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Cuando el barco se hunde, sangre fría

El instinto se impone a la emoción y la razón en situaciones límite, pero las reacciones varían El ordenado naufragio del ‘Titanic’ y el pánico en el ‘Lusitania’ dan lecciones de conducta humana

Ignacio Morgado Bernal
Imagen de la proyección de prueba del Titanic sobre un iceberg en el Polo Norte, del artista suizo Gerry Hofstetter.
Imagen de la proyección de prueba del Titanic sobre un iceberg en el Polo Norte, del artista suizo Gerry Hofstetter.EFE

¿Cómo tomamos decisiones y respondemos a las circunstancias de cada momento, razonando o dejándonos llevar por nuestros sentimientos? ¿Tiene fundamentos lógicos la crisis económica que padecemos, o responde en buena medida a factores emocionales que influyen en los gobernantes y en los agentes económicos y mercantiles? En definitiva, ¿qué influye más en nuestro comportamiento, la emoción o la razón? La neurociencia, al igual que el ciudadano medio, se ha hecho estas y otras preguntas de similar naturaleza. En 2008, el neurocientífico Luiz Pessoa, de la universidad estadounidense de Indiana, explicaba en Nature Review Neuroscience la dificultad para separar emoción y razón en la mente humana. Emoción y cognición, decía, no solo interactúan intensamente en el cerebro sino que frecuentemente funcionan de manera integrada y contribuyen conjuntamente al comportamiento. Ciertamente, el equilibrio y la coherencia entre lo que pensamos y lo que sentimos es clave para dirigir y estabilizar nuestro comportamiento, pero hay situaciones en que las circunstancias ambientales rompen ese equilibrio y alteran el modo ordinario de conducirnos dando casi siempre prioridad a la emoción. Los relevantes ejemplos históricos que aquí analizamos, como el hundimiento del Titanic hace cien años justo este sábado, lo demuestran.

Predominó el egoísmo
en los pasajeros del buque torpedeado

En su libro Auschwitz: Los nazis y la solución final, el escritor y periodista británico Laurence Rees relata los sentimientos de un judío polaco, Toivi Blatt, que sobrevivió a su propio cautiverio en el campo de exterminio nazi de Sobibor. Nadie se conoce a sí mismo —decía Toivi Blatt—. Todos podemos ser buenas o malas personas en diferentes situaciones. A veces, cuando alguien es realmente bueno conmigo, me descubro preguntándome cómo se habría comportado esa misma persona en Sobibor. No hay duda, las personas somos seres biológicos en un entorno natural y social y nuestra mente y comportamiento pueden cambiar drásticamente cuando lo hace ese entorno. Sobre todo, porque en lo más íntimo de nuestro ser hay un poderoso instinto de supervivencia que tiende a prevalecer sobre otros intereses generados por la educación y la cultura. El análisis de la taxonomía evolutiva y jerárquica que otorga a los humanos un cerebro racional —el cerebro de los primates— superpuesto a un cerebro emocional —el cerebro de los mamíferos— que, a su vez, se superpone a un cerebro instintivo —el cerebro de los reptiles—, nos ayuda a entender por qué, especialmente en circunstancias extremas, el instinto puede ser más fuerte que la emoción y esta más fuerte que la razón. En una persona normal, los tres cerebros, instintivo, emocional y racional, se influyen y complementan, regulando y adaptando el comportamiento a las diferentes circunstancias que afrontamos. Funcionan por tanto acopladamente y buscan siempre un equilibrio funcional. Pero, ¿qué pasaría si el cerebro racional de una persona quedase desconectado de su cerebro emocional? ¿Qué predominaría entonces en su comportamiento, la emoción o la razón?

La respuesta a esta intrigante cuestión la dio el azar, mediante un experimento natural que tuvo lugar en Nueva Inglaterra (EE UU), hace ya muchos años, en 1848. Phineas Gage, un joven de 25 años, era el diligente capataz de una brigada de obreros que construían una nueva línea de ferrocarril. De carácter serio y responsable, Phineas organizaba los trabajos y la convivencia entre sus compañeros, procurando que la obra progresase y que las cosas fuesen bien en todo momento. Parte de los trabajos que coordinaba consistían en voladuras controladas para destruir los obstáculos que la nueva vía encontraba en su trayecto. El 13 de septiembre, cuando él y otros compañeros perforaban una roca, se produjo una deflagración accidental. La barra de hierro con la que compactaban la pólvora introducida en una perforación salió disparada como una lanza alcanzando de lleno el rostro de Phineas. Le entró por su mejilla izquierda y le salió por la parte frontal de su cabeza destruyendo a su paso las neuronas de su corteza orbitofrontal, principal comunicación entre el cerebro emocional (amígdala) y el cerebro racional (corteza prefrontal). La desconexión emoción-razón estaba pues servida. ¿Qué fue de Phineas?

La mayor duración del primer hundimiento mantuvo el orden

Sus heridas sangraban y quedó conmocionado y confuso, pero no llegó a perder el conocimiento. Inmediatamente sus compañeros le atendieron y le llevaron al pueblo cercano donde el médico local poco más pudo hacer que limpiarle y vendarle esas heridas. Tendido en su cama, en los días que siguieron mostró algunas convulsiones y sollozos, gestos y expresiones verbales incoherentes. No murió. Poco a poco fue recuperándose, pero, sorprendentemente, su personalidad y su conducta quedaron profundamente alteradas para el resto de su vida. Cuando por fin pudo erguirse y salir nuevamente a la calle, su comportamiento era irreflexivo, nervioso e irresponsable. Gritaba y gesticulaba con frecuencia sin atender a razones. Exigía las cosas a gritos y expresaba con intensidad desmesurada cualquiera de sus emociones. Era grosero y maleducado, difícil de soportar por cualquier persona sensata. Su conducta irracional ya no conectaba con la de sus compañeros de trabajo y parecía sentirse mejor en compañía de los animales que de otras personas. Lógicamente, ya no pudo desempeñar un puesto de trabajo disciplinado y, tras ir de fracaso en fracaso por varios lugares, acabó de cuidador y domador de caballos en Argentina. De regreso a Estados Unidos, murió en San Francisco algunos años después del accidente.

Afortunadamente para la ciencia, su cráneo se ha conservado, junto con la barra de hierro que lo perforó, hallándose ambos actualmente en un museo de Chicago. Ello ha permitido valorar con cierta precisión la localización y el alcance de las lesiones que el accidente originó en el cerebro de Phineas Gage. El neuropsicólogo Antonio Damasio y sus colaboradores confirmaron que la parte del cerebro afectada por el accidente fue la corteza ventromedial y orbitofrontal, una especie de puente neuronal que facilita la comunicación bidireccional entre las regiones frontales del cerebro que controlan el razonamiento y las regiones subcorticales del mismo, como la amígdala, que controlan las emociones. Siendo así, la lección de Phineas no puede ser más clara: si la desconexión se produce, la conducta emocional prevalece y domina el comportamiento de modo intenso y desordenado, pues la razón pierde su capacidad para controlarla y regularla.

El ansia de supervivencia
prima sobre la
educación y la cultura

El lector se tranquilizará al pensar, con razón, que una desconexión cerebral como la de Phineas Gage no tiene por qué ocurrir en circunstancias normales. Lo que quizá no tenga tan claro es que esa misma desconexión puede también producirse sin que haya ruptura traumática de las fibras nerviosas, es decir, de un modo exclusivamente funcional, especialmente en situaciones intensas o extremas, como la que tuvo lugar en la noche del 14 de abril de 1912, cuando el transatlántico Titanic colisionó con un bloque de hielo y se hundió. Aunque no pudo evitarse la muerte de 1.517 personas, la trágica situación y el salvamento acontecieron con cierta racionalidad y con respeto a las normas sociales impuestas por el sentido común y las autoridades del buque. La tensión no siempre llegó a extremos y, en buena medida y con algunas excepciones, la tripulación y los pasajeros se organizaron para poner a salvo primero a los más débiles, niños, mujeres, ancianos y enfermos, y después a los hombres jóvenes y adultos sanos, respetando incluso el estatus o clase social de los mismos. Aunque menos conocido que el Titanic, entre otras cosas por la falta de referencia cinematográfica relevante, tres años más tarde, el 7 de mayo de 1915, naufragó y se hundió otro transatlántico, el Lusitania, esta vez como consecuencia de la I Guerra Mundial, al ser torpedeado por un submarino alemán. Con el Lusitania perecieron 1.198 personas, pero esta vez el salvamento careció de racionalidad, pues los pasajeros de toda condición y categoría se precipitaron egoístamente a los botes salvavidas y solo los más fuertes o afortunados consiguieron sobrevivir. Sálvese quien pueda fue la norma imperante.

¿Por qué fue tan diferente el comportamiento de los pasajeros de uno y otro barco? Un minucioso trabajo de investigadores suizos y australianos publicado en la revista norteamericana Proceeding of the National Academy of Sciences (16 de marzo de 2010) nos permite indagar en las causas. ¿Acaso los pasajeros del Titanic pertenecían a un colectivo humano con más educación, sentido común o racionalidad que los del Lusitania? No parece que esa sea la respuesta adecuada, pues como demuestra el mencionado trabajo, ambos grupos humanos tenían un origen económico y una composición demográfica similares. Salvo en su velocidad de navegación, en que el Lusitania era superior, los dos barcos eran también técnicamente similares, por lo que la diferencia tampoco resulta atribuible a las posibilidades materiales del salvamento. De hecho, el número de botes salvavidas y la tasa de supervivencia (del 30%, aproximadamente) fueron similares en ambos barcos.

Una desconexión neurológica
impone lo evolutivamente
más primitivo

Sin negar que el ambiente de guerra del momento o el conocimiento del naufragio previo del Titanic pudieran también haber influido en el comportamiento del pasaje del Lusitania, la mejor explicación para ese comportamiento la encuentran los mencionados investigadores en la diferente duración de ambos naufragios. El Titanic se hundió lentamente, en 2 horas y 45 minutos. El Lusitania se hundió en tan solo 18 minutos. En el Titanic hubo tiempo para que las normas sociales se impusieran al miedo, es decir, para que la razón se impusiera a la emoción. La tasa de supervivencia en el Titanic fue mayor en los pasajeros de primera que en los de otras clases, pero no fue así en el Lusitania, donde los de primera tuvieron incluso peor destino que los de tercera clase o incluso los que viajaban en la bodega. En el Lusitania la premura de tiempo hizo que el miedo y el instinto de supervivencia se impusieran al sentido común y a las normas sociales, es decir, allí la emoción se impuso a la razón. Predominó el comportamiento egoísta, sin que nada ni nadie pudiera evitarlo.

Los ejemplos que acabamos de analizar son buena prueba de que cuando los cerebros emocional y racional quedan desconectados, anatómicamente como en el caso de Phineas Gage o funcionalmente como en el caso del Lusitania, predomina y se impone lo evolutivamente antiguo, lo más primitivo. Los instintos y la emoción dirigen entonces el comportamiento. La razón, casi ni aparece, pues uno de sus inconvenientes es que necesita tiempo para imponerse y las circunstancias extremas no suelen otorgarlo. Aunque con mucha menos gravedad que en los casos anteriormente explicados, la desconexión funcional entre emoción y razón ocurre también con frecuencia y transitoriamente en la vida cotidiana. Son esas situaciones en que, desbordados por las circunstancias o alterados por el estrés, perdemos los nervios o reaccionamos a golpe de sentimiento ante la menor insinuación. Es cuando la emoción, siempre más rápida que la razón, nos hace comportarnos de modos que después resultan inconvenientes y de los que más tarde tenemos que arrepentirnos.

Es por ello por lo que, volviendo a una de nuestras cuestiones iniciales, quizá hemos de pensar que muchos de los vaivenes que sufren actualmente los indicadores económicos son más fruto de reacciones emocionales prematuras que de razonamientos reposados que se hayan tomado su tiempo. Los propios vaivenes de esos indicadores quizá sean la mejor prueba de ello. Digamos, por último, que no hay que recurrir a la neurociencia para saber que las emociones negativas e indeseables solo desaparecen cuando se imponen a ellas otras emociones positivas y más poderosas. El trabajo de la razón, no siempre fácil y siempre más lento, consiste precisamente en hacer aflorar estas últimas. En eso se basa, en buena medida, la llamada inteligencia emocional.

Ignacio Morgado Bernal es catedrático de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona y autor del libro Emociones e Inteligencia Social (Ariel).

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Ignacio Morgado Bernal
Es catedrático emérito de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia y en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona

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