¡Qué grima el amor!, por Eva Hache
Si San Valentín estuviera coleando se sentiría desubicado y traicionado por el amor
San Valentín era un mártir del siglo III. Uno. Podría haber sido cualquiera pero se eligió (al tuntún, como manda la democracia) a un sacerdote que, contra las normas, unía en santo matrimonio a los soldados casaderos antes de entrar en batalla. ¿Por qué? ¿Por romántico? No lo sé. O porque así las recientes esposas podían cobrar la pensión de viudedad antes incluso de culminar. Vaya usted a saber. La cosa es que se eligió a este, con estas circunstancias, y hasta hoy. Pero todo esto es tan presunto como el jamón portugués. Porque la existencia del santo es discutida. ¿Por quién? Pues por todos, porque anda que no nos gusta darle a la lengua. Y cuando digo darle a la lengua me refiero a la charla sin límite, al proceso de la digestión y a un buen filete sin patatas. Y a criticar a la hora de la siesta a unos que se están dando el filete hasta el punto de ebullición de la patata, también, me refiero.
Pero suponiendo que San Valentín fuera un personaje histórico, un famoso demostrable, y suponiendo también que la resurrección fuera factible, si San Valentín en persona volviera al mundo de los vivos de hoy no me extrañaría que quisiera permanecer en el anonimato visto el acaramelamiento que ha alcanzado esta celebración. No me imagino a San Valentín haciendo bolos por las plazas públicas de ciudades y pueblos exclamando con júbilo: –¡Soy yo! ¡San Valentín! ¡El santo del amor! ¡Abrazadme! ¡Me encanta que os améis y que os hagáis muchos regalos! ¡Viva Galerías Preciados! ¡Abrazadme, coño, que soy yo! Si San Valentín supiera que hasta Barbie y Ken se demuestran su amor de carne y plástico regalándose trastos, yo creo que fliparía bastante. Si supiera que la pareja de muñecos promociona las «Barbie Leopard Poni Heart Nosequemás» se mesaría las barbas debatiéndose entre pensar que Barbie es una leoparda o que regalar un corazón de poni es, cuanto menos, morboso y más sangriento que la matanza que lleva su santo nombre.
Si San Valentín reviviera podría ver, con esos ojos suyos que ya se han debido comer los gusanos, que existen, para regalo, los bombones con la forma de tu ano. –¿Se lo envuelvo o se lo lleva puesto? El estupor, digo.
Si San Valentín viera una pareja de hoy cosiéndose la boca a besos, salpicando amor, sentiría reparo, repulsa y recochineo. Como cualquiera, lo llamaría vergüenza ajena y haría chanza para mantener la distancia de seguridad por no sufrir del corazón, o por la envidia cochina o por la envidia, cochina.
Si San Valentín estuviera vivito y coleando, seguramente colearía poco, por cura y por mártir. Y sufriría mucho y bien. Y se sentiría desubicado y traicionado por el amor. Sí, San Valentín sería Tonino Carotone y haría bolos por las plazas cantando:
«Por qué voy a creer yo en el amor
si no me entiende, no me comprende tal como yo soy.
Por qué voy a creer yo en el amor
si me traiciona y me abandona cuando mejor estoy.
Lo sabemos muy bien, entre tú y yo,
y, aunque parezca, no tienes la culpa. La culpa es del amor.
Yo no quiero sufrir pero aquí estoy
y estoy sufriendo y no me arrepiento. Me cago en el amor.»
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