Odio la pobreza, por Pilar del Río
«La pobreza cada día se parece más al sol, que sale para todos y a todos amenaza. Quien crea que no, que mire a su alrededor y tal vez se lleve sorpresas»
Si hay una cosa en la vida que odie con toda mi fuerza, esa es la pobreza. Odio todas las pobrezas: la mental, que impide ver más allá de las propias narices; la real, que desgarra el cuerpo y mata absolutamente. Odio la moda de la pobreza, que se extiende por el mundo a velocidad de vértigo y sin posibilidades de contrarrestarla. La odio por su falta de novedad, por presentar siglo tras siglo la misma cara, por no ser capaz de autodestruirse, porque no la derrotemos, ahora que tenemos tantos medios, tecnológicos y de conocimiento, para barrerla del mapa. Sí, me repugna la pobreza hasta el punto de no desearla para nadie, sobre todo para los pobres, que son quienes la sufren sin tener responsabilidad de la maldita plaga.
Dice mi amiga Virginia, mientras toma un té de frutos silvestres, que cambie el rollo, que este no es lugar para hablar de pobreza y que, además, corazón que no ve, corazón que late mejor. No puedo hacerle caso: hay días que amanecen más claros (parece que hoy es uno de ellos) por eso veo la puta pobreza al otro lado de la ventana, la siento en recuerdos cercanos, en la tristeza de la persona que cuida a los niños y, tal y como están las cosas, dice Julia, también se ve en los profesores que les enseñan a los niños las primeras y las segundas letras. La pobreza cada día se parece más al sol, que sale para todos y a todos amenaza. Quien crea que no, que mire a su alrededor y tal vez se lleve sorpresas.
Hace unos días recibí una carta de una amiga de Portugal, profesora universitaria hasta que se jubiló y una personalidad de esas que recorren el mundo impartiendo conferencias, con reconocimiento, discípulos y aplausos, en la que me cuenta que está pasando frío este invierno porque con los recortes en su paga no se puede dar el lujo de encender la calefacción, mucho menos viviendo ella sola en casa. Dice también que casi no sale porque mover el coche cuesta una fortuna entre gasolina y aparcamientos y los transportes públicos no están pensados para quienes ya cargan toda una vida sobre los hombros. Que en su caso, insisto, es una vida de investigación, docencia y mantenimiento de la cultura de su país en los niveles internacionales más altos. Ahora, sin embargo, no puede estar tranquila, la sombra odiosa de la pobreza también la busca para devorarla.
Virginia, que sigue tomando té cuando otras ya nos hemos bebido hasta el agua de los floreros, quiere que hablemos de San Valentín y del Día de los Enamorados como si fuese obligación o indicio de algo. No lo hacemos, preferimos seguir desmenuzando comportamientos que no atajan el mal, cifras incomprensibles de ricos y pobres, los esfuerzos que se hacen para no ver lo evidente o la sacralización que de esta lacra hacen personas inteligentes, tipo Francisco de Asís, tan nombrado ahora por el Papa de Roma.
La pobreza es horrible, dice Marta, lástima que liquidarla sea solo el sueño de los pobres y de los que van a ser pobres. Sí, lástima que no sea el objetivo de nadie, remata Virginia, acabando con su última taza de té la poca esperanza que le quedaba de hablar de enamoramientos. Aunque, muy suya, mientras refunfuña, no pierde de vista a un chico de ojos azules sospechosamente atento a la conversación. Voy a preguntarle si también él odia la pobreza. Ustedes perdonen.
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