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La madre de Europa

El Etna, el volcán más grande del continente, lleva un año en erupción. Los científicos lo controlan con tres sistemas distintos

Es nuestra madre. Siempre va a estar. Estaba antes de que yo naciera, seguirá allí cuando me muera. Es una presencia eterna". Vito de Bortolo, de 66 años, agricultor, tiene en su discurso la poesía concreta de la gente del campo. Señala hacia arriba con la barbilla. La cima de la montaña fuma. El Etna, el volcán más grande de Europa, domina la pequeña plaza de Sant'Alfio, a 530 metros de altura, 1.000 almas agarradas a la vertiente del monte. Vito de Bortolo ha vivido toda su vida debajo de ese cono negro con la punta blanca de nieve que respira entre las nubes. "Es grande y silenciosa, pero dentro hierve toda", añade.

Una mujer. Cuando los ciudadanos de los pueblitos que trepan el volcán se refieren al Etna, declinan en femenino adjetivos y artículos. Ella es a muntagna (la montaña, en siciliano), sin más, y es hembra, como la Luna, la Tierra, la naturaleza misma.

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Sabiduría y tradición popular aparte, lo que es cierto según la ciencia es que se trata del volcán activo más grande del continente. Se extiende sobre una superficie de 1.565 kilómetros cuadrados y mide 3.346 metros de altura; la circunferencia de la base de su cono es de 165 kilómetros, y el diámetro, de unos 40 de media. Aunque estas medidas sirvan para hacerse idea de su inmensidad, no tienen en realidad mucho sentido. La altura de un volcán cambia mucho. Las erupciones, las explosiones, la formación de nuevos cráteres, alteran su aspecto. Se trata de una montaña viva. Que cambia y que crece, aunque muy despacio. De hecho, los movimientos telúricos empujan para que se encrespe y se levante constantemente.

En cuanto a su extensión, tampoco se trata de un dato fácil de establecer. Lo que hoy es Sicilia nororiental hace miles de años no existía, era una gran bahía del mar Mediterráneo. El volcán entró en erupción en los abismos marinos y poco a poco fue emergiendo y formó su propio cono. Así que todo es Etna, todo está hecho de su basalto, no sólo la montaña. Debajo de la superficie del mar, a una distancia de unos dos o tres kilómetros de la costa, surgen cuajadas las primeras lavas, de unos 550.000-600.000 años.

Eso pasó porque, como explican los geólogos, justo en aquella zona hay una fisura en la corteza terrestre y un choque entre dos placas: la africana y la europea italiana, que se rozan desde hace 60 millones de años. La deriva de las placas todavía sigue empujando el volcán hacia arriba, inexorable. El magma que se cocina en su inmensa barriga se recoge en yacimientos subterráneos: algunos son bastante superficiales, de dos a 10 kilómetros bajo tierra; otros, más profundos, a unos 100.

La montaña está viva, respira, se hincha y deshincha, como un cuerpo gigante que espira y expira, resopla de vez en cuando, tiembla y se pone rojo de rabia. Cuando el roce es violento, hay un enjambre sísmico que anuncia que el volcán está a punto de escupir su magma que sube de las entrañas de la tierra.

La zona geológicamente tan inestable hace del Etna un volcán muy activo. Por eso es monitorizado día y noche por tres sistemas distintos. Uno mide y estudia la composición del gas dentro del volcán: las proporciones cambian siempre, pero si sube mucho el radón, se acerca un seísmo. Luego, un sismógrafo registra los movimientos de la tierra en varios puntos del complejo volcánico y cruza los datos. El tercer control es un sistema GPS que fotografía la superficie y captura los deslizamientos de hasta medio centímetro.

El Etna es uno de los 16 volcanes de la década, según la International Association of Vulcanology and Chemistry of the Eath's Interior (IAVCEI). Eso significa que la asociación estadounidense lo ha considerado peligroso a lo largo de la historia y en el presente por estar cerca de zonas densamente pobladas. Durante las épocas de intensa actividad, la lava puede brotar de centenares de cráteres a lo largo de las laderas. Existen más de 260 sistemas de erupción en el Etna.

Las erupciones del volcán siciliano, aunque muy destructivas para edificios y bosques, no lo son para las personas. La montaña avisa antes de empezar. Y no se despierta con grandes explosiones ni desprende nubes de gases tóxicos, como el Vesubio, que en pocas horas pueden matar a miles de personas. Además, la lava del Etna tiene una textura viscosa y espesa, así que baja despacio por las vertientes. Tiene la fuerza de destripar hoteles, arrancar funiculares, quemar bosques. Pero es muy raro que el río incandescente mate a personas. Salvo casos de evidente imprudencia, como los nueve turistas franceses que en 1979 se aventuraron hasta un cráter recién apagado y murieron por una explosión. Ahora un cráter del sureste lleva un año en erupción.

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