«Soy una fea presumida, a la que le gusta vestir bien»
Quiso estudiar Arte, pero su familia temió que se perdiera en la bohemia. Carme Ruscalleda optó por desarrollar su vena creativa en la cocina y ahora lleva los pantalones en su restaurante tres estrellas Michelin.
Viste impecable tanto en su restaurante como en la calle. Chaqueta blanca ajustada, con las iniciales de su nombre bordadas en plata, pantalones negros y zapato plano es su uniforme en el Sant Pau. Una de esas prendas, los pantalones, la identifican. «Cuando entro en una tienda, suelo buscar un vestido, pero acabo con pantalones. Quizá me atraen tanto porque me costó mucho convencer a mis padres de que me compraran los primeros. Entonces, llevarlos era casi un pecado». Carme Ruscalleda nació y vive en Sant Pol, un pueblo costero a 40 kilómetros de Barcelona. «Recuerdo a los veraneantes de los años 50 y el escándalo protagonizado por una mujer, católica practicante y respetable, a la que el sacerdote negó la comunión por ir a comulgar con pantalones. ¿No es tremendo?».
Su primer par «eran unos pitillos, como los que ahora vuelven a estar de moda. Látex rígido con trabilla en el pie: un tesoro».
«Soy una fea presumida», sentencia irónica, «a la que siempre le ha gustado vestir bien, a pesar de que mi madre siempre me ponía de ejemplo a una niña que vivía en la misma calle: “Mírala –me decía–, es como una muñeca recién salida de la caja”. Al contrario que ella, le parecía que yo siempre llevaba la ropa arrugada y que me ensuciaba demasiado».
Ir de compras, una fiesta. Durante su adolescencia, la modista le hacía las prendas a medida y luego bajaba a Barcelona a redondear la temporada. «Era como una fiesta, el abrigo nuevo, los zapatos nuevos…». Hoy, la falta de tiempo hace que ir de compras le provoque una sensación parecida. «Disfruto hasta cuando me hago con un pañuelo de bolsillo», comenta. Cuando consigue rescatar dos horas de su agenda para hacer shopping, suele ir sola, desconecta el móvil y visita tiendas donde la conocen, como Jofré, Santa Eulalia o Serra i Claret. «Vestirte es como jugar. A veces me quedo con cosas que me hacen ilusión sin tener ni idea de si me las pondré. Me gusta lo original y compro lo que me atrae».
Durante mucho tiempo vistió de Ramón Ramis, ahora Etro. «Es mi perdición. Tengo que dominarme para no acabar comprándome algo de esta firma, no hay prenda que no me guste». Su última adquisición ha sido un vestido negro. «El negro acaba de llegar a mi armario en el que predomina el blanco, los estampados y el rojo, con el que me veo muy bien. No me seduce la ropa amplia, procuro ir totalmente ceñida y marcando la silueta».
Aunque viaja a menudo a Japón, cuenta con pocos autores nipones en su vestuario. «Me interesan, pero mi talla es grande para ellos».
Cuando trabaja también muestra su coquetería, se cambia dos veces al día. «Quiero ir correcta. Mi chaquetilla ha de ser cómoda, pero adaptada a un cuerpo de mujer».
Un estilo muy personal. Su característico corte de pelo data de 1989, antes lucía melena. «Trabajaba con una chica que llevaba el cabello muy corto y me encantaba. Fui a Francesc Pou, un peluquero de Arenys de Mar al que soy fiel desde hace más de 20 años. Cada tres semanas me corto y me tiño. Voy muy cómoda. Francesc me da un toque femenino». Suele llevar pendientes «para trabajar, pequeños. Si no estoy en el restaurante, pueden ser largos». Anillos, pocos. «Ni Toni –su pareja– ni yo llevamos alianzas. Cuando trabajábamos de carniceros nos hicimos daño. Nos pareció peligroso y nos las quitamos».
Carme estudió Comercio Mercantil hasta los 16 años. «Mi hermano tuvo una educación más dilatada. Educar a la mujer parecía entonces como tirar el dinero, nuestro cometido era casarnos y seguir los pasos del marido. En mi caso ha sucedido al revés». La carrera artística que deseaba no tuvo el respaldo familiar. «A mis padres les comentaron que podía ser peligrosa para una chica, demasiada bohemia. Pensaron que me perderían y me sedujeron con la convicción de que modernizarían la tienda. Era muy buena chica y me convencieron». En el negocio aprendió técnicas de charcutería y se obró el milagro. «Hice las cosas a mi manera. Si eres creativo, la creatividad acaba saliendo de una manera u otra. Empecé a realizar butifarras de dos colores, a mezclar carne de cerdo con carne de pato, a poner hígado y a hacer embutidos distintos. El cerdo me abrió el camino y me convirtió en una persona feliz, por eso le tengo tanto cariño y protagoniza algunas de las joyas que llevo».
Una aventura de dos. Su marido, Toni Balam, se contagió del espíritu transgresor de su pareja. «Hemos crecido juntos y ya de novios disfrutábamos más en un restaurante que en una discoteca. Era cerrajero, pero lo dejó y se vino conmigo a reforzar la tienda. Empezamos a evolucionar hacia la gastronomía, fue el embrión del Sant Pau».
Viven en un céntrico edificio de los años 70 que ocupan en su totalidad. La primera planta está dedicada a las oficinas y lavandería del restaurante. La segunda es su vivienda, reformada hace un año por Juan Antonio de Dios y Xavier Olivé, y la tercera, la de los padres de Carme. Enfrente, en una casa de 1880, el Sant Pau, tres estrellas Michelin (y dos en el Sant Pau de Tokio, por cuarto año consecutivo). «Sentí una gran presión el día que abrí, me quedé muda en el primer servicio. Si alguien viaja hasta aquí para disfrutar de un tres estrellas, quiero que la experiencia sea singular. Nuestra grandeza es la pureza del gusto y eso implica trabajo y rigor. Soy de sonrisa fácil, pero muy seria cuando estoy entre fogones». Y concluye con el pensamiento que impera en su filosofía de vida: «La suerte se ha de trabajar cada día. Es lo que me han dicho mis padres y también lo que he inculcado a mis hijos».
Ximena Garrigues y Sergio Moya
Ximena Garrigues y Sergio Moya
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