“Mi madre todavía me dice que no pinte las paredes”
A Rubén Sánchez le conocen en el barrio. La cosa no tendría más importancia si el barrio estuviera en su Madrid natal o en Barcelona, donde ha vivido la última década. Pero a él le invitan a limonada en Umm Suqeim, el distrito de Dubái donde ha pintado un mural que constituye el primer ejemplo de arte callejero del emirato. “Hasta el barbero se negó a cobrarme el otro día”, relata aún incrédulo por el efecto que ha tenido su obra.
No es para menos. En un país en el que garabatear un grafiti y salir corriendo no es una opción, la llegada del artista con sus espráis y una pequeña grúa causó cierta suspicacia. A medida que “el tipo montando una bici-camello y comiendo una manzana” fue adquiriendo forma y color, las miradas de recelo se transformaron en admiración.
“El grafiti está prohibido en todas partes, pero aquí el castigo es mayor”, concede Sánchez, quien por primera vez ha trabajado con permiso de la autoridad. De hecho, está en el país como artista invitado de Tashkeel, una organización sin ánimo de lucro dedicada a promover el arte y el diseño en Emiratos Árabes Unidos
El grafitero ha sido invitado a Dubái para promover el arte y el diseño
Me ha citado en el Barracuda, un restaurante egipcio especializado en pescado que se halla a escasos metros de su mural. “No conozco las especies locales”, señala antes de decantarse por una lubina y unos langostinos. Como es habitual aquí, el comedor no tiene licencia de alcohol, así que lo acompañamos con una botella de agua.
Mientras llega la comida, Sánchez me cuenta que no fue un buen estudiante. Para disgusto de sus padres, dejó el colegio a los 16 años. Ahora tiene 33. La disciplina se le hacía cuesta arriba. Le divertía más pintar grafitis y salir corriendo. O patinar, su otra gran pasión. Luego vio a su hermana, que estudiaba Publicidad, con el Photoshop.
“Pensé: esto mola. Era el principio de Internet; descubrí que había un montón de cosas gratis y me puse a aprender diseño gráfico”, explica. Así consiguió sus primeros trabajos, mientras seguía con el grafiti y la tabla de patinar. Hasta que un giro inesperado le llevó a Barcelona en 2001.
“A mí siempre me ha movido el aire; nunca he planificado nada”, asegura. También reconoce que cuando algo le interesa, se esfuerza en conseguirlo.
Fue en Barcelona donde hace cinco años todas las piezas empezaron a encajar. El grafiti, el diseño digital y sus aficiones confluyeron en un estilo muy personal que le llevó a ejercer de director de arte para una marca de patines. Fue así también como un miembro de Tashkeel se fijó en él y le ofreció una beca de un año para trabajar en Dubái y compartir su talento dando talleres a chavales sobre arte callejero.
“Les digo que no vayan dibujando por las calles porque me van a meter un marrón y dar un disgusto a sus padres”, admite divertido. De momento, los suyos están muy orgullosos de él. “Aunque mi madre todavía me dice que no pinte las paredes”, se ríe.
Ahora, superado el choque inicial que produce Dubái, Sánchez ha empezado “a rascar debajo del oro”. Su próximo reto, llevar su pintura a un labor camp, los modestos alojamientos donde viven los trabajadores inmigrantes que hacen posible el milagro de esta región. “No quiero solo pintar un mural, sino enseñarles, que participen, que sea una fiesta”, concluye mientras se encasqueta la gorra con la que se protege del sol.
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