María Moro: “Todo tiene que tener pátina, las joyas que diseño parecen heredadas”
Un viaje a Sri Lanka cambió la vida de María Moro. Allí diseñó su primera joya, lo que la llevó a crear su propia firma, Oona. “Ahora la gente quiere piezas únicas, se valoran la trazabilidad y la personalización”, sostiene. Visitamos su casa-estudio en Madrid
“Sri Lanka era la auténtica desconocida de Asia”, asegura María Moro ante la pregunta de qué la llevó a ese país, que ahora es parte de su vida. Se pasa el año viajando de Madrid a Galle, una ciudad-fortaleza con huellas del paso de portugueses, holandeses y británicos, considerada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y ubicada al suroeste de la isla. Muy cerca, junto al lago Koggala, en plena naturaleza, tiene una casa a la que regresará en cuanto pasen las Navidades. Antes de recalar ahí, Moro había viajado mucho por el Sudeste Asiático. Lo primero que conoció fue Birmania, —”cuando el país empezaba a abrirse un poquito y aún era muy difícil viajar, no se podía llevar teléfono móvil”—, después Camboya, Laos, Indonesia... pero esa isla bañada por el océano Índico llamada Sri Lanka era aún un misterio. “Llevaban muchos años en guerra, la primera vez que fui era 2004 y acababa de pasar lo del tsunami, y dije voy a ver qué puedo hacer para ayudar, para colaborar en la reconstrucción. Me quedé enamorada del país. Luego volví otra vez de vacaciones y supe que era mi paraíso. Inicialmente, me tomé un año sabático y salí del mundo corporativo”, recuerda. Fue entonces, en 2013, cuando pasó del marketing al diseño de joyas, dejó atrás una carrera en el sector editorial y del lujo y creó su firma, Oona Collections.
Vivió durante años en el centro de Madrid, en Salesas, pero esta primavera se mudó a la que ahora es su casa-estudio en una colonia madrileña, con un pequeño patio con plantas que evoca su casa de Galle. Cuenta que allí todo tiene una historia; hay muebles salidos de anticuarios y rastros, piezas compradas en mercadillos y en sus viajes. Alfombras afganas y marroquíes se mezclan con obra gráfica de artistas de El Paso, un cuadro de Lin Calle, otro de Luis Moro —su hermano, que es artista—, una escultura de Paulo Neves... “Dicen que los diseñadores somos coleccionistas, porque allá donde vamos encontramos algo. A mí me gustan mucho las cerámicas, las obras de arte y los muebles”, explica, “con ellos creas tu propio mundo”.
Siempre supo que su vida estaría unida al viaje, le interesaba trabajar en un organismo internacional, como la ONU o el Banco Mundial, incluso se planteó hacer la carrera diplomática, pero acabó estudiando Económicas en la Universidad Autónoma de Madrid: “Toda la vida me han interesado los proyectos desde el punto de vista humanitario. Pensé que Económicas era una carrera bastante interesante para desarrollar ese tipo de carrera y también empecé Sociología, aunque no la acabé, para completar todo eso. Mi vocación era trabajar por el mundo”.
Volcarse durante casi dos décadas en departamentos de marketing relacionados con revistas, moda y estilo de vida la ayudó a afianzar su buen ojo y su afán por el coleccionismo. Comenzó a mediados de los noventa en el grupo editorial Axel Springer. “Entré directamente como directora de Marketing, en ese momento tenían Nuevo Estilo, lanzamos Mi Casa... El mundo del interiorismo ya me apasionaba y ese trabajo, en el que estuve ocho años, fue un sueño. Luego pasé a Edipresse, a Grupo Zeta, fui directora de Marketing de Value Retail (The Bicester Collection)...”, resume. Pero nunca dejó de recorrer el mundo, se tomó un tiempo sabático entre empleos y pasó una temporada en África. “Estuve viajando por Botsuana, Namibia, Mozambique, Zimbabue, Zambia y Sudáfrica, varios meses, viendo también proyectos humanitarios. Durante unas vacaciones fui a Etiopía a trabajar con una oenegé, y empecé a vincularlo a mi trabajo, montando proyectos para conseguir fondos para esos sitios, para construir orfanatos, pozos de agua en Etiopía, en Kenia... Al final, todo ha tenido sentido; estudié Económicas para irme por el mundo a hacer cosas y con mis trabajos siempre he podido montar proyectos que derivaban en eso”, asegura. En esos viajes y proyectos ha tratado con muchos artesanos. “Todo ha sido parte de mi aprendizaje”, sostiene. Fue precisamente así como se lanzó a diseñar joyas. “Lo primero que creé fue un anillo de aguamarina con unos artesanos que conocí”. Luego planteó una pequeña colección y de esa manera surgió Oona, que significa puro en gaélico: “Como cada pieza es única, pura y natural representa muy bien lo que quiero con la marca”.
De Marco Polo al Proceso de Kimberley
Sus creaciones salen del interior de la tierra, de las piedras que abundan tanto en Sri Lanka y son famosas desde tiempos de Marco Polo; de hecho, el nombre en sánscrito de la isla es Ratna-Dweepa, isla de gemas o resplandeciente. Son famosos sus zafiros azules, pero también los hay verdes, amarillos o marrones, y otras piedras como diamantes, rubíes, turmalinas, espinelas... “Hay veces que diseño y se lo doy a los artesanos todo dibujado, pero otras estoy allí y veo una piedra y se me ocurre una joya, me enamoro de esa piedra y creo una joya para ella”, dice. Y eso es algo que cada vez, asegura Moro, persigue más su clientela: “Antes la gente buscaba más un anillo de compromiso de una marca concreta, ahora quiere piezas únicas, se valoran la trazabilidad y la personalización. Yo muchas veces estoy en Sri Lanka, veo una piedra y le mando la foto al cliente y creamos la joya, realizamos todo el proceso juntos”.
Esa trazabilidad, que reconoce que muchas veces es complicada de garantizar, fue uno de los factores que la llevaron a trabajar en la isla. “Allí está todo regulado, no se destruye el medio ambiente ni se subvencionan los conflictos con las piedras”, destaca. Hay un organismo, la National Gem and Jewellery Authority, que vela por una industria que según las cifras estatales da trabajo a unas 650.000 personas (desde mineros a pulidores, artesanos, diseñadores o talladores) y maneja 70 variedades de piedras preciosas. “Existe regulación laboral, la gente tiene horarios de trabajo pactados, días de descanso, los niños no pueden trabajar y la escolarización es obligatoria, por eso me pareció un país en el que el proyecto que quería desarrollar era perfecto”, apunta, “había estado en otros lugares de África y el Sudeste Asiático en los que las cosas eran distintas, en las que se explotaba a niños, los mineros estaban en condiciones malísimas...”. El Proceso de Kimberley es un sistema de certificación internacional que surgió en el año 2000 para evitar la comercialización de los llamados diamantes de sangre (que financian guerras o son obtenidos vulnerando los derechos humanos) y Sri Lanka forma parte de ese compromiso desde 2003. “Ahora mismo lo único que está regulado es el tema de los diamantes, no el de las piedras preciosas de color, y deberían tomarse medidas. De hecho, estoy trabajando allí internamente y aquí, hablando con gente autorizada para intentar llevar a cabo algún proyecto de regulación”, señala la diseñadora.
Le gustaría que se creara “un certificado para todo el proceso de trazabilidad”, porque en alguna feria del sector se ha encontrado “incluso a empresarios que se dedican a esto y a los que les preguntas de dónde son las piedras y no saben ni decirlo, no saben lo que están comprando”. En Galle, también trabaja con oenegés que “dan recursos para que se sigan promoviendo los oficios y formar a gente joven, porque han pasado unas generaciones en las que no se querían formar en joyería, y ahora se está recuperando porque las nuevas generaciones ven que es parte de la cultura del país”. Su objetivo es que además de conocer los oficios apuesten por el emprendimiento. “Que puedan montar sus negocios, que conozcan la parte empresarial”, comenta mientras muestra unas fotos de los arrozales y los campos de cacao entre los que se encuentran algunas de las minas.
Esas piedras acaban formando parte de sortijas, pulseras, colgantes o pendientes, la clientela de Oona es global y ahora van a adentrarse en la venta directa internacional: “Hay mucha gente de San Francisco, de California, estadounidenses en general, y japoneses”. Sus creaciones, asegura, se ajustan a una forma de entender la joyería en la que la versatilidad es clave: “Nos dicen que quieren llevar piezas buenas, pero sin la sensación de ir enjoyadas”. Algunos de sus diseños parecen salidos de un joyero de los años veinte o treinta: “Mi primer vínculo con las joyas fue una tía abuela mía en San Sebastián, que tenía una colección muy bonita, collares de principios del siglo XX, que a mi hermana y a mí nos encantaban... Creo que mentalmente he reproducido alguno”. Son las joyas que le hubiera gustado hallar cuando en sus viajes buscaba algo especial, que revelara el paso del tiempo: “Yo compraba joyas antiguas. Todo tiene que tener pátina, las joyas que diseño parecen heredadas”.
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