Paladares muy educados
Se entrena el paladar, además de comiendo, pensando la comida. Esto marca una diferencia sustancial con el acto de engullir.
¿El paladar se entrena? Esta pregunta me la formulaba alguien hace poco, mientras compartíamos algunas reflexiones en torno al carácter de un queso que acabábamos de probar juntos. La respuesta es sí; por supuesto que se entrena. Nuestra percepción gustativa evoluciona de manera paralela a las experiencias que vivimos en torno a la comida, que amplían a su vez nuestra predisposición a apreciar los diferentes matices (texturas, sabores, olores, ligeras desviaciones de sabor) que se dan en los alimentos. Los niños, que desde su infancia son expuestos a un amplio rango de olores y sabores, desarrollan a una edad temprana una tolerancia gustativa más amplia de la que muchos adultos adquirirán a lo largo de su vida, puesto que no existen en el paladar infante prejuicios culturales que le lleven a rehusar ningún tipo de alimento. Por otro lado, el contextualizar aquello que comemos nos permite entender y valorarlo mejor. Se entrena el paladar, además de comiendo, pensando la comida. Esto marca una diferencia sustancial con el acto de engullir. ¿Por qué estos sabores? ¿A qué me recuerda? ¿De dónde viene esa acidez? ¿Responde este plato a la tradición del lugar en el que estoy? ¿Cómo se produce? ¿Qué son esas especias? ¿De dónde viene ese dulzor? ¿Por qué esa complejidad, o falta de la misma? Se trata de “dignificar” el bocado, dándole la oportunidad de contarnos historias, de convertirse en una fuente de información. De esta manera, alcanzamos la dimensión metafísica del alimento: de manera natural, vamos interiorizando una fórmula de pensamiento “curiosa” asociada al comer que nos permite posicionarnos más allá de nuestro gusto personal.
Que algo no nos guste, no significa que no apreciemos su valor. La culminación de madurez gastronómica es el comer algo que no necesariamente nos genere sensaciones especialmente placenteras a nivel organoléptico, pero que sí nos aporte cierto placer intelectual por el valor que posee. Otro de los aspectos indispensables que demuestra que alguien ha adquirido cierto nivel de madurez en términos alimenticios es el profundo respeto hacia las fórmulas gastronómicas de las diferentes culturas y su manera de interaccionar con la comida. La gastronomía está muy ligada a la cultura de las diferentes sociedades y en este caso, la madurez consiste en aceptar que esta juega un papel fundamental, no solo en las percepciones organolépticas (qué gusta, qué no gusta), sino también en la definición de lo que es apropiado comer.
Tuve la oportunidad de participar, hace apenas un mes, en Arktiskmat, una convención internacional en Mosjøen (Noruega) que debatía en torno al futuro de los sistemas alimenticios a nivel global, con participación de ponentes de diferentes orígenes y circunstancias culturales: biólogos, historiadores y miembros de comunidades indígenas que expusieron sus necesidades y preocupaciones en torno a la explotación de sus tierras para la obtención de alimento. La conclusión es que la escucha respetuosa y la reflexión activa son imprescindibles para hacer cualquier juicio. Alcanzar madurez gastronómica y educar en la cultura del comer profundo a los que vienen detrás de nosotros es, no solo una manera de mejorar la relación que tenemos con la alimentación, sino una vía de aprendizaje y simbiosis hacia todo aquello que, aunque nos resulte ajeno y lejano, es digno de ser comprendido, abrazado y valorado.
*Clara Diez es activista del queso artesano.
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