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Historias a 50 euros

Hay maneras de combatir la recesión. Con un poco de imaginación se pueden lograr grandes ahorros. Lo ideal, claro, es encontrar la forma de hacerlo sin comportarse como un total cretino

La discoteca Olivia Valere.
La discoteca Olivia Valere.García-Santos

Un reto al que nos enfrentamos en España hoy en día es cómo sacarle el máximo rendimiento a los pocos euros de los que disponemos. Como servicio de utilidad pública ofreceremos aquí, en forma de moraleja cutre, dos ejemplos contrastados de lo que se puede llegar a hacer con un billete de 50 euros.

El escenario es Marbella, el balneario andaluz donde el trasfondo de todo, de manera aún más visible que en las circunstancias normales de la vida, es el sexo. El lugar donde se manifiesta con menos disimulo, con la posible excepción de una oscura callecita peatonal en Puerto Banús, es la discoteca Olivia Valere, centro de encuentro, según anuncia su propia publicidad, “de los clientes más sofisticados y cosmopolitas” de Europa. Con el afán científico que nos distingue a los periodistas que deseamos contribuir al bien común y abrir las puertas del conocimiento a nuestros lectores, me busqué un par de compañeros y me fui para allá.

Llegamos a la una de la mañana, tempranito para ser un lugar que permanece abierto hasta las seis, pero el aparcamiento, del tamaño de un campo de fútbol, estaba a tope. Dicen los que viven en Marbella (hasta el aburrimiento) que la naturaleza les ha bendecido con un maravilloso microclima, con menos calor en verano y menos frío en invierno que lugares a la vuelta de la esquina como Estepona o Torremolinos. Bueno, tal vez, pero de lo que no se puede dudar es que Marbella dispone hoy en día de un microclima económico privilegiado, protegido de las tormentas que azotan al resto de España por la marea de turistas del norte.

La entrada costaba 50 euros. La alternativa era plantarse en una larga cola, donde solo se oía inglés, con la esperanza de que eventualmente nos dejasen entrar gratis. Pero como no teníamos 20 años, ni llevábamos microvestidos, ni tacones stiletto de 15 centímetros, nos tragamos el dolor y desembolsamos el requerido billete. Era como penetrar el palacio de un sultán: primero un patio al aire libre con colchonetas donde se reclinaban las odaliscas, mordisqueando sushi y bebiendo champán; después un laberinto de pasillos con techos altos, luz tenue y bosques de piernas imposiblemente largas y doradas que conducían a un exótico salón, y otro, y otro hasta llegar al mismísimo harén, al bum bum bum de la psicodélica sala de baile.

“Esto parece un videojuego”, dijo uno de mis compañeros. Sí, un videojuego en el que para avanzar hay que hacer clic en una de dos casillas. Una que pone, “Si tiene menos de 25 años: continúe”; otra, “Si tiene más de 25 años, un Ferrari, un yate y no sabe lo que significa la palabra hipoteca: continúe”. Si no, váyase a su casa. Me fui a mi casa, reflexionando sobre una historia que me había contado mi otro compañero de baile, que trabaja para una inmobiliaria.

Un señor de unos 50 años apareció en su despacho con una espectacular chica lituana. Querían ver pisos. Encontraron uno que les gustó por 300.000 euros —quedó claro que era un regalo para la chica— y el señor dejó una señal de mil euros. Si no compraba el piso, perdía el dinero. Pasaron un par de semanas y sin noticias de la pareja. Mi amigo llamó al señor pero no contestaba. Insistió, pero nada. Había desaparecido.

Varios meses después mi amigo, el de la inmobiliaria, se encontró con el susodicho en un bar. Ya era demasiado tarde para recuperar los mil euros. ¿Qué pasó? Pues, le explicó el cincuentón, resultaba que la joven lituana era una prostituta. Su precio habitual era de 500 euros por sesión. Se pasó un mes con ella en el que disfrutaron de 20 encuentros sexuales. Ella no le cobró nada. Estaba feliz pensando que, ya que este espléndido cliente le regalaba un piso, ganaba en la práctica 15.000 euros (300.000 dividido por 20) cada vez que se sometía a sus deseos. Al final del mes, él se esfumó. Nunca la volvió a ver. Pero el que quedó feliz fue él, porque en vez de pagar los 10.000 euros que hubieran correspondido en condiciones normales por las 20 sesiones con la joven, había soltado solo mil, a 50 euros cada una.

La conclusión es obvia. 50 euros, bien gastados, ofrecen muchas posibilidades. Hay maneras de combatir la recesión. Con un poco de imaginación se pueden lograr grandes ahorros. Y sin necesidad de perder calidad de vida. Lo ideal, claro, es encontrar la forma de hacerlo sin comportarse como un total cretino.

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