Por qué hay que celebrar el retorno de Bananarama, las anti-Spice Girls
A pesar de su apariencia prefabricada, el grupo de chicas de los ochenta venía de la escena punk y practicaba pop pegajoso sin complejos.
Una década y media antes de que una empresa de management musical colgase un anuncio buscando chicas “ambiciosas, dedicadas y con mucha calle” para formar el grupo que acabaría siendo las Spice Girls, otra banda femenina nacía en Londres de manera mucho más asilvestrada.
En 1979, Sara Dallin, estudiante de periodismo de moda en el London College of Fashion, presentó a su compañera de curso, Siobhan Fahey, y a su amiga de la infancia, Keren Woodward. Las tres tenían cosas en común: les gustaba ir a clubes, la ropa extravagante y estaban bien conectadas en el mundillo punk. Cuando se encontraron sin piso acabaron durmiendo en el local de ensayo de Paul Cook, miembro de los Sex Pistols. Ninguna de las tres tenía la más mínima idea de música, lo que en el clima de la época era casi un requisito para formar una banda. En su caso, como además ninguna tenía ganas de tocar un instrumento, ni siquiera mal, decidieron que las tres serían vocalistas. Y así nació Bananarama, el girl group más famoso de los 80 con permiso de las Bangles y de Salt-n-Pepa, que consiguió colar en las listas hitazos como Venus, Cruel Summer, Love in the First Degree o I want you back hasta que se disolvieron en 1989.
La separación fue agria. Fahey hizo un Zayn Malik (o un Robbie Williams), renegó del pop infeccioso y fundó Shakespeare’s Sisters, de tonos más góticos. Woodward y Dallin le buscaron sustituta, Jacquie O’Sullivan, pero no llegaron a alcanzar el mismo éxito y a los dos años se retiraron. En una escala de improbabilidad, su reunión no llegaba al nivel 10 (que serían los Smiths) pero sí se situaba casi en un siete (digamos, Oasis). Es sabido, sin embargo, que el tiempo y el dinero casi todo lo curan y ahora las tres Bananarama originales están listas de embarcarse en una gira por Reino Unido el próximo otoño. Ellas aseguran que fue la muerte de su amigo George Michael (Woodward fue pareja durante 25 años del otro Wham!, Andrew Ridgeley) lo que les llevó a volver a juntar la banda, cuando se dieron cuenta de que “la vida es demasiado corta” para alimentar rencores añejos.
Por definición, las boy bands y las girl bands, desde los Monkees hasta Sweet California, se construyen de arriba abajo. Un svengali, figura paterna plenipotenciaria, controla los hilos de sus criaturas y se busca a un equipo que controle todos los aspectos, desde la ropa a las rutinas de baile y, en la última década, la presencia en redes, para que nada estropee el plan maestro y todo el mundo consiga ganar el máximo dinero en el mínimo tiempo posible. La obsolescencia programada, esa regla económica que hace que los teléfonos inteligentes mueran antes de tiempo, también es parte sustancial de la banda prefabricada. Con Bananarama, a pesar de su imagen superficial, nada ocurrió así. Las chicas se hacían sus propios vestidos –las tres recuerdan su primer viaje a Los Ángeles terminando de dar puntadas a sus trajes– y se montaban sus coreografías, no especialmente bien. Un coreógrafo les comentó que no marcaban bien el ritmo, pero no les importaba demasiado. Sus bailes rudimentarios fáciles de imitar eran su manera de tomar distancia irónica del concepto “grupo de chicas”. Las letras tenían la misma ambigüedad. Se ha dicho que Cruel Summer, que suena en Karate Kid y en un capítulo de El coche fantástico es en realidad “un himno gótico” al aislamiento adolescente. O eso o un Mecano brit con menos rima: “la ciudad está abarrotada / Mis amigos están fuera / y yo estoy sola / Hace demasiado calor / Así que me levanto y me voy”.
El tema Robert de Niro is waiting sí escondía segundas intenciones. Según Fahey, va sobre una violación que sucede durante una cita.
De todas formas, tratar de buscar la profundidad a Bananarama es no haber entendido nada, como demuestra un visionado del vídeo de Love in the first degree, una canción que levanta cualquier fiesta digna de merecer ese nombre. “Soy culpable de amor en primer grado”, cantan, vestidas de presas con trajes probablemente sacados de Party Fiesta o cosidos por ellas mismas, mientras se entregan a ese género de coreografía literal que tras los ochenta quedó circunscrita a los patios de los colegios y, desgraciadamente, abandonó el pop profesional, esa que hace que “sleep” se interprete cerrando los ojos y poniendo las manitas en forma de almohada (para más información sobre este fenómeno, ver también Ana Torroja).
La prensa musical británica, entonces crecida por sus ventas y su influencia, les dio cancha al principio, porque por lo general se reconocía que “venían del sitio correcto”, pero a medida que empezaron a tener auténtico éxito –Venus fue número uno también en Estados Unidos en 1983, cuando Robert Palmer, Billy Idol, The Human League y ellas mismas protagonizaron la “segunda invasión pop” después de la de los Beatles– y a trabajar con productores como los ubicuos Stock Aitken y Wakerman, responsables del sonido sintético e hiperpulido de la década, se las relegó al rincón de lo comercial y les dedicaron palabras brutales. A Dallin y Woodward les daba un poco igual, pero a Fahey, que estaba obsesionada con los Smiths y cada vez se sentía menos cómoda con el estilo de Bananarama, le llevó a abandonar el grupo en 1989. Para entonces, las chicas habían dejado el squat de Candem en el que vivían al principio y ganado cantidades serias de dinero. La disidente Fahey, que estuvo casada y tiene dos hijos con Dave Stewart de Eurythmics, tampoco tuvo mucha suerte con su siguiente compañera musical, Marcella Detroit, con la que formó dúo en Shakespeare’s Sisters. Lo dejaron en 1993 y a continuación, ella ingresó en un hospital psiquiátrico por depresión. Ahora las tres Bananarama originales regresan reconciliadas, bien entradas en la cincuentena, y con aspecto de madres enrolladas de las que comparten discos y drogas blandas con sus hijos. Tener la aprobación de los “chicos que saben” ya no parece un problema.
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