En recuerdo de Gawker, la web que inventó internet tal y como lo conocemos
El millonario Peter Thiel consigue cerrar la cabecera que marcó el mapa digital con su estilo incisivo y su desprecio por las viejas normas del periodismo.
Desde el pasado martes, Gawker.com, el que fuera un día el dominio más vibrante, vivo, autosatisfecho e irritante (a menudo todo a la vez) de la vasta red se ha convertido en la cosa más triste de internet: una web fantasma. Debajo de su cabecera sólo cuelga el último post, escrito por su fundador y antiguo dueño, Nick Denton, que es un obituario de la propia Gawker. Y, más abajo aún, una serie de posts patrocinados (que han aterrizado ahí porque alguien pagó para que tuvieran “vida exterior” ajena a sus portales) que dan un aire aún más funereo a todo el conjunto, porque no se parecen en nada a algo que hubiese publicado Gawker, pero sí son una buena representación de lo que es la información online en 2016: un test para descubrir si eres un “pensador estratégico”, un titular-anzuelo sobre una foto de los duques de Cambridge con sus hijos, un listículo de 13 famosos que sólo viajan en aviones privados y un antes-y-después de Cristiano Ronaldo. Pseudonoticias todas ellas con formatos juguetones y ningún hueso en su interior, todo chicha, como los palitos de pescado que se da a los niños para evitar que se atraganten. El mundo de Gawker era todo lo contrario, se basaba en las espinas, y éstas le han llevado al atragantamiento final.
Las noticias sobre su cierre han basculado entre la celebración (“bueno para el periodismo”), el responso por la paz de su alma (“por qué era importante”) y la mezcla de ambas. Y todas, absolutamente todas, empezando por el post de Denton, hablan de “fin de una era”.
Gawker.com nació en 2003 como un lugar aparentemente nicho en el que lo que se dio a llamar como el “proletariado creativo” ventilaba sus frustraciones y hacía circular sus cotilleos, un lugar en el que el becario de un grupo editorial, por ejemplo, podía enviar un rumor jugoso sin confirmar sobre su jefe. Convenientemente redactado con algo de contexto y un tono ameno y displicente, el rumor se publicaba para solaz de sus compañeros y de otros empleados de los medios de comunicación, el sector audiovisual, las galerías de arte y las entonces llamadas puntocom. Las noticias que se publicaban provenían de blogs minoritarios, de chivatazos de insiders o de fuentes hackeadas, nunca del llamado “periodismo de acceso”, es decir, nunca de los publicistas y agencias de los protagonistas de las noticias. El lector ideal de un bloguero de Gawker era, en esencia, otro bloguero de Gawker.
A pesar de tener un foco supuestamente tan concreto, la cabecera empezó a florecer bajo la edición de su primera redactora jefe, Elizabeth Spiers. Es difícil decir qué cubría y que no cubría Gawker: cine, política, escándalos, cosas de la vida, internet mismo. Los editores no duraban mucho, o bien porque se largaban espectacular y públicamente, porque les fichaban medios mayores o porque les despedía con cajas templadas el despótico y carismático Denton. Este empresario y periodista británico hizo una pequeña fortuna en Sillicon Valley en los primeros años del milenio con una web de citas y procedió a convertirse en lo más parecido a un William Randolph Hearst de la era digital. Hasta esta semana. Denton ha vendido todo su abanico de cabeceras digitales, que incluye Jezebel, de foco femenino, Deadspin, de deportes, Valleywag, sobre el mundo tecchie, y otras al grupo hispano Univisión por 135 millones de dólares –Univisión, que ya se hizo con parte del satírico The Onion más que confirma así su intención de conquistar al lector milénico y de trascender sus orígenes latinos– pero ha tenido que cerrar su cabecera estrella, la propia Gawker.com, convertida en “tóxica”. Él mismo admite que ha sido víctima de un perfecto e implacable jaque mate a manos de Peter Thiel, el millonario fundador de PayPal, un personaje curiosamente similar a él, otro europeo egomaníaco trasplantado a Estados Unidos con una idea o dos sobre el futuro digital. Resumiendo lo que ha sido en realidad una larga y compleja vendetta que quizá de algún día para una miniserie de Netflix: en 2007 Valleywag publicó una pieza titulada Peter Thiel es totalmente gay, amigos. Aunque al parecer el empresaio tenía un novio y su homosexualidad era conocida y hasta cierto punto intrascendente, le enfureció este outing. El artículo, con una manera de cotillear y a la vez colocarse por encima del cotilleo muy propia del grupo Gawker, pretendía en realidad ser una denuncia de la homofobia camuflada entre los inversores de Sillicon Valley.
Desde entonces, Thiel dedicó gran parte de sus esfuerzos e ingentes recursos económicos (que podrían ser muchos más si no hubiese rechazado invertir en Facebook, algo de lo que Gawker y Valleywag se mofaban con frecuencia) en pagar a un equipo de abogados que rastreaban los dominios de Denton en busca de artículos susceptibles de denuncia. Lo cual era francamente fácil. Encontró muchos y el mejor de ellos llegó en 2014, cuando publicaron un vídeo sexual del luchador Hulk Hogan en el que mantiene relaciones con la mujer de su mejor amigo, Bubba Clem, que filmaba la escena. Hogan, cuyo nombre real es Terry Bollea, denunció y Thiel financió su peripecia judicial para asegurarse de que el caso no acababa como suelen estas situaciones: con una compensación económica fuera del juzgado. Finalmente, en marzo, un tribunal de Florida decretó que Gawker y Denton debían 140 millones de dólares al luchador de pressing catch y Thiel, un libertario extremo (enemigo del poder del estado) que apoya a Donald Trump, se felicitó por su papel en la operación, vendiéndose como un defensor del derecho a la privacidad.
¿Quiere decir el caso Gawker que dejarán de publicarse salidas del armario forzadas y vídeos sexuales de famosos? Por supuesto que no, sólo que emergirán de lugares más oscuros como el agregador Reddit, sin firma y sin una cabecera que tenga que responder. Gawker denunció esta hipocresía del nuevo mapa digital revelando en 2012 la identidad de uno de los trolls más prolíficos de Reddit, que respondía por Violentacrez y se dedicaba a moderar dos foros con más de 20.000 seguidores en los que se posteaban fotos sugestivas de menores casi siempre tomadas de sus perfiles sociales. Otro, creepshots, estaba específicamente dedicado a fotos de cuerpos de mujeres tomados en lugares públicos sin su consetimiento. Violentacrez resultó ser un informático de Texas de 49 años con esposa e hijos.
En los últimos años, Gawker convirtió también en su enemigo a Buzzfeed, la cabecera que todo el mundo copia en el último lustro porque marca las normas en el infotainment. Su estilo es diametralmente opuesto al de Gawker. Buzzfeed se define por la inclusividad y el buenrollismo (su mantra a la hora de contratar periodistas es “no haters”) aplicado a las páginas vistas, mientras que Gawker se basaba en la burla. Su actitud era la de alguien a quien no han invitado a la fiesta pero se queda en casa a twitear sobre ella. En sus casi 14 años de vida, el dominio que ahora ha cerrado abruptamente definió internet para bien y para mal. Fue de los primeros medios en pagar a sus periodistas en función del tráfico de sus posts (una práctica que abandonó hace unos años pero que muchas plataformas han adoptado), sin embargo nunca respondió al modelo de las llamadas “granjas de contenido” ni se pasó del todo al lenguaje del gif-y-pantallazo. Sus entradas seguían constando de verbos y frases subordinadas e inventaron un estilo, también literario, ahora muy extendido. Se adelantó a la práctica del sobrecompartir convirtiendo la vida de sus redactores en telenovelas –la primera y más celebre de ellas fue Emily Gould, que contó en Gawker y después en un artículo de portada para el New York Times su romance con otro periodista de la web–. Cuando el tráfico digital pasó a depender de cuánto se comparten las noticias en Facebook y Twitter encontró un modelo dual: dejaba la carga de buscar y postear piezas que eran caramelo para las redes en redactores como Neetzan Zimmerman (que dejó Gawker en 2014), capaz de colgar hasta 30 artículos pegajosamente virales al día, mientras otros redactores dedicaban su tiempo a perseguir historias más sonadas, si hacía falta pagando, como el vídeo del ex alcalde de Toronto, Rob Ford, fumando crack. La ambigüedad fue siempre su bandera.
El año pasado, Nick Denton prometió que haría de Gawker un lugar “un 20% más agradable” y criticó a sus propios empleados por ser demasiado crueles (al parecer detestaba una columna recurrente dedicada a criticar los nombres de los hijos de los famosos). Pero el cambio, que apenas se notó, llegaba demasiado tarde. En 2016, para que una marca periodística triunfe en internet no debe ser limpia, pero sí parecerlo.
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