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Canto a la amistad, por Luz Casal

Sentirte en sintonía con otros, que comparten tus opiniones o tal vez no, es una sensación agradable; expresar tus gustos y fobias con toda naturalidad, aun sabiendo que no son compartidos, produce una liberadora alegría con olor a azahar.

luz
Isabel Acerete

Caen insultos, se pondera lo vulgar, se revuelven las miserias y sale a flote la porquería más antigua; los títeres se convierten en actores principales de una tragicomedia cien veces vista y la copia hace tiempo que ha sustituido al original y ahora camina orgullosa hacia el Olimpo para ser coronada.

¡Uf!

Cada una de estas realidades, imágenes y ejemplos serían suficientes para convertirme en una «convencida pesimista sobre la condición humana», pero no, he resistido a esas agresiones porque algo especial ha ocurrido en estos últimos meses. Algo que me ha servido de refugio seguro.

Como pasa habitualmente, he llegado a esta situación de forma casual, poco a poco. El descubrimiento de un sentimiento largo tiempo abandonado ocupa ahora mismo –y sospecho que para siempre– un puesto elevado en la lista de mis afectos.
Cuando sufres traiciones –reales o imaginarias–y eres capaz de enumerar cada uno de los lazos rotos, aparece el rencor como reacción inmediata al dolor, como única arma para defenderte; y eso te aísla. Toda relación emocional con otra persona es exigente, lo sé, por cuánto pide ser alimentada asiduamente como un deber, pero yo me salto esa obligación muy a menudo a riesgo de perderlo todo, de quedarme sola, sin compañía.

Cuando tu vida ha sido y es tan poco previsible como la mía, cuando tus referencias familiares han sido pocas, cuando estar en el Este más lejano se confunde con el Oeste de los indios mayas, no es fácil seguirte… Es por eso que ahora que encuentro –o recupero– el cariño de alguien siento un deslumbramiento que no es otra cosa que el sentimiento noble de la amistad.

Sentirte en sintonía con otros, que comparten tus opiniones o tal vez no, es una sensación agradable; expresar tus gustos y fobias con toda naturalidad, aun sabiendo que no son compartidos, produce una liberadora alegría con olor a azahar.

La amistad, como el amor, se presenta con múltiples rostros, puede convertirse en compañía de vida como la que disfrutaron Gertrude Stein y Alice B. Toklas o la de Nazario y su deseado Alejandro; puede llegar a ser una competición de cuerdas de guitarra y canciones como la de Neil Young y Stephen Stills, por hablar de personajes cuyas vidas me han acompañado últimamente a través de sus biografías. También amistades truncadas como la de Van Gogh y Gauguin, con consecuencias dramáticas para el primero. O que lo son en la distancia.

Puedo decir que en este momento de mi vida me he dejado abrazar por muchos amigos y con ellos me he dejado acariciar por la brisa del Mediterráneo mientras caía impresionada ante unas gambas y sobrasada menorquinas, que ya sé lo que significa combinar música y meigas con unos huevos camperos sin parangón, que conozco el significado del verbo «apapachar» ante un tequila reposado mientras la noche trae sonidos de la laguna, que después de una fideuá puedo ayudar a meter goles.

Mis amigos, tan distintos en edades, opciones sexuales, profesiones y creencias, completan y enriquecen mi mundo con su presencia, respeto y tolerancia, haciéndome partícipe de sus vivencias personales de las que entresaco certezas, ideas y lecciones.

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