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Templo de Scott Fitzgerald y refugio de los Kennedy: por qué el Hotel du Cap-Eden-Roc es el gran secreto de Cannes

Repasamos la historia de este icono del lujo vacacional que acaba de cumplir 150 años y que sigue recibiendo a todo el que es alguien.

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“En la apacible costa de la Riviera francesa, a medio camino aproximadamente entre Marsella y la frontera italiana, se alza orgulloso un gran hotel de color rosado. Unas amables palmeras refrescan su fachada ruborosa, y ante él se extiende una playa corta y deslumbrante. Últimamente se ha convertido en un lugar de veraneo de gente distinguida y de buen tono, pero hace una década se quedaba casi desierto una vez que su clientela inglesa regresaba al norte al llegar abril. Hoy se amontonan los chalés en los alrededores, pero en la época en que comienza esta historia solo se podían ver las cúpulas de una docena de villas vetustas pudriéndose como nenúfares entre los frondosos pinares que se extienden desde el Hôtel des Étranges, propiedad de Gausse, hasta Cannes, a ocho kilómetros de distancia”.

La historia es la que narra F. Scott Fitzgerald en ‘Suave es la noche’ (1934), “un atormentado retrato de opulencia destructiva e idealismo malogrado”, según la esposa del escritor, Zelda. Y el Hôtel des Étranges que inmortalizó en la novela que se inicia con el párrafo anterior es el Hôtel du Cap-Eden-Roc, una joya de la hotelería mundial que cumplió 150 años en abril y que ha alcanzado la segunda década del siglo XXI con el mismo esplendor con el que se bautizó.

La biografía del establecimiento se remonta a 1857, cuando una emperatriz rusa descubrió la Costa Azul a la aristocracia de su país. Buscaba aire fresco allí donde el Mediterráneo acaricia las rocas, en una península llamada Le Cap, en Antibes, entre Cannes y Niza. Tal es su belleza que más de un hijo del imperio zarista se prendó de la zona. Entre ellos, el conde y excoronel Paul de Fersen, que compró varias propiedades. También el fundador de Le Figaro, el periodista Hyppolite De Villemessant, quien tenía la idea de erigir un retiro inspirador para escritores y artistas. Pues bien, gracias a la ayuda financiera de De Fersen y de su cuñado, en 1870 abrió en Antibes Villa Soleil, un edificio de estilo Napoleón III. Y empezó a acoger a un reguero de espíritus creativos como George Sand, seudónimo literario de Aurore Dupin (“Estamos en un edén… un paraíso para los poetas”, escribió), y el pintor Marc Chagall, que pintaba fuera durante el día y luego trasladaba sus bártulos al comedor para dibujar a los presentes.

Con el paso del tiempo, Villa Soleil cayó en el abandono, y tuvo que aparecer el hotelero italiano Antoine Sella para transformarla en un alojamiento de lujo. Inauguró Le Grand Hôtel du Cap, y en 1903 lo mejoró con calefacción central y baños privados.

Claude Monet se inspiró en Le Cap para su colección de 35 paisajes de Antibes, a finales del siglo XIX. El dramaturgo George Bernard Shaw se convirtió en uno de los clientes más leales del hotel en los alegres 20. En los años 30, antes de que estallara la II Guerra Mundial y el hotel se reconvirtiera en un hospital militar, llegaron Ernest Hemingway, Picasso y su esposa Olga (el español aceptó con gusto diseñar y dibujar el nuevo menú del restaurante, solicitando nada más que tinta, papel y una mesa tranquila) y el rey Eduardo VIII del Reino Unido y Wallis Simpson, antes y después de su abdicación.

Y, entonces, apareció ella. Corría agosto de 1938 cuando Joseph P. Kennedy, padre del presidente americano John Fitzgerald y de los senadores Robert y Ted, conoció a Marlene Dietrich. Él contaba 49 años y había servido como embajador de Estados Unidos en Inglaterra. Aquel verano ansiaba un descanso en la exquisita Riviera, y arrastró a su esposa Rose y a sus nueve hijos a una villa junto al Grand Hôtel du Cap. La alemana, con estatus de estrella y 37 años, acababa de romper con la Paramount, y se había exiliado al sur de Francia junto a su esposo, Rudolf Sieber, la amante de éste, su propia amante y su hija María. “Él ya era viejo, pero dulce”, comentó la actriz, y cuando él comenzó a “seguirle”, iniciaron una aventura que provocó una relación de décadas entre las dos familias, incluidos hijos y amantes.

Así lo recoge la periodista Cari Beauchamp en su libro Joseph P. Kennedy presenta: Sus años de Hollywood: “A medida que los Kennedy se volvían cada vez más importantes para ella, María notó que el embajador se convertía en un visitante frecuente de la cabaña de su madre. Estaba avergonzada y temía que sus nuevos amigos la condenaran al ostracismo como resultado, pero Rose [esposa de Joseph P.] continuó mostrándole amabilidad a María, invitándola a almorzar con la familia y actuando como si todo hubiera sido lo más normal. María concluyó que los Kennedy debían estar ‘tan acostumbrados a que su padre desapareciera’ como ella a su madre”.

En 1963, ya lejos del hotel, Dietrich mantuvo un encuentro íntimo con J.F.K. en la mismísima Casa Blanca, dos meses antes del asesinato del presidente en Dallas. Tras el escarceo, él le dijo: “Si te hago una pregunta, ¿me dirás la verdad?”. Marlene no prometió nada, pero asintió con la cabeza. “¿Alguna vez te acostaste con mi viejo?”. “Lo intentó”, respondió ella, “pero nunca lo hice”. Y él: “Siempre supe que el hijo de puta estaba mintiendo”.

Durante la posguerra, pasearon su glamour por el Hôtel du Cap Peter Sellers, John y Yoko, Romy Schneider, Serge Gainsbourg y Jane Birkin, Michael Caine, Rock Hudson y Doris Day. Pero no se cruzaron con Elizabeth Taylor y Richard Burton, que en el 63 habían empezado un idilio en el rodaje de Cleopatra en Roma y lo continuaron en el hotel. Fue en el establecimiento galo donde pasaron la mayor parte de su luna de miel… encerrados en su habitación. Claro que la industria hotelera mundial podría editar su propia guía turística con los lugares en los que la Taylor estrenó (es un decir) su condición de casada.

“El hotel y la brillante alfombra tostada que era su playa formaban un todo. Al amanecer, la imagen lejana de Cannes, el rosa y el crema de las viejas fortificaciones y los Alpes púrpuras lindantes con Italia se reflejaban en el agua tremulosos entre los rizos y anillos que enviaban hacia la superficie las plantas marinas en las zonas claras de poca profundidad”, escribió F. Scott Fitzgerald.

Kirk Douglas era uno de los huespedes del hotel
Kirk Douglas era uno de los huespedes del hotelGetty

Esa alfombra tostada se ha teñido de rojo. Desde que la vecina Cannes celebró su primer festival de cine, en 1941, incontables figuras del celuloide han recalado en el hotel: de Gary Cooper a Orson Welles y Rita Hayworth. Hoy, a Penélope Cruz y compañía les secunda cada primavera una troupe de modelos como Kendall Jenner y Heidi Klum. El periodista francés François Simon escribió en 2007 mil y un anécdotas de las estrellas en un libro sobre el hotel, en el que cuenta cómo Sharon Stone, “en un momento de inspiración”, pidió a un arpista vestido con un traje irlandés, luego a un Nabucodonosor de champán. “O tal vez fue al revés”.

Eddie Murphy comía hamburguesas de pavo, y John Travolta, quiches de verduras a las 2 de la madrugada. Y, como las reglas están para saltárselas, Monica Bellucci pernoctó en una de las cabañas de la playa y Mel Gibson reservó una mesa para 30 y se presentó con 300. Si el término bon vivant no salió de allí, no sabemos de dónde.

El primer libro de visitas del hotel se retiró con garabatos valiosísimos de artistas como Chagall y Picasso. Los tomos que lo sustituyeron no se quedaron mancos: contaban con los comentarios en inglés y en francés de Johnny Depp (“Siempre asombroso aquí. ¡Gracias por todo!”) y Vanessa Paradis, con un esqueleto sonriente de Tim Burton, con un autorretrato de Karl Lagerfeld y con un esbozo de Pelé en 2013, que había dibujado una portería de fútbol con la palabra “Gooool” y el mensaje de rigor “Muito obrigado”. Grace Jones optó por ocupar dos páginas enteras para firmar y dejar la huella de su boca con lápiz de labios color ciruela.

Antes de todo eso, André Sella, hijo de Antoine, había decidido vender el establecimiento. Lo compraron, en 1969, Maja y Rudolf Oetker, el multimillonario alemán al frente del grupo empresarial Oetker (sí, el de las pizzas). En 1987 le cambiaron el nombre por el de Hôtel du Cap-Eden-Roc, que hoy es miembro de Oetker Collection, con una cartera envidiable: son gestores de Le Bristol de París y del Eden Rock de St. Barths, entre otros alojamientos.

Para ser un icono de la hotelería internacional hay que cumplir tres requisitos: longevidad (qué mínimo que un siglo de historia), sumar más estrellas que la Guía Michelin, y que un buen puñado de hombres y mujeres de relumbrón haya pernoctado en sus habitaciones. El Hôtel du Cap-Eden-Roc encaja en ese molde, y se codea con el Ritz de París, el Raffles de Singapur, La Mamounia de Marrakech y The Beverly Hills de Los Angeles en la exclusiva lista de hoteles-destino que guardan las esencias de la hotelería de lujo.

En parte, a golpe de talonario. La última gran remodelación del Hôtel du Cap-Eden-Roc tuvo lugar en 2011, y costó 65 millones de euros. Se reformaron hasta sus nueve hectáreas de jardines, supervisadas por la propietaria, Maja Oetker. Este año presenta como novedad la Villa Sainte-Anne, de cinco dormitorios.

El hotel ya no es de color rosado, sino blanco como la cal, y sus amables palmeras siguen refrescando su fachada. Hoy permanece cerrado hasta que el Gobierno francés determine la apertura de los hoteles en plena crisis del coronavirus. Pero las tarifas de junio ya se han establecido en su web: a partir de 1.300 euros la noche en una de sus 118 estancias. Hay sueños que no salen baratos.

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