Una vejez sin armarios
Los gais mayores ocultan su condición al entrar en las residencias para evitar ser marginados. Una fundación prepara el primer hogar LGTBI
Sofía tiene una hija de 13 años y un tío de 76. A su hija, que va a un colegio católico, le parece lo más normal del mundo que el tío de su madre, al que ella también llama tío, sea gay, pero él se sorprendió hace unos días cuando se enteró de que la adolescente sabía desde hace tiempo aquello que él se ha esforzado en ocultar toda su vida como si fuera un delito. Como tantos otros homosexuales de su edad, el tío de Sofía sólo se ha permitido salir del armario de puertas para adentro, pero los achaques propios de la vejez y un párkinson muy avanzado amenazan con quitarle incluso ese pequeño espacio de libertad. “Cuando nos planteamos buscar una residencia para mi tío”, cuenta Sofía, “pensamos que sería muy triste condenarlo a vivir fingiendo hasta sus últimos días. ¿De qué va a hablar mi tío con señores de su edad, acostumbrados a vivir en un clima generalizado de homofobia?”.
No es un problema exclusivo del tío de Sofía. Ya en su libro Elogio de la homosexualidad, el profesor de Filosofía Luis Alegre advertía de que se están dando casos de residencias de ancianos en las que se intenta que los homosexuales oculten su condición para evitar problemas con otros internos. Según explica Federico Armenteros, presidente de la Fundación 26 de Diciembre —dedicada a la atención de mayores LGTBI—, hay un sector del colectivo gay, los que ahora tienen 70 años o más, que sufrió de lleno la persecución de la dictadura —primero la ley de vagos y maleantes y luego la de peligrosidad social— y que en muchos casos aquello provocó un shock tan traumático que les dejó graves secuelas: “Han vivido muchísimos años teniendo que ser otra persona, viviendo la homofobia, incluso interiorizándola, y educados en el odio hacia quienes eran como ellos mismos”.
Armenteros no lo sabe de oídas. También él sufrió desde niño el rechazo por su condición de homosexual y luchó durante décadas por curarse de una enfermedad que solo existe en el odio de los fanáticos. “Hay muchos gais ancianos”, explica el presidente de la fundación (cuyo nombre es la fecha de 1978 en que se derogó en España la ley de peligrosidad y rehabilitación social), “que llegaron demasiado tarde a la libertad que ahora disfrutamos —la ley de igualdad, la del matrimonio—- y se quedaron en la orilla, excluidos, invisibles hasta para el propio colectivo”.
Hace unas semanas, Sofía le escribió una carta a Armenteros. Se había enterado de que su fundación tenía muy avanzado el proyecto de abrir una residencia y un centro de día en el distrito madrileño de Villaverde (Madrid) destinado a personas LGTBI y le preguntó si su tío tendría cabida allí. Le contó que aquel tío tan querido —el hermano de su madre— había llegado a Madrid muy joven desde un pueblo de Extremadura y que en 1963, cuando sólo tenía 21 años, conoció a un hombre 30 años mayor que él con el que convivió hasta su muerte en 1992. “Aquel hombre”, recuerda Sofía frente al colegio católico en el que estudia su hija, “había sido un oficial del Ejército rojo, miembro destacado del PCE, que tras perder la guerra huyó al sur de Francia y desde allí se dedicó a recaudar dinero para enviar a la resistencia al franquismo. Hasta que un problema con un camarada —no sabemos si relacionado con su homosexualidad— le obligó a volver a España de tapadillo. Nada más llegar conoció a mi tío. Fueron pareja de puertas para adentro y amigos, solo amigos, de puertas para afuera. Una vida entera a escondidas, tapándose siempre, con miedo…”.
Armenteros y una asistente social de la fundación fueron a visitar al tío de Sofía, vencieron su rechazo a reconocer ante extraños su homosexualidad y le hablaron de un lugar con una bandera arcoíris en la puerta, cristales transparentes para ver y ser vistos y una oportunidad final para vivir sin ocultarse. "Hay que tener en cuenta", explica Carlos Jorge Martínez, un cubano homosexual que llegó a España hace más de dos décadas y ahora vive bajo el paraguas asistencial de la fundación, “que para muchos de nosotros sería muy duro ir a un asilo de ancianos cualquiera, porque nos sentiríamos peor que en el armario, porque se trataría de un armario perpetuo”. Y añade: “No es lo mismo que hacer en tu casa lo que te da la gana y luego salir a la calle con ropa de hombre. No. En este caso tienes que tener la ropa de hombre, dicho sea entre comillas, puesta todo el tiempo, porque si no, como me sucedió a mí en un hospital, puedes tener al lado a un señor que no comprenda —y es lógico que no lo comprenda dada la educación homófoba de esa generación— a alguien con una forma de hablar un poco rarita, con una forma de caminar un poquito rarita… Es decir, el hecho de que alguien tenga que convivir en la misma habitación con un extraño al que considera de moral depravada puede provocar situaciones de tensión e incluso de agresividad”.
De ahí que Armenteros ande estos días a vueltas con el arquitecto, con los permisos municipales y con mil problemas más para que la residencia —con capacidad para unas 60 personas— pueda inaugurarse antes del próximo verano. “Seguramente”, dice tratando de mantener a raya la emoción, “los primeros que acogeremos serán los más dañados. Queremos darles al final de sus vidas aquello que se merecen como seres humanos y que no han podido disfrutar nunca públicamente, porque han tenido que vivirlo en lo oscuro, en la soledad, en los márgenes. Nos va a llenar de satisfacción conseguir que encuentren al final el sentido de su vida”.
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