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Sedada y maniatada: la mujer que lo sabía todo del Watergate (y fue tachada de loca)

Martha Mitchell, mujer del fiscal general del estado en 1968, estaba al corriente del escándalo desde el principio. El machismo de la época se encargó de que nadie la creyera.

Martha Mitchell en 1969.
Martha Mitchell en 1969.Getty

Martha Mitchell (1918-1976) era una habitual de los programas televisivos estadounidenses en los años sesenta. Con su pelo rubio cardado, sus aires sureños y su profunda fe en las ideas conservadoras del Partido Republicano, podría ser un trasunto de una Doris Day o incluso una Betty Ford cualquiera. Pero, además, Mitchell era una mujer extrovertida que solía rodearse de celebridades y periodistas. Se sabía todos los chismes. Era una estrella de las tertulias de mesa camilla.

Pero también estaba su faceta política. O más bien la que le confería su marido, John Mitchell, fiscal general del estado en 1968 y más tarde miembro del comité de reelección del presidente republicano Richard Nixon. Así, Martha podía rodearse de famosos y todo el politiqueo de Washington. No extraña que estuviera en el lugar inadecuado y en el peor momento cuando estalló el escándalo del Watergate en junio de 1972. Una trama de espionaje hiperconocida gracias a las investigaciones de los periodistas Carl Bernstein y Bob Woodward, libros y películas, que llevó a Nixon a dimitir el 9 de agosto de 1974, hace ahora 45 años. El lodazal de porquería política también acabó arrastrando a Martha, una mujer que hasta entonces simplemente se divertía dando buena carnaza y mostrando su feroz anticomunismo en los talk-shows y galas benéficas.

La historia de Mitchell en relación con el Watergate es bastante rocambolesca y solo ella justificaría el guion de una película. Desvela además la actitud sexista de la Casa Blanca y los medios de comunicación de entonces.

Su pesadilla comenzó cuando cinco personas fueron pilladas in fraganti en las oficinas del Comité Nacional Demócrata en Washington el 17 de junio de 1972. Más tarde se supo que habían entrado a robar documentos, colocar micrófonos y todo tipo de artilugios de escucha, pero en aquel momento toda esta información aún estaba bajo llave.

Una de las personas detenidas era James McCord, que había sido guardaespaldas de la hija de Mitchell, y con el que ella había tenido una relación cercana –los tabloides dijeron después que incluso íntima. McCord había trabajado también para la CIA, pero en los últimos tiempos era jefe de seguridad del Comité para la Reelección del presidente y trabajaba codo con codo con el marido de Martha.

Cuando esta se enteró de las detenciones ató cabos. Era una persona habituada a conocer los secretos de la Casa Blanca, ya que por su casa solían pasar numerosos políticos. Las conversaciones que solía escucharle a su marido ya le habían puesto sobre aviso de que algo sucio tramaban los republicanos contra los demócratas, como ella misma había dicho en alguna ocasión en alguno de los programas a los que acudía, aunque su tono entre naif y despreocupado había hecho que nadie le hiciera mucho caso. Las detenciones en la sede de este partido de personas que trabajaban para Nixon fue la gota que colmó el vaso. Sabía, aunque fuera de forma intuitiva, que aquello era un escándalo cuyas proporciones aún eran desconocidas. Además, estaba la relación personal con McCord, al que su marido dejó caer a las primeras de cambio. Eso le dolió a Martha. Y le enfureció.

Martha Mitchell tocando el piano junto a su marido y su hijastra.
Martha Mitchell tocando el piano junto a su marido y su hijastra.Getty

Sedada, atada y secuestrada en un hotel

La reacción de John Mitchell ante lo que estaba ocurriendo hoy resulta casi más escandalosa que todo el espionaje a los demócratas. Una actitud que, sin embargo, pasó de puntillas durante aquellos meses. Cuando saltó la noticia del allanamiento de la sede demócrata, los Mitchell estaban de viaje por California. John se trasladó enseguida a Washington y Martha se quedó con unos amigos.

John, mano derecha de Nixon, decidió llamar a su amigo Stephen King, un exagente del FBI, para que vigilara a su esposa. No quería que se fuera de la lengua, ya que era consciente de que ella podía estar al tanto, o al menos entrever que algo raro ocurría. Y conocía a muchos periodistas que podrían estar interesados en la historia. Pero Martha estaba muy enfadada e intentó llamar a su amiga periodista Helen Thomas, de United Press International. No le dio tiempo. King, que andaba cerca, le arrancó de cuajo el cable del teléfono. La siguiente medida fue trasladarla a un hotel del estado de California y encerrarla durante cuatro días. Ante sus quejas, fue sedada y maniatada, según ella contó posteriormente en diversas entrevistas.

A continuación se puso en marcha desde la propia Casa Blanca toda una campaña de desprestigio contra Martha. Nixon estaba nervioso y muy irritado con ella. Se filtró que era una borracha, una mujer que sufría delirios, que buscaba atención continuamente, que era malvada e ignorante, que no estaba en sus cabales. Y que nadie debía hacerle caso. Cuando salió de su confinamiento, se dedicó a dar entrevistas en las que contaba que algo olía a quemado en Washington y que Nixon podría estar metido hasta el pescuezo en todo el asunto.

Pero la campaña había dado sus frutos. Apenas nadie la creía y el encubrimiento estaba en marcha. Tuvieron que pasar casi dos años hasta que el periodismo pudo demostrar que Martha había dicho la verdad. De hecho, a día de hoy en psicología se conoce como ‘el efecto Martha Mitchell’ cuando el psicólogo diagnostica erróneamente, debido a que los hechos son extraordinarios y difíciles de creer, una enfermedad paranoica o delirante, pese a que el paciente está diciendo la verdad.

Hasta 1974, la vida de Martha fue un infierno. Repudiada por antiguos colegas políticos y periodistas, injuriada e insultada, le planteó el divorcio a su marido si no se alejaba de lo que estaba ocurriendo. Pero John Mitchell no podía. Estaba enfangado hasta el cuello, por lo que finalmente se divorciaron en 1973. Aquel año, además, las presiones sobre la Casa Blanca se recrudecieron. Los cinco detenidos en 1972, entre ellos McCord, afirmaron que en el asunto no estaban solo metidos ellos sino mucha más gente importante, y acusaron directamente a Mitchell como uno de los encubridores. Nadie quería ser el pringado que pagara el pato. Y Nixon había sido muy claro con Mitchell: o él o su esposa. John eligió el bando presidencial.

El fin del escándalo del Watergate llegó con la emisión en abril de 1974 de las transcripciones de las cintas que demostraban la implicación de Nixon y sus más cercanos colaboradores. La maquinaria de la dimisión, que se hizo efectiva en agosto, estaba en marcha.

Para entonces alguien decidió volver los ojos hacia Martha. Fue el periodista británico David Frost quien la entrevistó para que aclarara qué había sucedido realmente los días posteriores al robo en la sede demócrata. Martha apareció en aquella entrevista con el pelo recogido, profundas ojeras, con un tono de voz de no haber dormido demasiado, pero con una sonrisa, casi la misma que esbozaba en los programas de televisión mucho antes de que todo estallara. Confesó a Frost que algo estaba ya mal desde la campaña presidencial de 1968, aunque no podía saber el qué. Cuando el periodista le preguntó sobre los sucesos increíbles que vivió aquellos días de 1972, contestó: “Sí, fue algo increíble. Fue como una novela de James Bond. No puedes creerlo, ni siquiera yo podía creer lo que me estaba pasando”. Pero aún fue capaz de dominar la escena y jugar con el misterio. Cuando Frost le peguntó sobre John Mitchell y Nixon, del primero dijo que para ella como un hombre muerto. Del expresidente prefirió no hacer ningún comentario.

“Martha Mitchell fue el coro griego del drama del Watergate, el que avisa a todo aquel que quería escucharlo”, escribió Bob Woodward en el libro Todos los hombres del presidente. Nadie lo hizo a pesar de ser una de las fuentes más poderosas del caso. Sobre ella cayó todo el peso del machismo y del sexismo. El propio Nixon señaló en la famosa entrevista que le hizo Frost en 1977 que de no ser por Martha, el caso Watergate jamás hubiera ocurrido. Y no le faltaron redaños machistas para acusarla de tener demasiado engatusado a su marido: “En aquella época John no estaba controlando el asunto. Martha le tenía fuera de sí”. Cuando dijo estas palabras, Martha ya había muerto de un cáncer de huesos fulminante.

Afortunadamente no les fue tampoco demasiado bien al resto de los participaron en el caso. Nixon dimitió y ha pasado a la historia como uno de los peores presidentes de EEUU –aunque hay carreras por ocupar este puesto–; y John Mitchell fue condenado en 1975 a ocho años de prisión por encubrir a la Casa Blanca, aunque su pena se quedó finalmente en 19 meses. Murió en 1988 de un infarto. Solo a Stephen King, quien secuestró y maniató a Martha, le fueron bien las cosas. Incluso hasta hoy. En 2017, Donald Trump le nombró embajador en la República Checa. A veces parece que nada cambia.

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