Leticia Rodríguez de la Fuente: «El jardín es el compañero perfecto y permanente; cuidas a otro ser vivo, pero en soledad»
En una vega de Guadalajara, cerca del río Ungría, la jardinera ha construido una granja orgánica de flores de corte. Entre dalias y arañueles ha encontrado la belleza de la soledad. En su libro ‘Tocar tierra’ pone en orden las lecciones aprendidas.
A la hora de la ducha, Leticia Rodríguez de la Fuente llenaba en la arqueta un cubo de agua y a toquecitos, con una toalla, o en chaparrón, como una cascada, se retiraba el sudor del día. La luz temblequeaba. La iluminaban solo las velas. Por las paredes de su casa no corría la electricidad. No le importaba. Nadie se preocupaba por ella. Su familia sabía que se las podía apañar. Lo importante, para Leticia, estaba en el exterior.
Al otro lado de la puerta, las dalias, los tulipanes, la lavanda, los narcisos, la celosía o el arañuel se repartían la tierra. En circunstancias normales, Leticia solo pasaba junto a ellas un par de noches. Antes, con el sol aún en el cielo, las había regado, podado, trasplantado, estudiado. En aquella parcela rectangular, las flores se distribuían con naturalidad bajo las copas de los manzanos. El terreno por fin le pertenecía. Se había cansado de alquilar la tierra. Necesitaba que fuera suya. Allí, en un rincón de La Alcarria guadalajareña, bajo un pueblo que cuelga sobre una vega, descubrió su sitio. Compró un pedacito de campo y, pasado un tiempo, le anexionó otros dos. Encontró el sitio que buscaba y, cuenta, se encontró a sí misma.
Desde la muerte de su padre, Félix Rodríguez de la Fuente, cuando contaba 10 años, Leticia había perseguido a la niña que fue. Antes de dar con las flores, escribe en Tocar tierra (Espasa), solo había “huido hacia adelante”. Había estudiado en un internado escocés y se había formado en una universidad inglesa. Ya de vuelta en Madrid, dirigía Let’s Room, una empresa de alquiler temporal de pisos que ella misma había fundado, y viajaba con frecuencia a Londres y a Sussex para formarse con jardineras de Reino Unido. Quería aprender de las mejores. Acababa de inaugurar un puesto de flores en el mercado madrileño de Antón Martín y se encontraba a la caza de un estilo propio. No quería que sus arreglos fueran perfectos. Buscaba que sus ramos y centros tradujeran la tierra a una pieza portátil, que fueran campo para llevar. Tampoco se sentía cómoda con los viajes internacionales que debían realizar las flores antes de alcanzar el centro de Madrid. Lo que por costumbre simbolizaba naturaleza acababa convertido, saltando de container en container, asperjado con frecuencia en pesticida, en una fuente desproporcionada de emisiones contaminantes. Si aspiraba a construir un estilo floral silvestre sin traicionar a la naturaleza, debía conseguir las flores cerca de casa. O convertir su casa en la de las flores.
Los bancos a los que consultó rechazaron su propuesta. No querían arriesgarse a conceder un crédito para el proyecto de una granja de flores orgánicas en Castilla-La Mancha. Al fin, la empresaria dio con un entusiasta. Más tarde, la finca, calculó ella, podría autoabastecerse. Lo que obtuviera a través de las suscripciones a su servicio de flores a domicilio, R de la Fuente, y lo que consiguiera con sus cursos de diseño floral se invertiría en mejorar el espacio, en perfeccionar el invernadero, en estudiar y cruzar nuevas semillas inusuales o en viajes de formación al extranjero. “Mi empresa es la que me da de comer. Pero esto no es un capricho tampoco. Con que se autofinancie me va bien. Podría rentabilizarlo muchísimo más, pero entonces me esclavizaría y yo no quiero vivir esclavizada del trabajo. Podría alquilar la finca para eventos, impartir más cursos, cultivar muchísimo. Pero no me interesa. Lo que me daría ya me lo da. Si hubiera sido la típica forrada y hubiera contratado a un jardinero y a un constructor, me habría perdido toda la diversión. Lo que me llena es ver cómo el resultado del trabajo va tomando forma. Cuando no obtengo dinero no se hace nada. Cuando ganamos, planto, por ejemplo, esos tilos, que quiero hacer un bosque con ellos y que ahora están pequeñitos. Yo estoy visualizando ya cómo serán en cinco años. Será una gozada mirarlos entonces porque los habré visto crecer. Es como con los niños, que yo no tengo, pero lo he vivido con mis amigas: los tienes que criar y en ese momento tú dejas de ser la prioridad. Eso es un privilegio: poder haberlo hecho todo desde cero y, además, lentamente. Que requiera de mí es terapéutico”.
Las flores del bien
En el manejo de la tierra, la florista se diluye. La circulación de pensamientos se ralentiza y la paciencia se muscula. Los labios se pegan. Para entender qué flores necesitan reubicarse, cuáles se encuentran bajo el ataque de un hongo y dónde el riego empieza a fallar, Rodríguez de la Fuente necesita que el volumen en sus oídos se modere. “Observas cuando estás en silencio. Si estás llena de ruido no ves nada. Eso implica un vaciamiento para ponerte en el lugar del otro y comprender sus necesidades”.
En el campo, cuenta, ha aprendido a contenerse. El mal humor no logra que la tierra acelere sus ciclos. El color de las moras no se oscurece por mucho que quien las vigila chasquee la lengua frente al árbol. En su rincón de La Alcarria, la jardinera ha identificado el antídoto para combatir los ritmos del asfalto urbano y de las exigencias de Excel: espera, paciencia, asombro, imaginación. “La cultura capitalista quiere que consumamos más y el consumo se potencia desde la insatisfacción. Compras para llenarla y cuanto más inmediato sea, mayor sensación de vacío. Por ende, consumiré más. Con el jardín yo lo he aprendido. Lo mismo con el sexo, que es consumista: con las redes sociales para ligar tienes un escaparate lleno de pasteles riquísimos y eliges el que quieres. Cuando no te interesa más, a por el siguiente. Pasa con todo. Es fuente de insatisfacción permanente”. Cuando la inmediatez se expulsa y el disfrute se posterga, Rodríguez de la Fuente percibe una nueva manera de “reocupar tu espacio, tu cuerpo, tu ser”. Cuando se aprende a estar sola, apunta, puede una conocerse a sí misma. “No sabemos estar sin entretenimiento. Yo soy mi mejor amiga. Me encanta estar sola y los planes que hago los hago porque de verdad me apetecen, no como una huida de la soledad. Me enriquecen mucho más. El jardín es el compañero perfecto y permanente; estás cuidando a otro ser vivo, pero en soledad. Las plantas son testigos mudos de ti. Ahí no hay nadie a quien seducir ni a quien venderle la moto. Te coloca ante ti misma y poco a poco te vas descubriendo sin ningún tipo de juego de seducción. Es tremendamente espiritual”.
Antes de que la naturaleza y la azada le enseñaran a esperar, a la florista el cuerpo le puso varias zancadillas. Superó dos cánceres, tuvo lupus, padece la enfermedad de Crohn. Las afecciones, reflexiona, “han sido mis mayores aliadas. No somos solo mente y emoción. Todo pasa por el cuerpo. Lo que no quieres ver y entender lo somatizarás. Si te metes en un proyecto que en el fondo no quieres llevar a cabo, pero no lo quieres reconocer, probablemente enfermes para no hacerlo. Yo lo escucho todo el tiempo. Y si yo puedo, el resto también. Es un tema de prioridades y conciencia. Cuanta más importancia le das a la identidad que emana de tu trabajo, más se hace patente la inseguridad personal. Cuando uno tiene autoestima, no necesita proyectar su identidad en nada más”.
Ella se considera también dueña de su tiempo. Proyecta a diario la evolución de su jardín. Fantaseando con el tamaño que alcanzarán los tilos o atenta a las flores de la pradera que se cuelan y autosiembran en su jardín, Rodríguez de la Fuente estira el presente, toca el futuro y recupera a la niña de 10 años que “tiene su mundo propio, a la que le gusta estar con sus cosas, que no tiene que impresionar a nadie, a la que le gusta cuidar, que es menos agresiva, que es delicada, pero no frágil”. Ahora, reconoce, está por fin en sintonía con la persona que debía ser. En La Alcarria ha encontrado la paz. En la tierra y con sus vecinos. Los miembros de una comunidad de monjes hare krishna trabajan con ella en la granja de flores. “Hace poco uno de ellos me dijo algo que me impresionó: ‘Más vale que encuentres la pasión en lo que estás ya haciendo y no en lo que estás buscando, porque nunca la vas a encontrar si la buscas’. Es un tema de actitud. Más vale que la belleza o el amor te encuentren y no que los tengas que buscar. Yo soy una esteta. La belleza me hace comulgar con Dios. Pero yo ya no la busco: la encuentro”.
Al otro lado de la vega lo que ha encontrado es un nuevo objetivo. Sobre su pradera se asoman unos pajares semiderruidos que señala con el dedo. “¿Los ves? Los estoy comprando. Los quiero restaurar y convertir en casitas rurales. Yo me quedo con una y el resto lo alquilo”. La mente que mejor trabaja es la que se relaja. O en palabras de Ovidio: un campo que descansa bien devuelve lo prestado.
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