Cuidar la ropa es cuidar del planeta
Cada vez más gente tiene en cuenta el efecto en el medio ambiente de su vestuario
En un minúsculo local junto a la plaza Mayor de Madrid, José regenta un taller de reparación de calzado. “Los zapatos son como las personas”, comenta, junto a su mostrador abarrotado. “¿A que tú cuándo te pones enfermo vas al médico a curarte? Pues lo mismo”. Sin embargo, las últimas dos décadas han cambiado la manera en la que compramos y cuidamos —o dejamos de cuidar— nuestra ropa. Los productos de vestir se han abaratado de tal manera que compramos más, tiramos más y arreglamos menos. Y no siempre somos conscientes del impacto que tienen esas acciones sobre el medio ambiente.
Según la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación (FAO), en 2010 el mundo consumió 69.728 millones de toneladas de fibras textiles, un 41% más que 10 años antes. Un crecimiento mucho mayor que el de la población mundial, que según la ONU aumentó un 12% en el mismo periodo de tiempo. Y es más, mientras la producción, en términos absolutos, de fibras naturales como el algodón o la lana se mantuvo más o menos estable, la de tejidos sintéticos como el poliéster creció.
La producción de estos tejidos sintéticos tiene efectos negativos sobre el medio ambiente. El poliéster es un derivado del petróleo cuya fabricación requiere grandes cantidades de energía y agua. Además, en ciertos casos el convertir los hidrocarburos en fibra requiere catalizadores que usan metales pesados como el antimonio. Estas sustancias son nocivas y se acumulan en animales y plantas del entorno.
No solo son las fibras sintéticas las que dan problemas. El algodón, casi tan consumido a nivel global como el poliéster, es un cultivo que requiere grandes cantidades de agua. Las necesidades del algodón han conducido a desastres medioambientales como el del mar de Aral, situado entre Kazajstán y Uzbekistán y desecado en su mayor parte para abastecer las plantaciones de la fibra en ese último país, sexto productor mundial.
¿Merece la pena arreglarlo?
Aunque lo mejor para el medio ambiente es reparar en lugar de tirar, no siempre vale la pena. La Universidad de Kentucky (EE UU) ofrece una serie de preguntas que hacerse al encontrar el roto.
- ¿Cuán roto está?
- ¿Sabría repararlo yo mismo o debería pagar a alguien para que lo hiciera por mí?
- ¿Cuántos años tiene la prenda? ¿Me queda grande o pequeña? ¿Cuánto la uso?
- ¿Se la puedo dar a alguien?
- ¿Cuánto tardaría arreglarla? ¿Tengo tiempo para hacerlo yo?
- ¿Me puedo permitir el reemplazar la prenda por una de igual calidad?
- ¿Me pondré la prenda una vez arreglada?
La presión de los consumidores ha llevado a los productores a esforzarse para reducir el impacto ambiental de la producción de textiles —como el auge del poliéster reciclado, hecho a base de botellas de esta sustancia— pero hay otros factores. El más importante es que gran parte de la producción textil mundial se ha trasladado a países como Indonesia, India o China. Estas factorías no solo tienen, por norma general, peores condiciones de trabajo, sino que además, en muchos casos, los estándares medioambientales son igualmente malos.
Y esto contribuye a aumentar la huella de emisiones de gases de efecto invernadero. Según la organización Carbon Trust, la producción de ropa emite un total global de 350 millones de toneladas de dióxido de carbono al año. La misma organización afirma que producir una camiseta de algodón de 250 gramos lanza a la atmósfera seis kilos de CO2, el equivalente a conducir un coche promedio durante 38 kilómetros.
Todos estos factores hacen que cada vez más gente se lo piense dos veces a la hora de ir a comprar. Movimientos como el Slow Fashion abogan por comprar ropa fabricada con materiales obtenidos de forma sostenible y elaborada de forma responsable. También crecen los comercios que venden productos textiles obtenidos a través del reciclaje.
Pero la forma más sencilla de reducir el impacto ambiental de lo que vestimos es seguir la fórmula que seguíamos antes del boom de la ropa barata: elegir lo que se compra y cuidarlo bien. “La ropa de calidad y larga duración ofrece una posibilidad real de reducir emisiones de dióxido de carbono”, señalan de Carbon Trust. Comprar un pequeño estuche de costura y aprender a solventar los pequeños rotos y descosidos es el primer paso. Un estudio de la Universidad Aalto de Helsinki (Finlandia), apunta que poder personalizar o incluso mejorar nuestro vestuario hace que apreciemos más la ropa que tenemos. “Los productos que sean fácilmente personalizables pueden crear un vínculo emocional con el usuario”, señala la investigación.
En una pequeña tienda de reparación de ropas en el centro de Madrid, Rosa, la encargada, afirma que ese vínculo emocional aún existe para mucha gente. “Hay gente que le tiene cariño a la ropa que hereda de sus familiares o que recibe de regalo”, apunta. “Son esas ropas las que más se llevan a arreglar”.
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