en los que deben explicar qué le ocurre a un personaje tras la exposición de una situación artificial y plana, en la que nadie se pararía a pensar espontáneamente porque no tiene interés ninguno. El ejercicio termina con extrañas interrogaciones del tipo: “¿cómo sabes lo que le sucede al personaje si no le puedes ver?”: aún estoy tratando de averiguar qué clase de respuesta se espera para semejante pregunta.
La mal llamada educación emocional no puede formar parte de los programas académicos normativos
Determinadas corrientes de la psicología y la pedagogía producen manuales con “Instrucciones para sentir”, y tratan de convencernos de que a una explicación teórica y simplificada acerca de lo que es la tristeza le sigue una mayor capacidad para convivir con ella. Supongo que con la esperanza de que tras haber despojado a las palabras de su carga simbólica, de sus ambivalencias, de sus oscuridades; tras haberlas convertido en meros significados denotativos, la mente de los niños se volverá igual de plana y alejada de las contradicciones que nos hacen sufrir. Lo más inquietante es pensar que esto pueda llegar a conseguirse: que, dado que el lenguaje estructura el pensamiento, vaciando el lenguaje de sus connotaciones y sus sentidos figurados se acabe también mermando la capacidad de simbolización y sus múltiples metáforas.
Hemos cambiado el símbolo por la alegoría. El símbolo fue siempre el elemento esencial de la literatura para niños, pues los símbolos hablan al inconsciente infantil. Gianni Rodari, escritor y maestro, escribió en su ya clásica Gramática de la fantasía, a propósito de los miedos que pueden suscitar algunos cuentos en determinados niños: “Si el niño siente el miedo angustioso de quien no consigue defenderse, es necesario reconocer que el miedo estaba ya en él, antes de que apareciese el lobo de la historia: estaba dentro de él, en alguna profundidad conflictual. El lobo es el síntoma que revela el miedo, no su causa…”. Me interesa aquí la palabra “revelar”, que significa descubrir lo ignorado o secreto y, si nos atenemos a la forma misma de la palabra, volverlo a tapar (re-velar). Los símbolos, como el lobo de Caperucita o el vestido de Cenicienta, ayudan a revelar emociones: las hacen aflorar, manifestarse, pero no las explican ni teorizan sobre ellas. Apelan a la complejidad del mundo interno. Las emociones, en la educación de los niños, necesitan nuestra atención y nuestra escucha, no que las diseccionemos. Hace falta para eso la capacidad de imaginar. No hay otra puerta. El juego infantil, la expresión a través de la imaginación o el dibujo, la reacción sincera de un niño ante una historia que le ofrece símbolos significativos para él, nuestra atención, como padres o educadores, al modo en que habla, o a su rostro en un momento particular es el único modo de ayudarle a tomar conciencia de lo que siente. No hay atajos, ni fórmulas científicamente demostradas para crear niños emocionalmente sanos ni felices.
Desgraciadamente, parece que nuestro mundo está perdiendo la inclinación a la ironía
A veces es necesario reconocer que uno camina en la oscuridad. La escuela ofrece a los niños, ante todo, experiencias. La mal llamada educación emocional no puede formar parte de los programas académicos normativos, sino que nace de lo que se vive. De la relación entre cada maestro y sus alumnos, siempre inclasificable; de las amistades entre los niños; de las historias que los aterrorizan o los conmueven; de la satisfacción de haber hecho un dibujo que expresa algo que desconocían; de los talleres de teatro en los que los niños descubren su cuerpo y su voz; también de la práctica del deporte; de la música, del baile; ante todo, del placer, la concentración y la excitación del juego. Nuestro sistema educativo incorpora con entusiasmo los nuevos contenidos de educación emocional al mismo tiempo que prácticamente suprime las enseñanzas artísticas, convierte la lectura en un ejercicio mecánico desde edades cada vez más tempranas y reduce drásticamente el tiempo de juego libre de los niños. Salgamos de este gran engaño. Y empecemos a sospechar un poco de los expertos que, lejos de cualquier ironía, prometen soluciones “científicamente probadas” para educar. Fijémonos un poco más en lo que nos enseñan los niños.
Elisa Martín Ortega es profesora de literatura en la Facultad de Educación de la Universidad Autónoma de Madrid
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