Lo que ocurrirá después
Me gusta la idea de agradecer en etapas inciertas, cuando lo más sencillo es dejarnos arrastrar por la angustia de lo que nos deparará el futuro o de sumirnos en la melancolía por lo que ya no está.
Últimamente me viene mucho a la cabeza el título de una novela de Guadalupe Nettel, Después del invierno. La idea de después (del invierno, de la vacuna, de 2020) nos permite creer en un mundo de posibilidades en la vida del mañana, como un faro de pensamiento mágico. Tras muchos meses empañados de nostalgia, encerrados recreando la vida de antes, ahora que se acerca el final del año, con los propósitos y las listas de buenas intenciones, volvemos a pensar en después.
En un momento de la novela, la narradora se pregunta qué espera de la vida, y lo que escribe me parece un espejo de muchos de mis pensamientos a lo largo de este año extrañísimo. «¿Qué diablos esperaba de la vida? La pregunta empezó a deslizarse como una sombra amenazante y a minar el frágil equilibrio de mis días. Me acosaba por las mañanas justo a la hora de despertar, estropeando cualquier comienzo. Aparecía de nuevo en el desayuno o más tarde, cuando me daba una ducha para aclararme las ideas. (…) Pero no tenía ningún indicio, ni siquiera una intuición. La verdad, ahora lo veo claro, es que no esperaba nada».
Como en la novela de Nettel, a veces parece que la vida se nos escurre entre dos extremos: no esperar nada y esperarlo todo. Y en un plano más cotidiano, esperamos en el andén; el resultado de unas pruebas; una oferta de trabajo, la llegada del verano; el amor y la muerte… Vivimos esperando y esperar es otra forma de desear, de cerrar los ojos pidiendo –deseando- que la vida nos favorezca. Pero la espera desgasta y agota porque significa vivir en subjuntivo. En este año de pandemia en que nuestro mundo se ha dado la vuelta del revés, en el que lo normal ha pasado a la categoría de extraordinario, se me ocurría a menudo que desde la espera más que vivir se sobrevive, porque nada que merezca la pena nace de estar a la defensiva.
Es desde esa sensación que ahora todos conocemos, la nostalgia por la vida de antes, y no solo por la vida que está por venir, también he pensado constantemente en una expresión: «Dar por sentado». Y he cambiado esa lista infinita de propósitos que nunca cumplía por una lista de todas las cosas que en algún punto dimos por sentadas. Me gusta la idea de agradecer en etapas inciertas, cuando lo más sencillo es dejarnos arrastrar por la angustia de lo que nos deparará el futuro o de sumirnos en la melancolía por lo que ya no está. De tener, incluso cuando dejamos de esperar cosas de la vida, pequeñas certezas a las que aferrarnos. De no volver a dar por sentado todos esos libros, películas y canciones que nos acompañan en los momentos de tristeza, ese café humeante por la mañana o un mensaje de ánimos desde la distancia. De sabernos privilegiados en mitad de una pandemia sin precedentes en la historia reciente.
Hace unos días me topé con una anécdota del escritor Paul Auster. Cuenta que cuando tenía 14 años, en un campamento de verano en la montaña, uno de sus compañeros murió en mitad de una tormenta eléctrica en el bosque justo delante suyo. Auster dice que fue el día más importante de su vida, porque en ese momento fue consciente por primera vez de la aleatoriedad de la vida y la muerte, de que podría perfectamente haber sido él. Desde aquel verano, cada mañana cuando se despierta y sale de la cama, da las gracias, no da las cosas por sentado. Paul Auster entendió de niño, como nosotros entendemos ahora, que no sabemos lo que ocurrirá después. Y que por eso hay que aprovechar esto que, con sus imperfecciones y rarezas, nos ocurre todos los días. Vivir siempre a la espera no deja de ser una manera de vivir una vida que no es la nuestra.
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