Por qué las periodistas llevan falsos anillos de casada y otros trucos en situaciones de conflicto
El armario de las cronistas también requiere de estrategias cuando el entorno moral y político lo exige o como carta de credibilidad ante sus fuentes. Hablamos con corresponsales de guerra y otras periodistas para que nos desvelen sus experiencias.
Rosa María Calaf sabe lo que es vivir en sus carnes, despierta, una de las pesadillas más recurrentes entre la población. La emblemática corresponsal con la que varias generaciones descubrieron qué pasaba en EEUU o Moscú desde el telediario de TVE con su mechón plateado en pantalla –toque icónico que ideó el peluquero Llongueras–, recuerda cuando su ropa le jugó una mala, malísima, pasada mientras trabajaba. «Fue en una cumbre de Naciones Unidas en Tailandia», rememora a S Moda. «Durante una conexión en directo para el Telediario desde la sala de prensa, se aflojó el cordoncillo que sujetaba mi falda y se fue deslizando… la atrapé, más o menos, entre las rodillas. No estaba en plano abierto y no se vio en pantalla, pero… ¡sí lo veían todos a mi alrededor!». Quedarse en ropa interior y semidesnuda delante de un buen puñado de compañeros no es una estampa idílica para una periodista o ser humano en general. Tampoco lo es tener que ponerse un anillo falso de casada para añadir un plus de tranquilidad en horario laboral, ya sea por pura supervivencia para evitar secuestros (Erin Bacco solía llevarlo y añadía en su bolso fotos de falsos hijos pequeños para tratar de empatizar con posibles captores) o, como rememora la propia Calaf –que también llevaba uno de pega–, «por evitar familiaridades excesivas o expectativas erróneas en el entorno masculino».
Frente a la rigidez simplista de sus homólogos masculinos, el armario de las periodistas puede presumir de una fina y afilada estrategia frente a la pura funcionalidad. «Georgina Higueras, cansada de no poder entrar a Afganistán desde Peshawar, y de fracasar todos sus intentos, se puso un burka, se recostó en una camilla y pagó a una ambulancia para que pasara la frontera», cuenta Ana del Paso, otra española curtida en conflictos internacionales, autora de Reporteras españolas, testigos de guerra (Debate, 2018) y profesora en la Universidad Camilo José Cela.
«Como viste una mujer es siempre materia opinable», lamenta Calaf, y añade que «se suelen mezclar conceptos totalmente distintos: forma de vestir con calidad profesional». Las cronistas saben que lo que visten dice mucho más de lo que se ve. Como Oriana Fallaci, reportera italiana y una de las firmas más influyentes del s. XX, que plantó su pintalabios rojo «sin pestañear» junto a un revólver con el jugaba un colega (hombre) sobre la mesa mientras trataba de burlarse de ella –anécdota que rescata Cristina de Stefano en La Corresponsal (Aguilar, 2015)–. El atuendo como arma frente a esos compañeros condescendientes –véase el caso de «la niña Rodicio» con el que Pérez Reverte ninguneó a la corresponsal de TVE en los Balcanes– o como aliado en entornos donde el estilo es lo que menos importa.»Desde siempre llevo ropa holgada, entre otras cosas, porque necesito un doble fondo para esconder el dinero y pasaporte y me ha venido muy bien para camuflar carretes de foto, memorias y cintas de entrevistas para que no fueran requisadas», cuenta Del Paso, que también se las ha ingeniado con su vestuario en sus múltiples corresponsalías. La periodista tira de contexto histórico para probar que el vestuario ha sido una herramienta contra el sexismo que ha sufrido el sector, dinamitándolo desde sus propias normas. «Concepción Arenal se vistió de hombre para poder asistir a las clases de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid y la tuvieron en aislamiento para que no tratara con sus compañeros. Gertrude Bell viajaba con mucho equipaje en el que incluía todo su vestuario. Alexandra David-Neel se vistió de monje budista para llegar a Tíbet, Margarita D’Andoain se disfrazó porque quería ser la primera española en entrar en Meca. El burka nos ha servido a muchas periodistas para pasar inadvertidas, aunque algunas calzaban zapatillas de marca o nuevas y eso les delataba».
Ángeles Espinosa, corresponsal de El País especializada en mundo árabe, es posiblemente la periodista española que más conoce cómo vestir cuando el territorio te impone unos códigos. «Desde que empecé en este trabajo con veintipocos años había estudiado la zona y supe dónde me metía. Ya en los primeros viajes elegía la ropa más monjil, luego para algunos destinos fui adquiriendo prendas específicas (batas y pañuelos para Iran, o abayas para Arabia Saudí, por ejemplo)», explica por correo electrónico. La periodista, que todavía recuerda un episodio especialmente molesto con el velo cuando tuvo que ir a recoger un visado («el empleado de la entrada me dijo que no podía pasar con la cabeza descubierta y no le satisfizo la idea de que me echara la chaqueta por encima; también debía taparme hasta las rodillas. Hacía años que las legaciones diplomáticas iraníes habían suprimido la irritante exigencia del pañuelo y había entrado sin él en ese consulado con anterioridad. Tuve que volver a casa y recurrir al ‘armario de los trapos'»), defiende que ha acabado teniendo «dos armarios». Elige uno u otro en función del destino al que se dirija. «Las minifaldas y los shorts los reservo para las vacaciones».
El vestuario no solo afecta de forma directa a reporteras en entornos remotos. También a las que pelean diariamente con la información en su propio país. Las periodistas y escritoras Anne Helen Petersen (la misma que reconoció a los millennials como la «generación quemada» en Buzzfeed), Lyz Lenz (freelance para The New York Times, The Washington Post o Jezebel) y Molly Priddy andan unidas escribiendo a seis manos una serie de tres interesantes reportajes bajo el nexo de «Qué vestir cuando que no quieres que la gente te odie». A raíz de una anécdota en la que un señor en un bar se puso a chillar a Lenz sobre qué clase de periodista debía ser, estas mujeres recogen desde el newsletter de Petersen un interesante compendio de anécdotas de otras compañeras para analizar cómo los armarios femeninos acumulan prendas para integrarse ejerciendo el periodismo. «Los hombres, a menudo, no tienen este problema. Un traje. Un par de vaqueros y una camisa bonita. Así está bien. Nadie te va a mirar las tetas en lugar de contestar a tus preguntas. Mientras tanto, cada vez que hago una entrevista, ya sea por teléfono o en persona, estoy en una constante negociación sobre cómo de amable tiene que sonar mi voz y mi propio cuerpo […] Las mujeres hacen este cálculo cada día, ya sean reporteras o no: ¿Cómo visto para poder ir cómoda pero para que, al mismo tiempo, me tome en serio toda esta gente mientras intento caerles bien?«.
Nadia Tronchoni, cronista deportiva de El País, ha adaptado su vestuario según avanzaba en el oficio y tras varias temporadas cubriendo el Dakar y el campeonato mundial de motociclismo. «Nunca me he ‘disfrazado’ para caer mejor en un contexto determinado. Sí es cierto que, habitualmente y casi desde que empecé a trabajar, he tratado de no sé si decir refinar o estandarizar mi estilo. Para no llamar demasiado la atención, ni facilitar miradas al escote o las piernas, algo especialmente a tener en cuenta cuando eres mujer y se hace periodismo deportivo. Con los años he ido aparcando o alargando las minifaldas, por ejemplo. No tanto para caer bien como para que te tomen en serio, ya que, además, empecé bastante joven y eso también influía en la reacción del entrevistado».
Quién sí se muestra proclive a jugar con sus atuendos es Alba Muñoz, reportera freelance que pasó por Playground y ahora colabora con El País y ElDiario.es (entre otros). «El disfraz sutil siempre ha sido una herramienta de trabajo para mí, y digo sutil porque solo son versiones de mí misma. Del mismo modo que puede interesarme parecer mayor e ilustrada en determinadas circunstancias, en otras sigo la estrategia contraria y juego a ser la “joven periodista inofensiva”. Elijo mis prendas más coloridas, coquetas o recatadas, sonrío más y la voz se me vuelve aguda. Sencillamente, y por una cuestión meramente práctica, utilizo a mi favor los prejuicios machistas de los demás. En demasiadas ocasiones me han ninguneado por ser una periodista joven, pero a esto, como a la ropa, también se le puede dar la vuelta», apunta.
El vestuario de Muñoz cambió radicalmente tras un incidente a los 26 años mientras volvía sola de su primer reportaje en tren nocturno Sarajevo-Zagreb en shorts y tirantes. «Había decidido viajar fresquita para poder conciliar el sueño durante las más de diez horas de trayecto, pero no tardé en darme cuenta de mi ingenuidad. Aquello fue como vivir dentro de una película de los Cohen: en cada parada me enfrentaba a un nuevo compañero de cabina más ebrio y amenazador. El primero me preguntó por mi estado civil y el último fue un policía armado que cerró la puerta de la cabina y empezó a acariciarse la entrepierna frente a mí. Llegué a Zagreb temblando, pero entera». Desde entonces, esta freelance ha «masculinizado» su armario. «Aprendí muchas cosas, pasé a las camisas hombrunas, pantalones cómodos, melena recogida. Era una forma de ahorrarme disgustos y de inspirar más respeto en países en los que las mujeres ni siquiera podían mirar a los ojos a su interlocutor. De forma natural esa forma de vestir —que ya no me parece masculina ni impostada— terminó adueñándose de mi armario y arrinconando mis prendas sensuales y baratas de la adolescencia», cuenta. ¿Cambiarán las cosas en un gremio? Muñoz se muestra optimista: «En algunos ámbitos reducidos esto está empezando a cambiar: ya es posible poner contra las cuerdas a regidor de cultura ataviada riñonera y unos leggins de brillantina sideral, pero diría que para muchas periodistas anónimas la propia imagen sigue influyendo demasiado en el trato de los demás y en la autoconfianza para encarar una conversaciones en la que se tiene un objetivo concreto». Ella, que se encuentra en Kenia grabando un documental, no ha recurrido, todavía, al truco del anillo de casada. Tampoco lo defiende Ángeles Espinosa. «Lo de responder que tienes un marido y dos hijos aunque no sea verdad, es un clásico, pero también a los hombres les preguntan por los hijos. Funciona con taxistas y curiosos varios; pero dudo de que a los brutos del ISIS o similares les ablande el corazón la foto de un niño y hoy en día con las redes sociales puede ser peor que te pillen en una mentira».
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