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AULA LIBRE
Tribuna
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El horizonte roto de la escuela pública

En la nueva ley de educación se deja de lado el desarrollo integral de las personas

Guadalupe Jover

Sostiene Norberto Bobbio que lo que diferencia la derecha de la izquierda es su diferente actitud frente al ideal de igualdad. Siendo como somos los seres humanos tan iguales –en algunas cosas- como desiguales –en otras-, la izquierda tiende a subrayar lo que de semejantes tenemos para comprometerse en la eliminación de las desigualdades sociales. La derecha, por el contrario, parte de la convicción de que la mayor parte de las desigualdades son naturales y que, por tanto, no pueden eliminarse.

Pero a esta diferenciación “espacial” entre derechas e izquierdas, prosigue Bobbio, suele superponerse otra de carácter temporal: la que establecemos entre conservadores y progresistas. Para los primeros, es esencial la preservación del pasado, de la herencia, de la tradición. Para los progresistas, en cambio, -y cita aquí a Cofrancesco- lo prioritario es “liberar a sus semejantes de las cadenas que les han sido impuestas por los privilegios de raza, de casta, de clase, etc.” En este sentido, la palabra clave de los conservadores sería la de “tradición”; la de los progresistas, “emancipación”.

La correspondencia entre un par y otro no tiene por qué ser exacta. No lo es, en absoluto, en el ámbito educativo. Del mismo modo que hay educadores progresistas entre quienes votan a la derecha, hay muchos educadores conservadores entre quienes se dicen de izquierdas.

¿Qué diferencia a unos y otros, más allá de las caricaturas de que a menudo son objeto? El educador conservador pone el acento en la tradición cultural, en el legado disciplinar, en la importancia de transmitirlo, intacto, a las nuevas generaciones. Para que la trasmisión sea posible, es esencial –sostienen- el esfuerzo individual y la obediencia a unas normas.

Para el educador progresista lo importante no son las disciplinas sino los aprendices, así como el compromiso individual y colectivo en la transformación de un mundo esencialmente injusto. De lo que se trata, por tanto, es de cuestionar críticamente la herencia recibida abriéndola a otras voces, a otras perspectivas, a otros análisis, para que hombres y mujeres tomen las riendas de su propio destino sin acatar acríticamente una tradición a menudo construida en función de unas relaciones de poder. De lo que se trata en este caso no es tanto de transmitir individualmente un saber como de construir colectivamente un conocimiento a través de la indagación y el diálogo.

Para el educador progresista lo importante no son las disciplinas sino los aprendices

En nombre de unos principios y otros se han cometido excesos, qué duda cabe. Pero del encuentro de unos y otros podría haberse llegado a una síntesis fecunda. Lo peor que podía pasar con una nueva ley educativa era que acabara con lo más noble de una mirada y otra.

La LOMCE acaba con el anhelo conservador de preservar un legado cultural que se considera valioso: es llamativo su menosprecio de la historia, la filosofía, la cultura clásica, las artes. Solo a duras penas y tras ásperas discusiones se ha logrado hacerles al menos un pequeño hueco en el currículo escolar.

La LOMCE vacía de contenido –lo pervierte- un viejo anhelo de los educadores progresistas: el de desarrollar las habilidades y competencias que permitieran transferir los aprendizajes efectuados en la escuela más allá de las aulas. El concepto de “competencia” era, para el educador progresista, una herramienta de emancipación; para la derecha neoliberal, una herramienta de sumisión.

También acaba la LOMCE con el ideal de equidad de la izquierda –educar para la igualdad desde la diferencia- y resucita el más beligerante anhelo homogeneizador de la derecha (de ahí el carácter ferozmente recentralizador de esta contrarreforma educativa) al tiempo que dispara su convicción de que las diferencias sociales responden a un orden natural que el sistema educativo debe proteger y consagrar.

Pero lamentablemente la LOMCE no es una ocurrencia sin más del Ministro Wert. La LOMCE es la versión española de lo que los mercados y los poderes financieros pretenden de la educación: convertirla en un producto de consumo a merced de la capacidad adquisitiva de las familias (y por tanto, una tarta apetitosa para quienes buscan un nuevo nicho de mercado), y una mera fábrica de futuros trabajadores.

En la nueva ley de educación se deja de lado el desarrollo integral de las personas y la formación ciudadana. Lo único que interesa es formar lo que los mercados demandan: reducidos “polos de excelencia” de trabajadores altamente cualificados y un 80% de mano de obra dócil y versátil, para la que solo es necesario el dominio de una serie de “competencias básicas” (lectoescritura, cálculo e inglés). De ahí el carácter mercantilista de la ley; de ahí su carácter terriblemente segregador. De ahí, también, que se haya forjado de espaldas a toda la comunidad educativa.

La LOMCE acaba, en definitiva, con lo que constituía el horizonte de quienes creemos en la educación pública, en la educación a secas: el de contribuir a través de la equidad a mayores cotas de igualdad: no desde la homogeneización sino desde el reconocimiento de la diferencia. Aquel anhelo de una escuela inclusiva, coeducativa, intercultural, laica, democrática, quedaba lejos, es cierto, muy lejos; pero hacia él poníamos rumbo quienes creemos en el valor emancipador de la educación.

La LOMCE acaba con el ideal de equidad de la izquierda

La LOMCE rompe el horizonte de la escuela pública y secuestra el lenguaje de la sociedad civil para vaciarlo de sentido y resignificarlo a su antojo. Palabras como “calidad”, “libertad”, ”autonomía” son en la LOMCE lo contrario de lo que por ellas entendemos en la calle. La LOMCE no se sostiene: la falta de un diagnóstico serio, la manipulación interesada de los datos, la negación de las evidencias pedagógicas más elementales hacen de ella una ley que lejos de ofrecer soluciones a los muchos e innegables problemas que nuestro sistema educativo tiene, lo único que va a hacer es aumentarlos exponencialmente. Baste con un ejemplo.

Hoy hablamos al fin de inteligencias múltiples. Howard Gardner definía la inteligencia como un conjunto de ocho capacidades a través de las cuales conocemos el mundo. De estas inteligencias múltiples que nos permiten desarrollarnos como personas (inteligencia lingüísico-verbal, lógico-matemática, espacial, musical, corporal, naturalista, intrapersonal e interpersonal) la escuela ha privilegiado tradicionalmente unas en detrimento de otras. Y lo que es más grave, a menudo ha considerado la inteligencia como algo innato en lugar de una capacidad que se desarrolla (o no) en función del contexto. ¡Claro que hacía falta por tanto una reforma educativa que ampliara el espectro de lo que por educación entendemos, para dar cabida a todas estas inteligencias y favorecer el aprendizaje recíproco entre quienes nos aproximamos al mundo de una u otra manera! Esto sí que hubiera sido una verdadera reforma educativa.

Pero la LOMCE recupera la retórica del talento en su acepción innatista: de la misma manera que antaño se medían los cráneos para justificar científicamente las desigualdades sociales, ahora se habla de la diversidad de talentos para justificar el “canalizar a los estudiantes” (¡sic!) a unas u otras trayectorias cargándose lo que había sido una larga y costosa conquista social: la educación comprehensiva hasta los 16 años.

En una ley puesta al servicio de los mercados solo vale lo que estos demandan

En una ley puesta al servicio de los mercados solo vale lo que estos demandan. Lo que la Ley Wert llama evaluación externa cumplirá la doble función de controlar el currículo (porque condicionará lo que se hace y lo que no se hace en las aulas en función de unos criterios establecidos, en última instancia, no por la ciudadanía sino por organizaciones de corte exclusivamente economicista como la OCDE), y de cedazo con el que seleccionar a unos y desechar a otros. Alguien, además, se lucrará con este negocio.

Estos exámenes externos, realizados por quienes no conocen de nada a nuestras hijas e hijos, sucederán al acabar 6º de Primaria, 4º de ESO y 2º de Bachillerato. En estos dos últimos casos su nombre más apropiado es el de reválida, puesto que quien haya aprobado la ESO o el Bachillerato, si suspendiera la reválida, no obtendría el título correspondiente a la etapa. ¿Y vamos a consentirlo?

Quienes defendemos hoy la educación de la depredación de los mercados no lo hacemos desde la complacencia. Somos muy críticos con la escuela que tenemos. Claro que hace falta abrirla a las inteligencias múltiples, conferirles más autonomía (es decir, más gestión democrática), incrementar la calidad (según indicadores establecidos por la sociedad civil, no por intereses espurios), establecer procesos de evaluación que señalaran áreas de mejora (y no más y más exámenes para el alumnado), y una libertad acorde con los principios de equidad y de solidaridad (porque cuando no hay igualdad, la libertad es el disfraz del privilegio).

La LOMCE, en fin, nos aleja del noble anhelo de una escuela verdaderamente coeducativa: no solo porque maestras, y alumnas, y madres estén ausentes de todas y cada una de las páginas del anteproyecto. No solo porque se acepte sostener con fondos públicos a centros que segregan por sexo. Sino también y sobre todo porque una vez más pretende imponernos como incontestables los modelos y valores de masculinidad más rancia: el de la competitividad y el ranking, el del éxito y el fracaso, el “yo gano, tú pierdes.”

No queremos enmiendas ni maquillajes, retoques de última hora. Lo que exigimos es, simple y llanamente, la retirada de una ley perpetrada por quienes poco o nada saben de educación.

Guadalupe Jover es profesora de educación secundaria y socia de Ciudadan@s por la Educación Pública

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