Razones para no temer el copago sanitario
Mientras que casi nadie cuestiona nuestro copago farmacéutico, a pesar de que requiere reforma urgente, hay un rechazo apriorístico a evaluar la conveniencia de introducir otros copagos en el sistema sanitario.
En nueve de los 15 países de la UE-15 existen copagos para todos los tipos de servicios: visitas médicas, hospitalizaciones, farmacia, atención dental y otros servicios, como urgencias, pruebas diagnósticas, transporte sanitario, prótesis, etc. De esos nueve países, siete tienen un sistema de salud que responde al modelo de Seguridad Social (modelo Bismark) y dos son países nórdicos (Finlandia y Suecia) con sistema nacional de salud tipo Beveridge. Los sistemas de seguridad social suelen tener un grado de cobertura mayor, estipulada y delimitada explícitamente, con gran nivel de elección y muchos copagos.
En los sistemas nacionales de salud del norte de Europa la cobertura suele ser, asimismo, amplia, pero también se pagan más impuestos y hay bastantes copagos, aunque limitados en cuantía y normalmente vinculados al nivel de renta. En ningún país se equipara acceso universal con gratuidad absoluta en el momento de utilizar los servicios.
Es bien conocido que cuando algo está plenamente asegurado, los individuos tendemos a mostrar menos cuidado en conservarlo y cuidarlo. Además, como "ya hemos pagado" y nos cuesta cero en el momento de consumo, tendemos a sobreconsumirlo. El objetivo de los copagos es triple: moderar el consumo, corresponsabilizando a los ciudadanos; conseguir que los servicios que se dejan de consumir sean los de menos valor para no afectar a la salud; y, en ocasiones, servir de fuente adicional de financiación de la sanidad. Mal aplicados, sin embargo, tienen problemas.
Si no se establecen límites o techos máximos, pueden constituir un "impuesto" sobre los más enfermos. Si no se vinculan al nivel de renta (pudiendo llegar a la exención), la carga del copago acaba siendo mucho mayor, en términos relativos, en el caso de los pobres que en el de los ricos. Si se establecen de manera uniforme, sin tener en cuenta la efectividad del servicio o tratamiento, dejan al paciente la difícil decisión de discriminar entre lo de más valor y lo de menos valor.
Si afectan solo a un tipo de bienes o a un nivel asistencial, se corre el riesgo de que se produzcan desviaciones del consumo hacia aquellos bienes o niveles no afectados y el coste termine por ser mayor. Finalmente, si no se protege a los pobres y los más enfermos, puede haber un efecto compensación y llegar a generar más gasto del que se ahorra debido al empeoramiento de la salud de los enfermos más graves. Por eso, el debate sobre el copago no se debe plantear como una disyuntiva extrema entre el sí y el no.
En España, el diseño del copago en los medicamentos es demasiado simple y no ha cambiado desde 1978: solo se aplica a los trabajadores activos, que pagan un 40% del coste de la receta, con la excepción de ciertos medicamentos para tratamientos crónicos en los que el copago es del 10%, con un límite de 2,64 euros. Durante este tiempo hemos tenido ocasión de comprobar que fomenta el sobreconsumo. El cambio de estatus de no pensionista a pensionista supone un aumento significativo del número de recetas que de otra forma no se habría producido (riesgo moral): el consumo por individuo aumenta alrededor del 25% en el primer año de gratuidad. El impacto financiero para el sector público (gratuidad más riesgo moral) puede suponer un incremento del gasto de más del 100%.
Además, es inequitativo. Al ser independiente de la capacidad económica, un pensionista que cobre una pensión elevada o tenga un patrimonio millonario no paga nada, mientras que un parado o una familia mileurista y con niños pequeños, sí paga.
En definitiva, recomendaríamos: 1) modificar el diseño del copago farmacéutico, eliminando la arbitraria distinción entre activos y pensionistas, e incluir los medicamentos hospitalarios de dispensación ambulatoria; 2) introducir un copago fijo en las visitas y en las urgencias; 3) introducir tasas por servicios complementarios cubiertos y precios públicos por prestaciones actualmente no cubiertas; 4) modular los copagos en función de criterios clínicos y de coste-efectividad con copagos evitables siempre que sea posible; y 5) implementar mecanismos de protección de los más débiles económicamente y los más enfermos. Esto podría consistir en la fijación de un límite máximo de contribución al trimestre o al año en función de la renta familiar, con exención total de las rentas más bajas, ya sean procedentes del trabajo o la pensión, y tratamiento especial de los casos de enfermedad crónica o multipatología. El copago y otras formas de contribución no deben empobrecer, por lo que el límite debería suponer un porcentaje reducido de la renta familiar.
Jaume Puig-Junoy (Universidad Pompeu Fabra) y Marisol Rodríguez (Universidad de Barcelona)
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