Está en juego la cohesión social
El cierre salvaje de la radiotelevisión pública valenciana es un síntoma más de una grave patología de nuestra democracia: el entendimiento de la comunicación como propaganda y de los medios públicos como propiedad privada del partido gobernante. Despilfarro, amiguismo, corrupción, manipulación han sido las consecuencias, ahora invocadas por los mismos ejecutores de estos abusos, para dar el tiro de gracia a los servicios públicos audiovisuales.
Las autonómicas han sido un elemento importante del desarrollo del Estado de las Autonomías. Sin ellas no se habrían consolidado espacios públicos, identidades colectivas, en nacionalidades y regiones. Y, desde luego, han sido factor esencial para el desarrollo de las lenguas propias. Se podría haber optado por un sistema cooperativo como el alemán, con potentes radiodifusores públicos regionales federados en una cadena nacional, pero se impuso el modelo de organismos independientes. Las autonómicas de primera generación, las de las comunidades más importantes, copiaron el viejo modelo mastodóntico y manipulador de la RTVE del Estatuto de 1980. Y pretendieron ser cadenas nacionales, olvidando muchas veces lo local. Algunas siguieron el ejemplo de regeneración democrática de RTVE en 2006, para luego, como la corporación estatal, volver sobre sus pasos y aumentar el control gubernamental. Otras, como Telemadrid o la valenciana se fueron hundiendo más y más en el pozo de la manipulación y el descrédito. Mientras, las de segunda generación, minimalistas, externalizaban sus servicios a productoras amigas, incluidos los informativos cuando Rajoy modificó la norma para permitirlo.
El futuro de estos operadores dependerá de la solución que se dé a la estructura territorial de España. Después de la desaparición de medios privados locales y regionales, las públicas son más imprescindibles para la cohesión social. Pero no a cualquier precio. La independencia y neutralidad política tienen que estar garantizadas por una selección abierta de gestores no políticos y por instituciones de pluralismo interno como los consejos profesionales. Los Parlamentos autónomos tienen que diseñar una misión de servicio público realista y asignar una financiación suficiente y estable. Deben ser foro político abierto, sí, pero también promover la cultura (sin provincianismos folclóricos), hacer visible y dar la palabra a los que no la tienen, atender al centro y a los territorios remotos y despoblados, desarrollar una producción propia y dinamizar la industria audiovisual regional. No hay servicio público sin público, pero hoy su medida no pueden ser solo los índices de audiencia. Lo importante es la rentabilidad social, a qué públicos (mayoritarios y minoritarios) se sirve y qué servicios se prestan. Una cadena generalista austera puede cumplir esta función, complementada con servicios especializados en la Red y contenidos de calidad entregados a la carta. Sin pretender ser la BBC o RTVE. Y —¿por qué no?— sindicando programas en una cadena estatal.
Rafael Díaz Arias es profesor de Periodismo de la Universidad Complutense.
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