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Mudanzas y desventuras de la I+D española

Los cambios frecuentes y sorpresivos en la gestión de la I+D española rompen las dinámicas de trabajo

En los escasos años que lleva recorrido este siglo, el ministerio responsable de la I+D en el gobierno de la nación, ha cambiado tres veces de sede y seis de titular: del Paseo de la Castellana, donde ejercieron la titularidad del Ministerio de Ciencia y Tecnología Anna Birulés, Josep Piqué y Juan Costa, volvió a la calle Alcalá como Ministerio de Educación y Ciencia, con María Jesús Sansegundo y Mercedes Cabrera, y a partir de las elecciones de 2008, se trasladó a la calle Albacete, con la denominación de Ministerio de Ciencia e Innovación y bajo la titularidad de Cristina Garmendia.

Un año después de su creación, y tras superar una mudanza parcial de sus servicios a la calle Ramírez de Arellano, el flamante ministerio ha devuelto las competencias sobre universidades al Ministerio de Educación, ahora presidido por Ángel Gabilondo.

El perfil curricular de los presidentes del gobierno español elegidos desde la aprobación de la Constitución de 1978, es el de licenciado en derecho (o políticas), sin conocimientos de inglés, ni estancias de formación o trabajo en el extranjero. A este modelo responden, en efecto, Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar y José Luís Rodríguez Zapatero, y es también el perfil del actual candidato del Partido Popular Mariano Rajoy, lo que sin duda refuerza la vigencia del modelo.

Es competencia de los presidentes establecer la estructura de su gobierno, por lo que están facultados para crear y suprimir ministerios, tarea que realizan en los días siguientes a su triunfo electoral, con la ayuda de un reducido grupo de colaboradores que, frecuentemente, responden a su mismo perfil curricular.

Una vez creada su propia estructura de gobierno, buscan a las personas que consideran idóneas para dirigir los distintos departamentos, a los que los elegidos se incorporan, sin haber podido opinar ni influir sobre los contenidos de sus respectivos ministerios.

La formación universitaria de los presidentes y su experiencia parlamentaria, les suele suministrar conocimientos suficientes sobre el poder legislativo y el judicial e, incluso, sobre algunas áreas de la administración del Estado pero, obviamente, no suelen disponer ni de conocimientos específicos, ni de experiencias propias, ni de contactos adecuados en las políticas más técnicas, como la agroalimentaria, la energética o, yendo al caso, la de I+D.

Es cierto que tampoco llegan especialmente preparados en defensa, economía o política exterior, pero esos departamentos tan importantes, suelen encomendarlos a pesos pesados de sus gobiernos y, por una elemental prudencia, no suelen entrar, al menos en los primeros años de los mandatos, en sus contenidos internos.

La política científica o, si lo prefieren, la gestión de la I+D pública reúne, en cambio, todas las características para ser objeto de la creatividad innovadora de los presidentes, al igual que otras políticas, hoy en día notablemente devaluadas, porque sus competencias están transferidas en gran medida a las Comunidades Autónomas.

Ocurre, sin embargo, que esto de la ciencia exige un ritmo si no maestoso, por lo menos sostenuto, y esos cambios tan frecuentes y sorpresivos en la gestión de la I+D, pueden dar quizá la impresión de frenética actividad política, pero lo cierto es que rompen dinámicas de trabajo, crean incertidumbre y no aportan nada bueno: las convocatorias se retrasan, los expedientes se paralizan, las inversiones no se ejecutan en su debido tiempo y todo anda manga por hombro durante interminables meses.

Si en lugar de demostrar su capacidad política innovadora, a base de mudar el departamento que gestiona la I+D de aquí para allá y de darle cada pocos meses una encomienda diferente y un nuevo responsable, se dedicasen a crear departamentos ex novo , como podría ser un Ministerio de la Fraternidad, o de la Libertad, o bien uno dedicado al Hogar, o a la Decoración, entonces la gestión ministerial de la ciencia, que es una política pública ya bastante asentada, podría seguir su curso discretamente, sin necesidad de que su disciplinado personal meta en cajas cada temporada expedientes y papeles.

Un aforismo hipocrático recomendaba a los futuros médicos aquello del primum non nocere, "lo primero es no hacer daño", es decir, que antes de recetar o prescribir, el médico debería intentar por todos los medios no agravar la enfermedad.

Se me ocurre que no es mal consejo, tampoco, para los candidatos a la presidencia del gobierno de estos singulares reinos, porque si sus prescripciones administrativas agravan o empeoran lo que ya teníamos, habremos hecho, sin comerlo ni beberlo, un pan como unas tortas.

Javier López Facal es investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

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