Isabel Coixet: “Soy alérgica al matrimonio, pero lucharé para que quien se quiera casar pueda hacerlo”
La directora recuerda en ‘Elisa y Marcela’ el primer matrimonio de mujeres de España, en 1901. Ella y su equipo (de mayoría femenina) hablan de libertad, cine y la necesidad de otras miradas.
Fue en la alfombra roja de los Goya de 2016, esperando su turno en el photocall, justo antes de entrar a la ceremonia, cuando Isabel Coixet se acercó a Natalia de Molina y le dijo: «Tengo un guion que me gustaría enviarte para que lo leyeras». La jienense, que ese año ganó el Goya como actriz protagonista por su papel en Techo y comida, recuerda que se puso muy nerviosa. La directora, que en esa edición estaba nominada a mejor dirección y película por Nadie quiere la noche, había decidido contar una historia y tenía la certeza de que De Molina sería una de sus protagonistas. Quería que encarnara a Elisa Sánchez Loriga, una mujer que en 1901 se casó con otra mujer, Marcela Gracia Ibeas, en la iglesia de San Jorge de A Coruña. Lo hizo transformada en su primo Mario para salvar las trabas de una sociedad que no aceptaba su relación. Cuando se descubrió el engaño la noticia ocupó la primera plana de la prensa de la época, y estas dos maestras que trabajaban en pequeñas escuelas rurales fueron perseguidas y encarceladas.
«Elisa y Marcela son dos heroínas, cuando leí el guion me pareció increíble que su historia no se estudie. Creo que por el hecho de ser mujeres y lesbianas no se conoce», reflexiona De Molina. Incide en la necesidad de esa visibilidad todavía hoy, más de un siglo después: «Me impresiona ver cómo cada día crecen la homofobia y la LGTBIfobia. Parece que vamos para atrás. Me gustaría que la gente que tiene problemas con esto se sentase a reflexionar qué es lo que realmente le molesta, qué es natural y qué no. ¿El amor? Si es que el amor no tiene fronteras, es un idioma universal, es libre. Resulta desgarrador que estemos así todavía». Hoy en día sigue habiendo países en los que la homosexualidad es un delito, y el matrimonio entre personas del mismo sexo es legal en menos de 30 países. «Estamos en un difícil momento de retroceso. Más bien de resentimiento y de protesta frente a unos logros que a mí me parecen de justicia, éticos e irrenunciables. En Brasil están hablando de retirarlo y no dejar que la gente se case… Yo soy alérgica al matrimonio, pero lucharé para que quien se quiera casar pueda hacerlo», subraya la directora.
A Coixet le costó que esta idea que tenía en la cabeza desde hacía más de una década se hiciera realidad. «Conocí en un viaje a Galicia al catedrático Narciso de Gabriel, que había escrito su vida, y me pareció de leyenda», asegura la directora y guionista de Elisa y Marcela, que al final salió adelante con el apoyo de Netflix. «En este país, y en casi todos, cuando quieres hacer una comedia es mucho más fácil. Vas donde el productor y casi te pone el cheque. Pero cuando quieres dirigir un drama siempre hay un recelo. Hacer reír, de cara a la taquilla, está mejor visto que hacer llorar o emocionar», comenta la cineasta.
Ella no cejó en su empeño. Tenía claro el proyecto. Y que la película sería en blanco y negro. «Lo vi así desde el principio en mi cabeza, y no podía renunciar a eso. La escritura de un guion es lo más parecido que existe a la arquitectura, porque una película es una construcción mental. Y la mía era en blanco y negro». Esto supuso un reto para Sylvia Steinbrecht, directora artística del filme, que se enfrentó a su primer rodaje sin color: «Al principio no sabía cómo combinar los tonos, convertía las fotos de color a blanco y negro para ver cómo variaban las densidades, me hice mi propia escala de grises. La película no podía ser de otra forma, esto le da una pátina poética». Tuvo que investigar en cuadros y libros de la época, hallar referentes para retratar un ambiente humilde. «Buscamos comida como la de aquella época, el material y el mobiliario de las escuelas nos lo dejó un museo…», repasa.
Era la primera vez que Steinbrecht desarrollaba un gran proyecto con la catalana, que suele apostar por la presencia femenina también en los apartados técnicos. «En esta película creo que el 80% éramos mujeres, para mí es normal. Más que reivindicar yo he predicado con el ejemplo desde que empecé a trabajar en el cine. Pero seguimos muy lejos de la paridad», subraya Coixet, quien defiende iniciativas como el inclusion rider –una cláusula en los contratos de las producciones para garantizar la diversidad y la igualdad de género en ellas– que Frances McDormand reclamó cuando ganó el Oscar en 2018. De Molina asegura que para ella es un ejemplo a seguir: «Hay muchísimas ramas de una producción en las que las mujeres casi no existen, áreas que son círculos muy masculinizados, y me gusta que Isabel no solo da su discurso, lo pone en práctica también: en esta película casi todas las jefas de equipo eran mujeres, hubo mucha confianza y hermandad».
Cambiar el enfoque
Isabel Coixet, Natalia de Molina y Greta Fernández (Marcela, la otra protagonista de la película) lucieron abanicos de la Asociación de mujeres cineastas y de medios audiovisuales (CIMA), con la reivindicación #MásMujeres sobre la alfombra roja de la Berlinale, en cuya sección oficial compitió la película. «El cine está empezando a dar más voz, aunque aún hay poca, a las mujeres. Es importante que haya personajes femeninos poderosos, que se expliquen relatos desde puntos de vista femeninos», defiende Fernández. Lo comparte De Molina: «Hace falta que se nos deje contar las historias a través de nuestra mirada, para poder ver las cosas desde una perspectiva diferente y empezar a romper muchos clichés que nos vienen dados por la visión masculina». Al elegir sus personajes –ahora acaba de rodar Adiós, de Paco Cabezas, en el barrio de las Tres Mil Viviendas de Sevilla– considera necesario que incidan en ese cambio de óptica: «Intento hacer películas que me gustaría ver y en las que como mujer me puedo sentir identificada y que dan un mensaje de empoderamiento».
Como el papel en Elisa y Marcela de la actriz de origen brasileño afincada en Barcelona Kelly Lua –Flor, la mujer del alcaide de la prisión portuguesa donde encarcelan a las protagonistas–, que contribuye a crear referentes, a dar otras perspectivas de momentos históricos. «Me encanta que Isabel haya puesto a una mujer negra, adinerada, en esta época. Es importante, porque no se suele ver, nuestro papel en la historia ha sido silenciado», explica Lua. Defiende los castings abiertos, la necesidad de que la diversidad sea natural: «Cuando empecé a trabajar, si no montaba mis propios proyectos era complicado encontrar trabajos. Por eso con esta película me tiré de cabeza. Siempre vamos a ganar sumando. Quiero que llegue un día en el que yo no tenga que ser la diferente». Ese cambio de enfoque que plantea Coixet en esta «historia de carne y piel» es global, abarca desde los personajes a las escenas más íntimas, en las que Elisa y Marcela recurren a los juguetes sexuales disponibles en la Galicia de 1900: pulpos y algas. «Fue una manera de decir ‘vamos a contar el sexo de una forma diferente’. Estamos acostumbrados a lo que todo el mundo reconoce, y creo que Isabel quiso ir más allá, proponer cosas distintas, dar una visión novedosa», sugiere De Molina. «Era la primera vez que hacía escenas de cama, pero fue muy fácil, me sentí muy cómoda», explica la joven Greta Fernández, de 24 años, a quien Coixet conoce desde niña y que este año también estrena La hija de un ladrón, ópera prima de la directora Belén Funes.
«Isabel era muy amiga de mi papá [el actor Eduard Fernández] y, sobre todo, de mi mamá [la escritora Esmeralda Berbel], tenía una casa en Sitges y yo iba allí de pequeña con mi madre, jugaba con su hija Zoe… Me la he ido encontrando por la vida, pero nunca hubiese pensado que confiaría en mí para algo tan grande», cuenta con ilusión. Porque la presencia de la película en Netflix –se estrenará próximamente tanto en streaming como en cines– garantiza una audiencia global. «A mí como cineasta el hecho de que existan estas plataformas me permite tener un camino más para llegar a contar cosas. Para los creadores es estupendo. Y creo que para el espectador también, porque tiene más contenido, puede escoger qué ver… Me hace gracia cuando dicen que es una falsa libertad. Yo soy de una generación en la que había dos canales de televisión, ¿y qué libertad era esa? Podías escoger entre un documental de Semana Santa y otro de un señor inaugurando pantanos. Una oferta que te permite ver historias bien contadas, interesantes, que a lo mejor desde una producción más convencional no hubieran sido hechas, te pone las pilas como creador y te excita como espectador», sostiene Coixet.
Se encontró en el centro de esta polémica sobre el futuro de la industria audiovisual el pasado febrero, cuando 160 exhibidores alemanes pidieron que la película no se proyectara dentro de la sección oficial de la Berlinale. «Llegué y me encontré con que había piquetes en la alfombra roja. Lo recibí con asombro. Eran las mismas personas que me dieron un premio hace años por Mi vida sin mí. Escogieron la oportunidad para hacer ruido y pagué el pato. La vida de un cineasta es así, hay que estar a todas, yo iba a defender la película y el trabajo de todo el equipo, sobre todo de Greta y Natalia, que han sido unas compañeras de viaje maravillosas. Preferiría ahorrarme tener que presentar películas en festivales y toda esta cosa social que está alrededor del cine, pero si hay que hacerlo se hace», dice la directora, que ahora prepara su primera serie, Foodie Love, para HBO. En su opinión, el futuro pasa por «la convivencia de formatos», algo que también piensa De Molina, para quien «es una batalla absurda que desembocará en que al final todo va a convivir». Afirma que se trata de una evolución natural: «Está generando mucho conflicto, pero creo que Internet y las plataformas acercan un tipo de cine y una manera de consumirlo que vienen dados con el tiempo en que vivimos. Entiendo que hay que cuidar las salas, pero eso no se va a perder, lo importante es que los distribuidores hagan que su programación sea diversa. Tiene que haber un diálogo, que se sienten a hablar, y dejar de tener miedo, porque el cine no va a desaparecer».
En esa capacidad de adaptarse a los cambios, dejarse guiar por sus convicciones y contar las historias que la entusiasman Isabel Coixet reivindica un referente: Agnès Varda. Compitió con la directora francesa, fallecida en marzo, en la pasada Berlinale y juntas fueron jurado en Cannes en 2013. «Su gran lección para todos es la libertad. A los 20, a los 40, a los 70 o a los 90 años era más libre que la mayoría de gente que se llena la boca con esa palabra. Lo era cuando estaba detrás de la cámara y también delante». Asegura que con ella vivió uno de los momentos más bonitos de su vida: «Estábamos con las deliberaciones del jurado y había una película que me entusiasmaba. Agnès dudaba. Hice un discurso para defenderla y cuando acabé ella aplaudió y dijo: ‘Aunque solo sea para que Isabel no llore, tendremos que premiar esa película’. Era una fuerza de la naturaleza, no le importaba en absoluto la mirada del otro. Lo que pensaba, lo que decía, lo que sentía y lo que hacía estaban en coherencia. Y eso no hay tanta gente en el mundo que lo posea. Fue el mejor modelo».
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