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Columna
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Una justicia más igual

El aforamiento de los políticos es un privilegio que les aleja de sus representados

Gabriela Cañas

Las probabilidades de que un presunto delincuente sea juzgado por un magistrado afín tienden a cero. Las de un político corrupto se multiplican, sin embargo, de manera exponencial. Por eso, aunque produjo cierto escándalo, a pocos sorprendió demasiado que el expresidente de la Generalitat valenciana, Francisco Camps, perseguido entonces por sus conexiones con la trama Gürtel, declarara ser más que amigo del presidente del Tribunal Superior de Justicia de Valencia, Juan Luis de la Rúa, el mismo que archivó la querella del caso e ignoró el informe policial que relataba los indicios de financiación irregular del PP valenciano.

A pesar de la incompatibilidad manifiesta —si no legal, al menos lógica—, el entonces vicepresidente del Consejo General del Poder Judicial, Fernando de Rosa, no quiso relevar de su puesto a De la Rúa, lo que tal vez se entienda mejor si se tiene en cuenta que De Rosa fue militante de Alianza Popular y ocupaba el puesto a propuesta del mismo partido de Camps.

En Sevilla, la juez Mercedes Alaya, que lleva más de tres años investigando el caso de los ERE falsos de Andalucía, tendrá que abandonar tan magna tarea en el caso de que se le ocurra imputar a un político aforado implicado en el asunto, lo que, en contra del lógico discurrir de sus pesquisas, no ha hecho todavía.

Los jueces decanos de toda España, que en los últimos años se han convertido en una voz refrescante y esperanzadora, han puesto el dedo en la llaga denunciando la gran cantidad de aforados existentes, un extraño privilegio que, como contaba ayer EL PAÍS, apenas si existe en otros países de nuestro entorno. Ese aforamiento implica que los afectados no puedan ser juzgados por un tribunal ordinario y, en el caso de los políticos (2.300 en total), es especialmente bochornoso por cuanto son ellos los que nombran, por afinidad ideológica, a los miembros de esos tribunales superiores que les han de juzgar en caso de delito.

Dicen algunos que el aforamiento no siempre es un privilegio. Y es verdad. Impide, por ejemplo, recurrir a una segunda instancia. Pero digo yo que de no gustarles solo tienen que renunciar a ello. Es, en todo caso, una distinción de trato (como declarar por escrito o sin moverse del sitio) poco comprensible para el resto. Los políticos que abandonan el Congreso, por ejemplo, no siempre tienen derecho al paro. Pero basta que completen dos legislaturas para obtener la pensión máxima. Los parlamentarios europeos acceden muy fácilmente a elevadas pensiones sin necesidad de cotizar como los demás y hay organismos, como el Consejo de Estado, que les ofrecen empleo y sueldo de por vida.

Exigir el fin de tales privilegios no pretende ser el discurso de la antipolítica. Es lo contrario: es pedir una política más cercana al ciudadano, al que no se le escapan estos detalles que les alejan de sus representantes. Esos beneficios minan la credibilidad de unos profesionales que deciden sobre las pensiones de los demás o aseguran su “vocación de servicio” tratando de ignorar las ventajas de que disfrutan. Los políticos españoles deben estar bien remunerados para dedicarse a una labor tan importante. Poner fin a tratos extraordinarios que, además, siembran sospechas de connivencia con el Poder Judicial mejorará su reputación social.

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Sobre la firma

Gabriela Cañas
Llegó a EL PAIS en 1981 y ha sido jefa de Madrid y Sociedad y corresponsal en Bruselas y París. Ha presidido la Agencia EFE entre 2020 y 2023. El periodismo y la igualdad son sus prioridades.

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