Sufragista a los 16 y cronista en los juicios de Núremberg: la apasionante vida de Rebecca West
Helen Atkinson, sobrina-nieta de la autora británica, recuerda la figura de su tía, que fue amiga de George Bernard Shaw o Anaïs Nin y pareja de Charles Chaplin y H. G. Wells. Ahora se publica ‘La noche interrumpida’, parte de su ‘Trilogía de los Aubrey’, inspirada en su excéntrica familia.
Rebecca West (Kerry, 1892-Londres, 1983) fue una de las intelectuales más formidables y estimulantes del siglo XX. Para mí fue también una fascinante, generosa y algo intimidante tía-abuela. Mi padre, Norman, era inventor, y su sobrino favorito, tenía una mente muy ágil, que era lo que ella valoraba sobre todas las cosas. No me dejaban ir a verla sola, en mi familia se creía que Rebecca era capaz de ‘devorar’ a sus parientes más jóvenes. Pero un día, cuando tenía unos 15 años, llegué a su casa antes de tiempo y pensé: «Oh, por Dios, es mi tía-abuela, es escritora, yo quiero ser escritora, ¿de qué tengo miedo?». Y llamé a su puerta. Me preguntó por el piercing de mi nariz. Esto fue hace 40 años, cuando las chicas buenas no llevaban esos pendientes. Le consulté si lo desaprobaba. Dijo que no, pero que no pegaba con mi corte de pelo, tan serio y recatado, y nos reímos. Tras ese día, empecé ir sola a su casa.
Tenía un piso enorme con vistas al Albert Memorial de Hyde Park, con una sala de estar gigante en la que recibía, y una serie de habitaciones más privadas en la parte de atrás. Era precioso y estaba lleno de obras de arte. Tuvo una temible ama de llaves escocesa que una vez me abrió diciendo: «Dame Rebecca [la escritora ostentaba ese título honorífico británico] está poniéndose su traje de las mañanas». La riqueza y el privilegio estaban a la vista, pero no le daba importancia. No diría que fue excéntrica, sino completamente única. Una vez me llevó de paseo en su Bentley, plateado, elegante. Su chófer nos condujo hasta St. James y ella me preguntó: «¿Te gusta el pescado?». Yo lo odiaba, pero dije educadamente que sí. «Te voy a llevar al mejor restaurante de pescado de Londres», anunció. En Wheeler’s me hizo probar mi primera ostra y desde entonces estoy enganchada a ellas. Por el camino, pasamos por una gran librería en la esquina de Knightsbridge y los escaparates estaban dedicados a su último libro, expuesto en columnas que subían hasta el techo. Me quedé boquiabierta; ella no dijo nada. Pensé en qué sentiría al ser una escritora tan famosa, pero era demasiado tímida para preguntar.
Porque Rebecca West fue muy leída y respetada. Con solo 16 años escribió una carta a The Scotsman pidiendo que las mujeres pudieran votar y se metió en un serio problema en su escuela de chicas bien. Ella y sus hermanas fueron sufragistas de línea dura, desde muy joven sintió que tenía la misión de luchar para corregir un terrible error: que la mitad de la población tuviera menos derechos que la otra mitad. Más adelante, a medida que crecía el feminismo, dirigió su atención a otros asuntos, como las causas de la guerra o los peligros de la hipocresía política. En 1947 Time le dedicó una portada y la definió como «la mejor escritora del mundo». Fue poco después de que finalizaran los juicios de Núremberg, que cubrió para The New Yorker y en los que se ganó el elogio de «la mejor reportera del mundo».
No tengo claro si logró menos reconocimiento por ser mujer. Rebecca no esperó por una invitación para unirse a ese club masculino donde se formaba la opinión pública, ella cogió su silla, se sentó a la mesa y empezó a hablar. Y su brillantez y perspicacia eran innegables, así que allí se quedó. «Escribo libros para descubrir cosas», dijo. Para ella era así de simple. Estaba tan bien considerada que podía ir donde quisiera y conocer a cualquier persona que deseara. Y lo hizo. Su lista de amigos es como un quién es quién del siglo XX, desde George Bernard Shaw a Anaïs Nin. Pero también tuvo desencuentros: Doris Lessing y ella se distanciaron porque Rebecca fue crítica con la Rusia de Stalin desde el principio, y esto la convirtió en una paria entre los intelectuales británicos de izquierdas, aunque Lessing lamentó lo ocurrido después. Rebecca golpeó con sus críticas a Tólstoi, dijo que Strindberg «no podía escribir» y llamó a T. S. Eliot farsante mientras el resto del mundo decía que era inmortal. Era, según dijo su biógrafo Carl Rollyson, «una gran hater».
Su vida personal no fue algo de lo que yo estuviera al tanto, ella tenía 80 años cuando empecé a visitarla con más frecuencia y murió 10 años después, cuando yo tenía 17. Mis padres me dieron siempre instrucciones estrictas de no preguntarle nunca por H. G. Wells, con quien tuvo un hijo. Sí que me contó una historia maravillosa de los años de la Prohibición, cuando una vez se coló en el embarcadero de Central Park con Charlie Chaplin, con quien tuvo una relación: cogieron un bote para dar una vuelta por el lago bajo la luz de la luna y acabaron arrestados. Creo que era un espíritu libre, pero también sufrió esa lúgubre realidad de aquellos intelectuales eduardianos, como H. G. Wells, que promocionaban el amor libre ignorando las consecuencias terriblemente desiguales para las mujeres, incluido el embarazo y la caída en desgracia, que es lo que vivió Rebecca a los 21 años. Aprendió rápidamente que los hombres se sentían atraídos por su independencia, inteligencia y fuerza, pero también horrorizados por ellas.
Probablemente vivió una de las existencias más interesantes del pasado siglo. Cuando nació, la reina Victoria estaba en el trono; cuando murió, Boy George estaba en lo más alto de las listas de éxitos. No quiero gafarlo, pero hay un creciente interés en su figura y parece que en un par de años podremos ver su vida en la gran pantalla. ¿Quién la interpretaría? Los castings son procesos misteriosos… Pero creo que mi gato, Harry the Fancy Cat, haría muy bien de Ginger Pounce, el gato de Rebecca.
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