A la sombra de Hwang
El caso es el negativo perfecto del escándalo del coreano que inventó las clonaciones
En la breve y triste antología del fraude científico que viene escribiendo el tercer milenio, el caso Lemus viene a representar el negativo perfecto de uno de los mayores escándalos de este género, el del coreano Hwang que se inventó de cabo a rabo las primeras clonaciones de embriones humanos. Los artículos de Hwang suponían el descubrimiento de un nuevo continente para la investigación biomédica, se publicaron con todos los honores en la revista Science y, como parece lógico, saltaron de inmediato a las primeras páginas de todo el planeta, convirtiendo al veterinario coreano en la estrella científica indiscutible del momento, y en el blanco de todas las chequeras ansiosas de invertir en la terapia del futuro, que resultaron ser muchas y muy solventes en el escaso año y medio que su estafa tardó en desenmascararse. Los trabajos de Lemus, en cambio, versan sobre unas materias tan abstrusas o marginales que ni aun siendo veraces habrían merecido la atención del lector más entregado y menos ocupado de la biblioteca del departamento.
Que su fraude haya sido descubierto se debe a la casualidad casi cósmica de que un veterinario necesitara consultar uno de esos datos arcanos sobre alguna especie no lo bastante rara como para no llegar a su clínica, tropezara con alguno de los títulos inventados por Lemus y comprobara con estupor que el artículo citado no estaba en el volumen y la página donde decía estar, y que ni siquiera existía en ningún otro sitio. Bastó tirar del hilo para que aparecieran otras obras de ficción del mismo género o de otros similares, como artículos que sí existen pero están firmados por autores imaginarios.
Más que perpetrar un fraude científico, Lemus parece haberse inventado una segunda vida, una biografía falsa tan gris como la vida misma, y que justo por eso tenía todas las papeletas para pasar inadvertida entre las toneladas de datos con que los científicos abruman cada día las bibliotecas académicas, las bases de datos especializadas y sus propios currículos. De hecho, el fraude es tan gris, y su descubrimiento ha sido tan de chiripa, que cabe preguntarse cuántos como él han tenido más suerte y siguen morando en los anaqueles más oscuros sin que nadie los haya consultado jamás, y por tanto a salvo de todo escrutinio. Su mera irrelevancia los convierte en una especie de crimen perfecto de la publicación científica.
Cada vez que se descubre un fraude vuelve a plantearse si el sistema de publicación científica tiene las garantías adecuadas. Y la respuesta vuelve a ser que no. Las revistas científicas usan el sistema llamado de revisión por pares, donde el editor envía el manuscrito a dos o tres científicos punteros en ese sector para que lo examinen, lo evalúen y recomienden o no su publicación, o bien pidan a los autores datos y aclaraciones adicionales. El sistema está diseñado para corregir sesgos conceptuales, no para detectar fraudes. Lo segundo demandaría muchos más recursos, y no los hay. La práctica científica, como casi todo, se basa en la confianza, y de vez en cuando surge alguna persona que no la merece. Al menos, en este negocio solo te pueden pillar una vez.
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