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El jinete y la montura

Cualquier gran programa del Estado del Bienestar consiste en una prestación en especie o en dinero que se otorga a parte de, o toda, la población cuando se dan una serie de condiciones, sean de edad, pago de cotizaciones previas o la ocurrencia de determinadas contingencias. Las pensiones, la sanidad, las prestaciones de desempleo o la educación son algunas de estas grandes prestaciones.

Inmediatamente acude a la mente la idea de que dichas prestaciones representan importes económicos de mucha entidad, como comprobamos cuando nos dicen que las pensiones son el 9% del PIB o que el gasto sanitario alcanza el 6% del PIB. También entendemos sin problema que el envejecimiento, un fenómeno demográfico, hará que aumente el gasto asociado a los diferentes programas del Estado del Bienestar.

Pero poca gente se detiene a pensar que, en realidad, el gasto del que hablamos es el producto de dos factores: el número de beneficiarios por la prestación media que reciben y el hecho de que unas prestaciones sean dinerarias y otras en especie (servicios directamente prestados a los beneficiarios) es muy importante para el análisis de la sostenibilidad de los diferentes programas. Es como si la dinámica del gasto de cualquiera de estos programas de bienestar fuese el resultado de una carrera en la que intervienen una montura (los beneficiarios, la demografía, en suma) y su jinete (la prestación).

Tomemos el caso del gasto sanitario. Puede parecernos, ante una carera desenfrenada del gasto sanitario, que el problema es de la montura, es decir, de que hay demasiados beneficiarios, en vez de ser del jinete, o sea, que las prestaciones son demasiado costosas. Cuando se advierte que el envejecimiento de la población hará que el gasto sanitario crezca sin control, se confunde, en mi opinión, el jinete con la montura.

Si fuese por el envejecimiento, el gasto sanitario crecería incluso por debajo del PIB en las próximas décadas, a nada que el PIB mantuviese un dinamismo similar a la de las precedentes. El problema del gasto sanitario no es el número de beneficiarios, ni el hecho de que éstos vivan cada vez más, sino el que el coste y el contenido de las prestaciones sanitarias es cada vez más elevado.

Esta aparente paradoja en la sanidad contrasta con el caso de las pensiones, en el que el envejecimiento está llamado a provocar una creciente insuficiencia financiera del sistema en las próximas décadas que acabaría en déficit del 8% del PIB, o superiores, alrededor de 2050, y deuda de Seguridad Social superior al PIB en ese mismo año. En este caso, las prestaciones son dinerarias y al venir, grosso modo, indiciadas con los salarios, la demografía específica de las pensiones potencia el efecto.

El envejecimiento pues, por sí sólo, no representa un problema insuperable para el gasto sanitario, ya que el grueso del gasto de un beneficiario cualquiera se produce al nacer y en el momento de la muerte, además del momento del parto en el caso de las mujeres, y estos hitos no se alteran como consecuencia del envejecimiento, si bien, el envejecimiento está viniendo acompañado de crecientes discapacidades que acarrean gastos por dependencia. Pero esto es otro problema.

La mayor duración de la vida, naturalmente, implica un periodo más largo en el que un individuo puede necesitar atención médica y causar el correspondiente gasto sanitario, pero este incremento es, como decía antes, moderado.

El verdadero problema del gasto sanitario es una prestación sanitaria media cada vez más cara, bien por la tecnología, bien por el contenido "hotelero" que conlleve. Habitaciones individuales en vez de dobles, acceso a pruebas diagnósticas cada vez más sofisticadas y variadas, solicitadas con mayor frecuencia, etc. Estos son los disparaderos del gasto sanitario, más (mucho más) que el simple número de pacientes.

Al confundir el jinete con la montura en el diagnóstico del gasto sanitario, incurrimos en una grave incapacidad para atajar el crecimiento de dicho gasto. Ya que, obviamente, no podemos decretar que la gente no se ponga enferma (aunque podríamos limitar la frecuencia con la que se acude a los hospitales y centros de salud innecesariamente) y nos parece entonces que quedan pocas alternativas. Pero, en realidad, todas las opciones están abiertas cuando nos centramos en las prestaciones del sistema sanitario.

A este respecto, hay dos consideraciones muy relevantes que se pueden hacer. La primera es que se podrían revisar los catálogos de prestaciones y los protocolos existentes. Da la impresión de que hay demasiadas pruebas y de que muchas de ellas son redundantes o innecesarias, no digamos del gasto en farmacia. Puede, también, que nos dejemos llevar más por los aspectos hoteleros que por los estrictamente funcionales en lo que se refiere a las estancias hospitalarias. Desde hace tiempo, las tecnologías de todo tipo, y también las sanitarias, son modulares y no deberían ser cada vez más caras, más bien al contrario.

La segunda consideración es que, sin dejar de estar estrictamente controlados por los responsables públicos, los servicios sanitarios a la población pueden externalizarse (lo que en modo alguno equivale a su privatización) y, de esta forma, hacerse más eficientes y, a la vez, satisfactorios para los pacientes, mediante colaboraciones público-privadas.

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